Madrid, 06 junio. 19. Amecopress / Pikara Magazine. Mientras
el Estado español y los Gobiernos autonómicos enarbolan discursos en
los que la protección de las supervivientes de la trata con fines de
explotación sexual aparece como una prioridad, la política fronteriza
española y sus acuerdos con Marruecos están dirigidos a que estas
mujeres nunca pisen suelo español. Viajamos con un equipo de CEAR
Euskadi a Melilla y al norte de Marruecos, paso obligado de muchas de
las mujeres que migran buscando la protección de unos derechos. Solo
encontrarán obstáculos y violencia. Pagados con nuestros impuestos.
“Las mujeres que peor llegan aquí y a España son las que vienen
solas. Las que hacen el recorrido con la mafia están más protegidas
porque ellas son su mercancía”, nos repiten en el norte de Marruecos
varias de las personas que realizan labores humanitarias con las
personas migrantes.
No podemos aclarar dónde se encuentran exactamente, ni quiénes son.
El Gobierno marroquí no duda en expulsar a las voces críticas, así sean
periodistas (el día en el que llegamos a una de estas ciudades acababan
de deportar a un holandés que pretendía reportear sobre migraciones), o
activistas por los derechos humanos (al sacerdote español Esteban
Velázquez se le retiró el permiso de residencia en 2016 por sus
denuncias públicas de las agresiones que sufren las personas migrantes
negras en el reino alauí).
Hasta aquí todo previsible teniendo en cuenta que Marruecos sigue
siendo un país regido por una monarquía parlamentaria altamente
autoritaria. Más alarmante resulta que organizaciones que trabajan al
otro lado de la valla, en Melilla, necesiten protegerse también bajo ese
anonimato. Ha sido la conclusión a la que han llegado tras comprobar la
saña con la que se ha empleado el Gobierno de la ciudad autónoma con
entidades sociales como Prodein y Harraga por su trabajo con los menores
que viven en sus calles, contra las que han interpuesto querellas y
divulgado campañas de difamación a través de los medios de comunicación
de la ciudad. El resultado: la extensión del rechazo que provoca entre
gran parte de su ciudadanía a las personas migrantes y a las que
defienden sus derechos.
Dado que la prioridad es poder seguir intentando garantizar los
derechos de las personas migrantes en esta urbe, el resto de entidades
se han decantado por desarrollar otras formas de incidencia política que
no pasan por su visibilidad: sus integrantes han tenido que recuperar
conocimientos y prácticas de los tiempos de la clandestinidad; y los y
las periodistas aceptar que, para contribuir a que las personas
migrantes vean sus derechos garantizados en Melilla, a veces, no todo se
puede contar.
Por eso, esta crónica no podrá especificar muchas de las fuentes de
las informaciones que contiene: porque a Marruecos no le gusta tener
testigos de cómo se ejecutan –a golpe de porras e incendios– sus
acuerdos con España y la Unión Europea, y porque el Gobierno de Melilla
no quiere a gente en su territorio que les recuerde que el centenar de
niños extranjeros que viven en sus calles son eso, niños y adolescentes;
que los migrantes no son delincuentes, sino personas que ejercen su
derecho a la libertad de circulación; y que el engordado presupuesto de
esta ciudad de 85.000 habitantes –más de 270 millones de euros anuales–,
se debe, exclusivamente, a que este resto de nuestro pasado colonial
vive, se lucra y justifica su existencia misma gracias a la inmigración.
En la orilla marroquí
“El día después de que el rey Felipe VI firmase aquí el acuerdo con
el marroquí [el 16 de febrero de 2019] empezó el horror. Desde entonces,
la policía sube diariamente a los campamentos: los incendia, les roban
las mantas y los plásticos con los que las personas migrantes se
protegen del frío… Las ves cargando al caer la noche a lo alto de los
montes cargados con sus mochilas”, nos dice una de las personas que
mejor conocen estos pequeños poblados construidos con palos y lonas en
las que hombres, mujeres, niños y niñas viven mientras consiguen subirse
a una patera. Antes, también eran la antesala para el salto de la valla
a Melilla, pero desde que las concertinas fueron retiradas por el
ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, del lado español y
situadas en el marroquí, apenas hay cruces por esta vía.
“Hasta 2015, había unas 4.000 entradas por Ceuta y Melilla. Ahora
estamos en decenas de miles por la vía marítima. Es el resultado de la
política marroquí, europea y española que con su cierre de las fronteras
terrestres ha transformado una migración que venía a pie y era
gratuita, a otra en la que hay que pagar por todo y que está bajo el
control de las grandes redes de traficantes, que son tanto subsaharianas
como marroquíes”, nos dice Omar Naji, de la Asociación Marroquí de
Derechos Humanos, después de atender en su austera oficina en Nador a un
hombre cargado de papeles. Nos autoriza a citarle con nombres y
apellidos, pese a que algunos de sus colegas han sido encarcelados por
la claridad con la que esta entidad se pronuncia: “Las políticas
migratorias europeas no buscan disminuir la inmigración, sino
reorientarla hacia circuitos de pago”, sentencia.
Nos encontramos en uno de los enclaves más importantes de la ruta
subsahariana hacia Europa y no se ve a una sola persona negra en sus
calles. “Los migrantes tienen prohibida la circulación por la ciudad,
trabajar, alquilar una casa, incluso entrar en un bar para comprar un
café”, explica Naji, quien también ha documentado cómo, desde que en
octubre de 2018 la Unión Europea prometió aumentar en 140 millones de
euros la partida destinada a Marruecos para impedir la salida de pateras
desde sus costas, el acoso y los arrestos en los campamentos se han
extendido a mujeres, niños y niñas. “Por eso las mafias alquilaron pisos
en las ciudades donde esconder a las mujeres, donde permanecen
hacinadas y en condiciones deplorables. Pero ahora también allanan los
pisos”, sostiene el abogado, rodeado de retratos de líderes palestinos y
de Rachel Corrie, la activista estadounidense de 24 años que murió
aplastada por un buldócer israelí cuando intentaba impedir la demolición
de viviendas palestinas.
Varias fuentes nos confirman que el Gobierno de Marruecos está
utilizando públicamente la lucha contra la trata como pretexto para
desmantelar los campamentos en los bosques y las viviendas en las que
las redes ocultan a las mujeres, que son detenidas y deportadas en
autobuses a la frontera argelina, la más violenta de la ruta.
Mientras, la trata con fines de explotación sexual adquiere cada vez
más protagonismo en la opinión pública –y publicada– en España, como
parte del enconamiento de la controversia en torno a la regulación legal
de la prostitución. El éxito de convocatoria de las manifestaciones y
la huelga del 8M amplió la visibilidad de los discursos feministas,
especialmente el abolicionista, que considera trata prácticamente todas
las formas de prostitución femenina. Un momento que ha coincidido con
varias convocatorias electorales y que el abolicionismo ha aprovechado
para que todos los partidos políticos manifestasen públicamente su
posicionamiento y se comprometiesen a implantar políticas dirigidas a su
erradicación.
Paradójicamente, el PSOE, el único partido que siempre se ha
declarado sin ambages abolicionista y que ha incluido este objetivo en
su programa electoral, como cada vez que ha presidido el Gobierno
estatal, ha mantenido la política de destinar cada vez mayores partidas
presupuestarias –cuyas cuantías totales no son públicas– a pagar a
Marruecos para sellar su frontera y, por tanto, impedir por todas las
vías a su alcance que estas mujeres subsaharianas lleguen a suelo
español. Pero si, pese a todo, consiguen salvar todos los obstáculos
interpuestos –incluida la muerte cuando se suben a una patera–, desde la
llegada del PSOE al Gobierno en junio de 2018, todas ellas serán
consideradas potenciales víctimas de trata. Así nos lo confirmó durante
una visita al Centro de Estancia Temporal de Melilla su director, Carlos
Montero, para contrariedad de parte de las mujeres, como nos señalaron
muchas de las personas que trabajan con ellas, porque no todas lo son y
porque les pesa el estigma de ser vinculadas con la prostitución.
“Las mujeres vienen huyendo de sus países por distintas formas de
violencia: matrimonios forzosos, mutilación genital, pobreza,
persecución por razones políticas… Las redes de trata y de tráfico no
coaccionan para que acudan a ellas: ofrecen un producto. Si pagas, yo te
llevo. Les dan la esperanza y ellas saben que tienen que pagar un
precio”, nos dicen unas defensoras de derechos humanos que las cuidan
cuando, por ejemplo, pierden a sus hijas e hijos en naufragios.
Recuerdan el caso de “la mujer que no salía del shock durante días. Sólo
repetía: un pez se comió a mi hijo [de dos años]”.
No todas las mujeres subsaharianas son víctimas de trata
“Su cuerpo es su pasaporte, así que saben que la violación o la
prostitución será el precio a pagar por cruzar fronteras, para seguir
avanzando en el camino. Por eso, si vienen con la mafia para la
prostitución estarán más protegidas porque son su mercancía y pasarán
más rápido a la Península”, explican quienes saben bien cuáles son las
consecuencias de eso que hemos llamado “política de cierre de fronteras
de la Europa fortaleza”. Un concepto que encierra una decisión política,
como es impedir que estas personas puedan viajar de manera normalizada,
y que obliga a aquellas que no se conforman con lo que sus países y
contextos les ofrecen, a convertir sus cuerpos en el campo de batalla en
el que se bate esa guerra que Europa mantiene contra los extranjeros y
extranjeras pobres.
Por eso, las que pueden permitírselo acuden a las redes de tráfico de
personas para hacer tramos del viaje –especialmente los más virulentos,
como la frontera entre Argelia y Marruecos– o su totalidad. Las que
tienen, ellas o sus familias, menor capacidad de endeudamiento, lo harán
a través de las redes de trata, sepan o no que la actividad mediante la
que tendrán que saldar su deuda será la explotación sexual.
La abogada Cristina Manzanedo es portavoz de ÖDOS, un centro creado
hace un año en Córdoba para las mujeres subsaharianas que llegan en
patera con menores a las costas andaluzas. Manzanedo, con amplia
experiencia en el ámbito de la trata y las políticas de extranjería, nos
desgrana vía telefónica los perfiles de las mujeres que suelen llegar
por esta ruta: “Hay mujeres con un proyecto muy claro de reagrupación
familiar, cuyos maridos están en países como Francia, y que ante la
lentitud o las barreras burocráticas para la reunificación, emprenden el
viaje”. Otra de las trayectorias vitales más habituales es la apuntada
anteriormente: mujeres que huyeron de sus países por distintas
violencias machistas, “que creen que pueden ir fácilmente a Europa y a
las que les van ofreciendo ayuda por el camino, diciéndoles que no se
preocupen, que ya se lo pagarán en Europa. Creen que en Europa
encontrarán techo y trabajo, pero después sólo podrán ejercer la
prostitución como forma de pago”. Y también, explica, mujeres que sabían
que su única forma de migrar era recurrir a la mafia y ejercer la
prostitución: “Estas mujeres no van a denunciar porque están muy
machacadas. Algunas han pasado por Libia antes de ir a Marruecos”. Y
pretender que estas mujeres se identifiquen como víctimas de trata o que
soliciten ayuda cuando llegan al puerto es muestra de desconocimiento,
apunta Manzanedo.
Por eso, catorce entidades –que van, entre otras, desde el Consejo
General del Poder Judicial, la Universidad Loyola de Andalucía, Save the
Children, Cáritas o la Delegación Diocesana de Migraciones de Tánger–
se han unido para poner en marcha este proyecto piloto de ÖDOS. Allí son
trasladadas mujeres con niños y niñas, donde están quedándose, según
nos confirma Manzanedo, una media de tres meses, mientras que del resto
de residencias humanitarias a las que suelen ser trasladadas huyen a los
pocos días.
Quizás una de las claves está en tratar a cada mujer de manera
personalizada, conscientes de la diversidad de situaciones que engloban.
Porque Manzanedo sigue describiendo distintas historias de vida, que
van mucho más allá del maniqueo retrato de la trata: “Muchas de las
mujeres no son víctimas de trata cuando llegan a Europa, sino que son
personas con capacidades que quieren mejorar sus vidas. Pero como
consecuencia del desamparo absoluto en el que queda una mujer negra en
situación administrativa irregular, el único arropo que encuentran es el
de los amigos africanos a los que terminará llamando, cayendo en una
trata sobrevenida. Ejercen la prostitución forzada porque ni para
servicio doméstico las queremos, que para eso están las
latinoamericanas”.
Los matices son señal de conocimiento, y Manzanedo lleva décadas
acumulándolo trabajando a pie de terreno. Por eso sabe que sí hay algo
que tienen todas en común: “Haber sufrido algún tipo de violencia
durante el viaje. Y muchos de los niños que las acompañan, violencia
sexual”. Subraya que no tiene nada que ver lo que ha pasado la mujer que
ha podido hacer el viaje en cuatro meses, que la que ha tardado tres
años. “No hay respuesta ni protección para esa violencia de género que
han sufrido las mujeres en tránsito que no es trata”, concluye.
En este sentido, Marruecos es el lugar más traumático de todo el
viaje. “Desde que se llegó a los nuevos acuerdos a finales de 2018, y
empezó esta persecución en los campamentos y las deportaciones a
Argelia, los conductores de las redes de tráfico les dejan a 15
kilómetros de Nador para no ser pillados por la policía. Ahí les cogen
taxis de otras mafias, las violan, las secuestran y llaman a sus
familias para que paguen el rescate”, explican personas que trabajan
sobre el terreno en el país vecino.
Por eso, cuanto más articulada y fuerte sea la mafia con la que
viajan, más protegidas estarán. Unas estructuras que son resultado de
las mismas políticas de cierre de fronteras y que se han ido
complejizando y enriqueciendo a medida que se sofisticaban los
mecanismos de control fronterizos que alimentan el negocio de la
xenofobia: los radares, los infrarrojos de la valla, los vigilantes de
la agencia europea de control de fronteras (Frontex)…
“Las mujeres que pueden suelen emparejarse con un hombre porque así,
dicen, sólo tendrán que estar con uno y no con varios”, una figura que
se ha llamado lover boy, nos explican.
Pero no siempre lo consiguen. “Algunas mujeres tienen que recurrir a
la prostitución, a la mendicidad, y en las pocas oportunidades que
tienen, a ser explotadas en el trabajo doméstico o cocinando, para
conseguir recursos para sobrevivir y poder pagarse el viaje en patera”,
nos explican. Y mientras, como nos cuenta Naji de AMDH, no son extraños
los asaltos sexuales por parte de las fuerzas auxiliares, “el cuerpo
paramilitar dependiente del Ministerio del Interior encargado de
perseguir la inmigración. En el último informe tenemos los casos de dos
mujeres”. Dos mujeres que, pese a su condición de clandestinidad en
Marruecos, fueron tan valientes como para contárselo a miembros de esa
organización y, en el caso de una de ellas, denunciarlo en una
comisaría. Por supuesto, no se investigó.
Las entidades que trabajan en los campamentos donde sobreviven en los
montes del norte de Marruecos nos informan de que no debemos ir porque,
en un Estado policial como es Marruecos, el control es permanente, y
expondríamos a las personas migrantes a mayores represalias. Nos
explican que el ambiente se ha entristecido mucho en los últimos meses.
Las más de mil almas que, según el registro elaborado por la Asociación
Pro Derechos Humanos de Andalucía, murieron intentando alcanzar las
costas españolas en 2018 no son una entelequia o una cifra para sus
habitantes: eran sus vecinas, sus amigos y amigas, sus parejas, sus
familiares. Eran quienes podían haber sido ellos y ellas, los que podrán
ser: un cadáver, un número dibujado en el cemento aún fresco de un
nicho en el cementerio de algún pueblo andaluz, una llamada telefónica
de algún conocido a sus familias cuando se extienda el rumor en el
campamento de que no llegaron, de que nunca llegarán ya.
“Ves a mucha gente con la piel en carne viva porque se han quemado
con la gasolina mezclada con el agua salada en los naufragios. Cuando un
grupo consigue llegar sano y salvo a la Península o cruzar la valla,
hay una celebración en los campamentos. Cuando hay muertes, sólo
silencio”, nos explican.
El origen de las mujeres subsaharianas que llegaron en 2018 y el
primer trimestre de 2019 a territorio español son, sobre todo, de Guinea
Conakry, Mali, Costa de Marfil y Camerún. Apenas llegan ya de Nigeria,
el país tradicionalmente asociado a la trata con fines de explotación
sexual. Y se ha notado un importante incremento del porcentaje de
mujeres entre las personas migrantes que entraron en España por nuestra
frontera sur: de un 7’3 por ciento en 2017 a un 17 por ciento en 2018:
10.901 mujeres, según APDHA.
“Los jefazos de las mafias no están en los campamentos, están en
Europa o en sus países de origen. En los campamentos, siempre hay un
jefecillo, que muchas veces es también una víctima de la red, es su
medio para poder migrar. Los hay buenos, que cuidan y protegen a las
mujeres”, explican estas defensoras de derechos humanos, arrojando
grises a un discurso, el de la trata, que a menudo se construye a partir
del momento en el que las mujeres llegan a los países de destino para
ser explotadas sexuamente. Las narrativas dominantes omiten que, además
de un negocio criminal, la trata es un medio para migrar para estas
mujeres. Al dar casi todo el protagonismo a las llamadas ‘mafias’ se
asume una aproximación que llevan años fomentando los Gobiernos europeos
para desembarazarse de su responsabilidad en la aparición y expansión
de este fenómeno.
“Las mujeres no quieren hablar de lo vivido, lo más que nos cuentan
del viaje es que han sido violadas. Muchos de los niños que tienen son
frutos de esas violaciones”. Por ello, algunas los rechazan cuando los
paren.
En la orilla melillense
Son excepcionales los casos en los que una mujer ha conseguido
acceder a suelo melillense saltando la valla en estas dos décadas de
existencia. Suelen hacerlo ocultas en los bajos de los coches o en
patera, como las dos embarcaciones que han llegado en 2019 a las Islas
Chafarinas, territorio militar español a 50 kilómetros de Nador. Todas
ellas pidieron asilo por trata tras ser rescatadas por Salvamento
Marítimo, pero en cuanto se instalaron en el CETI fueron retirando las
solicitudes, y sólo dos de ellas se acogieron al periodo de reflexión de
90 días al que tienen derecho para decidir si quieren solicitar asilo
por su situación de trata y/o denunciar a sus responsables.
Las razones por las que no se acogen a este derecho son numerosas y
diversas: por temor a las represalias contra ellas o sus familias;
porque desconfían, desconocen, no les interesa o no compensa las
implicaciones de un proceso judicial; porque hay un vínculo emocional
con las personas que integran la red; porque consideran que, aunque el
coste económico puede ser abusivo, son quienes les han prestado el
servicio de traerles hasta Europa; o también, porque pagar la deuda es
una cuestión de honor para ellas y sus familias. Pero también hay una
razón de peso fundamental: las redes establecen un estrecho sistema de
vigilancia, por lo que las mujeres siempre están siendo controladas por
otros miembros de la red. Por ello, una de las personas que suelen
atenderlas cuando llegan al CETI de Melilla, sostiene: “Sería tan fácil
como preguntar quiénes van a ser las o los portavoces del grupo. En
cuanto se postulen, habría que separarles del grupo. Resulta muy fácil
saber quiénes mandan, constatar cómo todo el mundo busca con la mirada a
estas personas y esperan a que sean ellas quienes se pronuncien”.
Según nos informa el director del CETI, Carlos Montero, prácticamente
todas las mujeres subsaharianas que son trasladadas a la Península son
enviadas a centros especializados en trata con fines de explotación
sexual, pero “como les quitan el móvil cuando ingresan, se van porque
eso no les gusta”. Esa fue su explicación.
Una persona jurista especializada en esta cuestión considera que
deberían aprovecharse los dos o tres meses que están pasando en Melilla
estas mujeres para evitar que sigan en la red cuando sean trasladadas a
la Península, pero para eso necesitarían “un espacio de intimidad y
desahogo, no el CETI, donde están todas hacinadas y mezcladas”. Una
entelequia para un recinto que lleva sobrepoblado desde su puesta en
marcha en 1999. Su capacidad, según el Ministerio de Interior, es de 480
personas, aunque lo habitual suele ser que sobrepase la 900. En el
momento de nuestra visita a finales de febrero, era de más de 1300: el
30 por ciento mujeres.
Desde el pasado año, 780 hombres duermen en literas de campaña de
tres alturas –con una lona haciendo las veces de colchón–, dispuestas
dentro de dos gigantescas tiendas de campaña diseñadas para las
emergencias humanitarias. Cuando entramos en ellas, vemos cómo muchos de
ellos no tienen otra alternativa que matar tumbados en ellas las horas
muertas de los meses –y hasta más de un año– que tienen que permanecer
aquí antes de ser trasladados a la Península con una orden de expulsión
bajo el brazo. Según un mando policial consultado, “la ocupación nunca
va a bajar de 800 o 900 personas porque entonces habría que despedir a
mucha gente. Cada semana el centro tiene autorización para permitir la
salida de más de 200 personas. ¿Por qué, si no, la dirección sólo
permite el traslado a la Península de unas 50 personas?”, nos espeta.
En cualquier caso, según Elena Fernández Treviño, responsable y única
trabajadora de la Unidad de Violencia de Género del Gobierno de España
en Melilla, no hay una actuación coordinada entre las instituciones de
la ciudad con respecto a la trata, que no cuentan con pisos ni con casas
de acogida para las mujeres afectadas por esta problemática y que los
trabajadores del CETI no tienen formación específica sobre esta
cuestión. También se declara impotente para actuar en este espacio
porque su puesto depende de los Ministerios de Igualdad y Política
Territorial, mientras que el CETI depende, paradójicamente, del
Ministerio de Trabajo. Pocas evidencias mayores de que estas personas
son concebidas exclusivamente como potencial mano de obra, y el espacio
en el que son recluidas como un mecanismo de adoctrinamiento en la
actitud sumisa que deben mantener para no ser desechados, expulsados,
como desentraña en sus ensayos el investigador Eduardo Romero.
En cuanto a las presuntas víctimas de trata, según Montero, director
del CETI, éstas son trasladadas a centros en Sevilla, Córdoba, Valencia y
Bilbao, todos ellos enclaves destacados de las rutas de la trata en su
camino al resto de Europa, a través de Francia. Especialmente esta
última: “Casi todas las mujeres nos dicen que tienen un conocido en
Bilbao, que quieren ir para allí”, explican en Melilla Acoge.
En Ceuta, según varias organizaciones, la mayoría de las mujeres
subsaharianas tendrían sobrados argumentos para solicitar asilo, pero no
lo hacen porque acarrearía quedarse estancadas en esta otra ciudad
fronteriza durante meses. Esta política de castigo a los solicitantes de
asilo lleva décadas aplicándose de manera irregular en las ciudades
autónomas, pese a que ha sido condenada por el Tribunal Superior de
Justicia de Andalucía y por el Defensor del Pueblo: las personas
solicitantes de refugio tienen derecho a circular libremente por todo el
territorio del Estado español, aunque aquí no se cumpla.
Mientras, en los puertos de Málaga, Cádiz y Almería, las mujeres que
lograron llegar a la Península en patera en 2018 pasaban horas tiradas a
la intemperie en los pantalanes, sin que a menudo se cumpliera con su
derecho a ser informadas sobre qué iba a ser de ellas, ni recibiesen
atención psicológica si habían sobrevivido a un naufragio. Las presuntas
víctimas de la trata pasaban una noche tras otras tiradas en los
pantalanes durante horas, muchas después de haber sobrevivido a una de
las experiencias más traumáticas: cruzar un mar en una precaria lancha,
sabiendo que muchos habían muerto antes así, que muchos seguirán
muriendo.
Al mismo tiempo, se anunciaban y cerraban convocatorias públicas del
Gobierno de España, de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos
para subvencionar campañas de sensibilización, talleres, cursos online,
exposiciones, documentales, charlas, seminarios y películas sobre la
trata con fines de explotación sexual. Se destinaban importantes
presupuestos para diseñar e implementar protocolos, elaborar ordenanzas
municipales, crear plazas en residencias sobre la trata con fines de
explotación sexual. Sus supuestas destinatarias estaban huyendo de las
porras de los policías marroquíes en los montes del norte de Marruecos,
jugándose la vida en una patera, pariendo en una casa clandestina,
durmiendo con su vigilante de la red de trata en el CETI, temblando de
frío en las dársenas del puerto de Motril, encerradas en la sala de no
admitidos del aeropuerto de Barajas, en uno de los siete Centros de
Internamiento de Extranjeros que hay en España…
Y las que consiguen salir de la red –ya sea cuando han pagado la
deuda que les exigen, o porque han conseguido huir– lo que necesitan
para empezar a recuperarse física y psicológicamente, y empezar a
construirse una vida, es un mínimo de estabilidad: un lugar tranquilo en
el que estar, un permiso de residencia –al que supuestamente tienen
derecho por ley, pero que no siempre se les concede–, y un puesto de
trabajo. Pero para esto, las administraciones no suelen destinar
presupuesto. Quizás sea porque es más cómodo pensar, desde una visión
paternalista y salvadora, en eternas víctimas con un pasado terrible por
la prostitución, que como supervivientes de un continuum de violencias
–muchas de ellas institucionales– con todo un futuro por construir.
Porque, como dicen en Fundación Amaranta Gijón, una entidad con dos
décadas de experiencia trabajando con mujeres que sufrieron la trata, y
más de un siglo con mujeres en situación de vulnerabilidad social, la
trata no las define, es una parte de sus vidas, pero no es lo más
relevante para su recuperación: lo que necesitan son oportunidades para
alcanzar vidas autónomas.
Paradójicamente, no parece ser esta la prioridad de las
administraciones, mucho más volcadas en generar discurso contra la trata
y la prostitución que en combatir sus causas: la desigualdad, el
racismo, el colonialismo y las fronteras.
Mientras no lo hagan, las mujeres que no se resignan a las
condiciones que su contexto les ofrece seguirán buscando vías para
hackear el sistema fronterizo: así tengan que recurrir a las redes que
crearon las políticas de cierre de fronteras.
Fotos archivo AmecoPress, cedidas por Pikara y Patricia Simón
Pie de fotos: 1) La valla de Melilla. / Foto: Patricia Simón; 2) Un
cementerio en la frontera entre Marruecos y España. / Foto: Patricia
Simón; 3) Interior del CETI de Melilla. / Foto: Patricia Simón; 4) Una
mujer en el CETI de Melilla. / Foto: Patricia Simón
Política – Situación social de las mujeres –
Legislación y género – Derechos Humanos – Violencia de género – Trata –
Mujeres inmigrantes – Refugiadas; 06 de junio. 19. AmecoPress
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