Maria Teresa Priego
Cuenta el Maestro Mircea Eliade, que toda ciudad terrestre tiene su equivalente "ideal" entre las nubes.
"En el cielo", escribe él, cuando narra sus aprendizajes y sus estudios
de las religiosidades en distintas etnias. Un mago de las palabras,
Eliade. Para mí, existe una ciudad ideal y se llama Alakamanda. No corresponde a la Alakamanda
de la realidad, dado que la fui soñando –de manera tantito arbitraria,
porque es una palabra mágica– a lo largo de las experiencias, los
viajes. Los encuentros y desencuentros. Las separaciones. Las
nostalgias. Los imaginarios indispensables. Nuestros andenes reales y
metafóricos. Las realidades y los anhelos. ¿Quién sobrevive sin crearse refugios, ciudades, jardines secretos? Nuestra Alakamanda –de mi padre y mía– es una mezcla de rincones de Mérida, Villahermosa, Roma, París, San Petersburgo, Constantinopla y Palenque. Por supuesto –también– Chichen-Itzá. Como ya se imaginarán, está a orillas del mar.
Esa
playa inmensa y desértica se llama Miramar. No la de Carlota, otra
Miramar. Una en donde no hace frío. Una en donde el agua hierve y los
cangrejos corren más rápido para esconderse del sol. Perdida en la
antepenúltima curva del sureste mexicano, ese Miramar nuestro. Con
tantito que camines por Alakamanda, descubres que se
abre hacia una inmensidad inusitada. Crece por aquí, crece por allá.
Entre el trópico y los tonos ocres de una ciudad italiana, cuando es de noche. A media luz, la piazza de Campo dei Fiori
está a unas cuadras de las dunas del Sahara. Es una ciudad remotísima y
es un oasis. Se comen panetelas remojadas en polvillo caliente, sobre
todo cuando hay tormenta.
También se toma una bebida de cacao y
maíz que se llama pozol (pochotl). Se comen hartos panuchos con cebolla
rosada. Y todas las familias escarban y comen con aplicación el "queso
de bola" holandés (que llegaba por barco a Yucatán, Campeche y Quintana
Roo y luego a Tabasco por tierra), hasta vaciarlo, para preparar uno de
los más ricos guisos de la cocina yucateca. Un guiso de fiesta: el queso
relleno. "Niños, no han limpiado el queso y la comida es mañana", dicen
las mamás en Alakamanda.
En las esquinas hay
frescos de Pompeya. Más allá están el Grijalva, el Sena, el Bósforo. Sus
aguas se encuentran. Las aguas de todos los ríos y de todos los mares
de alguna manera se encuentran. Basta con leer las memorias de infancia
de los amantes de las aguas para saberlo con certeza.
Cada quien tiene su Alakamanda. Las geografías fragmentadas que se reúnen en un mapa íntimo.
La ciudad está llena de librerías en cantidades de lenguas. Hasta en gíglico. También se hablan lenguas imaginarias y las personas logran comprenderse entre sí. Son lenguas muy apreciadas por su naturaleza libertaria y catártica. Se ven pasar unicornios, elefantes, cebras, y jirafas muy alegres y conversando entre ellos. También me cuentan que dinosaurios. Lo de los dinosaurios no sé si creerlo. Por expansivas que sean las ciudades imaginarias, ¿cómo cabrían con esos cuerpos tan grandes? Ya ven que a las personas luego les da por exagerar.
Por todos lados se pasean lagartos bondadosos y sabios. Sus sabidurías
gozan de tremendo prestigio. Han vivido largo. No es poco común mirar
que un/a niña/o detenga a alguno y le diga: "Dígame usted, don Lagarto,
¿qué opina de la existencia de Plutón?" Es una ciudad en la que las/los
niñas/os toman la mano de su papá y sienten que son los más fuertes de
todos los territorios descubiertos y por descubrir. Saben –tomados de
esa mano– que existe, puede existir un cierto orden en el mundo
interior. Pero que hay que caminar mucho para encontrarlo y encontrarlo y
encontrarlo. Con los ojos y los oídos muy abiertos. Como en el poema de
Kavafis: "El viaje a Ìtaca".
En ninguna de las lenguas de Alakamanda
–y, como les dije, son muchísimas– existen las palabras: "dogma",
"castigo", "autoritarismo", "sometimiento", "chantaje", "violencia",
"crueldad".
No hay amos en Alakamanda. No existe
allí la voluntad de dominio. Ni la injusticia. Ni la desigualdad,
Tampoco se conocen las palabras "desamor", "desamparo", "abandono",
"traición". Nunca han sido necesarias. La vegetación es magnífica.
Florecen los maculís y los girasoles. Las aves del paraíso y las
cactáceas. Las palmeras y los pinos de los bosques que en otras geografías
son helados. Aquí no. La temperatura se acomoda a cada piel. Hay una
cantidad insensata de salas de cine. Bicicletas, lanchitas y tranvías.
Desde allí, cuando una persona agita su mano y saluda a un habitante de
la tierra, el/la terrícola sabe que a esa persona la piensa y es
pensada/o por ella. "Ven de visita", dice el/la habitante de Alakamanda. Y una llega, con sólo desearlo con una verdadera intensidad.
Hoy –en Alakamanda ya es de noche– Ofra Haza canta Kaddish. Desde la pirámide más alta de Palenque,
desde la más alta de Chichen-Itzá. La canta en honor a las generaciones
y generaciones de papás que ya no están en esta tierra. En honor a mi
papá que hace quince días viajó hacia allá. Hoy por la mañana mi papá
leyó –justamente– "El viaje a Ítaca", regó sus plantitas y salió a
tomarse un café con su perro Nohoch en el –para nosotros en el Villahermosa de antaño– legendario café de don Loncho. Las vidas paralelas son una realidad. Científica. Alakamanda
está llena de buzones, oficinas postales, timbres (muy lindos). Va y
viene la correspondencia. Evidente que no hay internet. Le voy a
escribir a mi papá para preguntarle ese asunto de los dinosaurios. Nunca los vi pasar, pero les digo que me juran que se bañan en los ríos de Alakamanda y comen hierbitas, haciendo ruido cuando mastican. ¿Será verdad? Ya ven que a las personas les da tanto por inventar.
Ofra Haza canta Kaddish.
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