Lorenzo Meyer
Hoy y aquí se debe buscar una economía política que, si bien no tiene que ser enteramente original, sí debe corresponder a la gran meta que se persigue.
Al iniciar nuestra vida independiente y como resultado inevitable de nuestra condición colonial previa, las grandes ideas que motivaron el debate político mexicano e inspiraron constituciones, instituciones y políticas económicas, tuvieron un origen externo. Con el correr del tiempo y la confrontación con la realidad, esas ideas y prácticas se fueron transformando.
El monarquismo y el proteccionismo fueron la base ideológica del imperio español en América y en México no murió con la independencia, sobrevivió hasta la restauración republicana. Su contraparte, el liberalismo, vino de un racimo de fuentes foráneas: de España (ahí se acuñó el término), de la ilustración francesa, de Inglaterra y del éxito de Estados Unidos, primera nueva nación del hemisferio.
La República Restaurada desembocó en un liberalismo económico mas no político; en una dictadura personal y oligárquica con preferencias por el positivismo francés (Comte). Para entonces habían arribado ya diferentes corrientes socialistas que alimentaron movimientos de corte mutualista o anarquista. La Revolución Mexicana abrevó de todas estas ideas, las mezcló y nacionalizó con elementos históricos propios, como el agrarismo zapatista, la tradición de las colonias agrícola-militares del norte villista, el indigenismo y el nacionalismo. Sin negar los elementos liberales en la Constitución de 1917 —heredados de la de 1857— esta fue ya una mixtura bastante mexicana.
El sistema autoritario, corporativo y de partido de Estado en que devino la Revolución de 1910, adoptó, en lo económico y tras la II Guerra Mundial, el proteccionismo y la “economía mixta” como la vía para industrializar y modernizar al país. La CEPAL proveyó un marco teórico que pretendía “quemar etapas” en el desarrollo capitalista en América Latina y no imitar los pasos seguidos por los países capitalistas centrales. Desde la izquierda encontraron nichos políticos e ideológicos una variedad de marxismos provenientes, de nuevo, de Europa, pero también de China y Cuba.
El modelo político autoritario y de economía basada en un mercado interno pequeño pero protegido en exceso empezó a mostrar deficiencias políticas —el 68 y sus secuelas— y económicas —un déficit crónico con el exterior— y en 1982 se colapsó. En la crisis, la tecnocracia se hizo del poder y dio un gran golpe de timón: el corazón del nuevo modelo económico —foráneo— fue el capitalismo neoliberal, sintetizado por el “Consenso de Washington” (1990): primacía del libre mercado y retracción del papel económico del Estado, tal como lo demandaban Estados Unidos y la pléyade de organismos internacionales bajo su control: Fondo Monetario Internacional et al. El Tratado de Libre Comercio, suscrito por México con Estados Unidos y Canadá en 1992, fue el candado de siete llaves que enganchó a México con la globalización, que se hizo ideología oficial.
Hoy la “inevitabilidad” histórica de un mundo neoliberal (Francis Fukuyama dixit) está en duda. Sus supuestos beneficios no se filtraron hacia abajo como se prometió y se concentraron en el infame 0.01% superior. Y eso se combina hoy con el neonacionalismo agresivo de Trump en Estados Unidos.
En 2018, una insurgencia electoral en México puso fin a un sistema con gran déficit de legitimidad. El que le ha depuesto dice rechazar los dos pilares del arreglo pasado: autoritarismo y neoliberalismo. Al primero lo va a sustituir con la democracia política, pero respecto del segundo no hay claridad. Al proyecto económico de la 4T le está faltando precisar y explicar el conjunto de ideas que orientan tanto el desmantelamiento del neoliberalismo, como la construcción teórica de su remplazo, que, si bien aún no tiene nombre, tiene contenido: darle al Estado un papel central en el proceso del desarrollo económico y social (redistribución).
Hoy pareciera haber una lucha interna dentro del gobierno por precisar el modelo económico a seguir. Urge optar ya por, y dar forma a un conjunto de ideas básicas que llenen a plenitud el vacío dejado por la ideología neoliberal y sean la brújula del cambio.
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