La Jornada
En Guaymas, Sonora, la falla
de una válvula en una instalación de Grupo México provocó el martes
pasado el derrame de 3 mil litros de ácido sulfúrico en aguas del Mar de
Cortés. De acuerdo con voceros de la empresa y con la Administración
Portuaria Integral de la localidad, el percance fue controlado ese mismo
día y no hubo personas lesionadas.
Cabe recordar que hace cinco años Grupo México protagonizó el mayor
desastre ambiental en la historia de la industria minera en nuestro
país, cuando su mina Buenavista del Cobre derramó 40 millones de litros
de ácido sulfúrico con 700 toneladas de metales pesados en los ríos
Bacanuchi y Sonora. Las consecuencias de este incidente sobre dichos
cuerpos de agua, el ecosistema y los habitantes de la región continúan
hasta hoy porque la compañía incumplió los compromisos de saneamiento y
atención a los afectados. La negligencia con la cual conduce sus
operaciones la trasnacional dirigida por Germán Larrea Mota Velasco no
sólo ha dejado devastación ambiental, sino también humana, como ocurrió
en septiembre de 2006, cuando las malas condiciones de mantenimiento de
la mina Pasta de Conchos provocaron el colapso en uno de los túneles de
la explotación carbonífera en la cual perdieron la vida 65 mineros y
resultaron heridos 13 más.
Pese a estas reiteradas demostraciones de indolencia criminal, las
autoridades de los tres sexenios pasados no sólo no procedieron contra
el grupo empresarial y sus dirigentes, sino que se erigieron en sus
defensores de oficio e incluso en su fuerza de choque: así fue cuando el
gobierno de Felipe Calderón ordenó a más de 2 mil policías federales
ejecutar la violenta represión de los mineros que se encontraban en
huelga en Cananea, impuso por la vía judicial al sindicato propatronal y
desconoció a la legítima dirigencia gremial; en el mismo sentido actuó
la administración de Enrique Peña Nieto al permitir que integrantes del
Ejército se sumaran a los policías estatales y municipales que
irrumpieron en la mina San Martín, en Sombrerete, Zacatecas, para romper
la huelga mediante la cual los mineros exigían las elementales
condiciones de seguridad para realizar sus labores.
Esta complicidad de facto del poder político de ninguna
manera se limita al caso de Grupo México ni a las empresas del sector
minero; tampoco se inició en el pasado reciente ni se circunscribe al
ámbito mexicano. Como antecedentes históricos de compañías que debieron
ser intervenidas y desarticuladas tras cometer actos criminales que no
le serían permitidos a ninguna persona física, pero que fueron arropadas
e incluso ensalzadas por gobiernos y medios de comunicación, puede
enlistarse a las automotrices alemanas Daimler-Benz, BUM y Volkswagen,
las cuales han admitido haber usado mano de obra esclava en la Alemania
nazi; a la petrolera Standard Oil, que incluso tras la invasión de
Polonia por Adolf Hitler continuó vendiendo hidrocarburos y
contribuyendo a la investigación tecnológica de ese régimen; a la
empresa de comunicaciones International Telephone and Telegraph (hoy
AT&T), financiadora del golpe de Estado contra Salvador Allende, o a
Exxon, causante de uno de los mayores desastres ambientales de la
historia –41 millones de litros de petróleo derramados– en Alaska. Esta
enumeración dista de ser exhaustiva, y sólo incluye casos que han
llegado al conocimiento público.
La escala y la gravedad de los daños ocasionados por actos de codicia
ciega de las grandes empresas obligan a reflexionar sobre el sinsentido
de que no se les pueda imputar penalmente ni obligárseles a responder
por sus actos. En un contexto global en que las corporaciones detentan
un poder tan desmedido que sus decisiones, exentas de cualquier control
democrático, pueden afectar y destruir la vida de millones de seres
humanos, parece de obvia necesidad dotar a las sociedades de los
instrumentos legales para poner un alto a la impunidad corporativa y a
la estela de destrucción que deja a su paso.
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