Laura Lecuona
Las feministas llevamos tiempo pidiendo a las congresistas que nos nos presten oídos. Llevamos tiempo queriendo hablarles, a ellas y a otras mujeres que desempeñan cargos públicos o están en puestos de toma de decisiones, sobre algunas preocupaciones muy grandes que tenemos, a saber, el borrado jurídico de las mujeres, los peligros de la autodeclaración del sexo registral y la desaparición de los derechos de las mujeres basados en el sexo. Esto ha ocurrido, no sólo en México sino en todo el mundo, de manera subrepticia, a escondidas, por debajo de la mesa, en lo oscurito, lejos de los reflectores y del obligatorio debate de cara a la sociedad, mediante la maniobra de sustituir la categoría de “sexo” por la de “identidad de género” o “género” en leyes y en documentos oficiales, como el acta de nacimiento. Hemos observado la experiencia en otros países y queremos evitar que en México se siga cometiendo ese mismo error.
Para mí este día es una gran oportunidad de expresar ante algunas diputadas y la prensa unas preocupaciones. Unas preocupaciones compartidas por miles y miles de mujeres en México y alrededor del mundo, feministas o no, que son poco escuchadas. Pero hoy están ustedes aquí y voy a hablar de eso. Imposible desaprovecharlo.
¿Por qué esas mujeres, esas preocupaciones, son, somos, poco escuchadas? Porque hay gente que no quiere que hablemos. Pero no es cualquier gente: es gente con poder. Hay un intento activo de callarnos. Callarnos incluso con violencia; más de una mujer aquí presente lo ha vivido. Matando varios pájaros de un tiro nos niegan la libertad de expresión y la de asociación, cometen contra nosotras violencia política, violencia económica, violencia digital, y no contentos con eso nos amenazan con violencia física y con atentar contra nuestra integridad personal. Muchas veces, y esto hay que subrayarlo, con la complacencia e incluso complicidad de algunas instituciones… y también, y lo digo con profunda tristeza, el apoyo incondicional de muchas mujeres.
Cabe sospechar que la virulencia contra nosotras es proporcional a la importancia del debate público que queremos promover y avivar. La virulencia de quienes se nos oponen es proporcional al miedo que les da que sus mentiras queden expuestas.
Porque su postura se basa en mentiras. Mentiras y chantajes.
Para empezar, lo que nosotras promovemos, y que nos parece más urgente que nunca, no es, como ellos dicen, un debate sobre el derecho de ciertas personas a existir. No. Nosotras, un grupo importante de feministas radicales y también un grupo creciente de mujeres que no necesariamente se consideran feministas, promovemos un debate de cara al público sobre los peligros de una agenda política internacional que simula defender los derechos de unas cuantas personas cuando en realidad lo que pretende es acabar con los derechos de 51 por ciento de la humanidad.
promovemos un debate de cara al público sobre los peligros de una agenda política internacional que simula defender los derechos de unas cuantas personas cuando en realidad lo que pretende es acabar con los derechos de 51 por ciento de la humanidad.
Lo que nosotras planteamos no es un discurso “antiderechos”. Todo lo contrario. Las feministas que estamos en pie de lucha contra los peligros y las mentiras de la identidad de género lo hacemos porque nos preocupa cómo, con el pretexto tramposo de que tenemos que ser empáticas e incluyentes, se están desmantelando los derechos de las mujeres y las niñas basados en el sexo.
Porque tengámoslo claro: los derechos de las mujeres se basan en el sexo, no en la identidad, en la personalidad, en lo que cada quien piense sobre sí misma. En México antes de 1953 a las mujeres se les negaba el derecho al voto no por cómo se sintieran, cómo se llamaran a sí mismas o cómo se vistieran, sino porque eran mujeres. Y todo mundo sabe qué es una mujer. Pretender que no se sabe y que tenemos que definirlo es una descarada maniobra de distracción. Y es también un acto de poder. La historia de siempre: los hombres definiendo lo que es una mujer. Y no sólo lo que es una mujer, sino lo que tiene que pensar, dónde tiene que estar y a quién tiene que rendirle pleitesía.
Quienes quieren negarnos a las mujeres nuestro derecho a la libertad de asociación saben perfectamente qué es una mujer. Saben cuál es el sexo que sale perdiendo y cuál es el sexo que sale ganando cuando, por ejemplo, desaparece de las actas de nacimiento el dato del sexo y se pone “género”. Saben quiénes salen perdiendo cuando los baños de mujeres se convierten en baños “para todos los géneros”. Saben quiénes salen perdiendo cuando a las madres dejan de decirles madres y les dicen “personas gestantes”. Saben quiénes salen perdiendo cuando a las niñas rebeldes les dicen que sus gustos en juegos y ropa indican que en realidad son niños.
Cuando los talibanes deciden que las niñas no pueden asistir a la escuela, saben muy bien quién es una niña y quién es un niño. Cuando unos activistas dicen defender el derecho de “las infancias” a que “se reconozca su identidad de género”, también saben muy bien cuál “infancia” tiene más probabilidades de ser vendida y convertida en esclava sexual.
Cuando los talibanes deciden que las niñas no pueden asistir a la escuela, saben muy bien quién es una niña y quién es un niño.
Las mujeres que insistimos en que esto se hable, se debata racionalmente, se analice, se piense, no negamos la libertad de creencia de otras personas y por supuesto rechazamos que se discrimine a unas personas por su apariencia, o que se les niegue trabajo, acceso a la salud, vivienda digna.
Pero para garantizarles esos derechos no se necesita que el mundo entero adopte un conjunto de creencias más bien esotéricas y que en las leyes se consagre el concepto de “identidad de género”. Las feministas que después de la Conferencia Mundial sobre la Mujer que tuvo lugar en Beijing en 1995 popularizaron el concepto de “género”, lo usaban para distinguir conceptualmente entre el sexo y los roles estereotipados que se nos imponen de acuerdo con el sexo. Una frase que se atribuye a la historiadora Gerda Lerner, autora del libro La creación del patriarcado, ilustra muy bien esta diferencia: “El sexo hace posible que las mujeres tengan hijos. El género asegura que sean ellas quienes tengan que cuidarlos”.
Los derechos de las mujeres se basan en el sexo, y uno de esos derechos es poder vivir libres de las imposiciones sociales de eso que unas llaman “género”. El sexo es inmutable, pero el género se puede y se debe abolir.
Un diputado local, Jorge Gaviño, del Partido de la Revolución Democrática, creyó haber dado con una solución definitiva que permitiría acabar con unas discusiones que él califica de “bizantinas” cuando en septiembre de 2021 propuso al Congreso de la Ciudad de México una iniciativa para eliminar la casilla de “sexo” en las actas de nacimiento: “Qué objeto jurídico tiene, qué nos da más derecho, ser de un género femenino o de un género masculino en un acta de nacimiento”. Como tantos otros de su mismo sexo, Gaviño finge ignorar que no es lo mismo ser hombre que ser mujer. Pero claro que no da lo mismo. Las mujeres encarceladas que tienen que convivir con unos hombres que se dicen mujeres, las deportistas que ven arrebatadas sus medallas por la descarada trampa de poner a unos hombres en su categoría, los millones de mujeres que han sufrido violencia machista, las que han sentido en su cuerpo la fuerza del golpe de un puño masculino, las adolescentes que desearían ser hombres para escapar de sexualización de sus cuerpos, las familias de las víctimas de feminicidio… Todas ellas saben que de ninguna manera da lo mismo. En particular, para efectos del derecho a una vida libre de violencia, no da lo mismo ser hombre que mujer.
La violencia masculina contra las mujeres no desaparece por arte de magia fingiendo que los hombres son materialmente indistinguibles de las mujeres o que el sexo es intrascendente; en cambio, omitir el dato de cuál es el sexo del perpetrador y cuál el de la víctima vuelve imposible registrarla y combatirla.
Dice la iniciativa de Gaviño, buen ejemplo de la creencia, tan común en nuestros días, de que “sexo” significa algo a medio camino entre personalidad y manera de vestir:
“Lo que se propone […] es eliminar de las actas de nacimiento la parte correspondiente al sexo de las personas registradas, esto es en virtud de que se trata de uno de los atributos de la personalidad y cada persona es libre de imponerse el género que mejor satisfaga sus necesidades. Con esto se pretende darle mayor protección a todas las personas cuando se lleve a cabo su registro de nacimiento en la oficialía del registro civil y con ello se garantice toda la protección de los derechos humanos de los individuos […]. Cada persona y su familia son libres de determinar el sexo que quieren llevar socialmente, incluso y médicamente también es posible hacerlo y existen en el mundo miles de personas que han tomado la decisión de cambiarse de sexo quirúrgicamente y han tenido que pasar por infinidad de tramites legales, administrativos y burocráticos para lograr ser reconocidos como quieren aparecer ante la sociedad” (las cursivas son mías).
Ay ay ay. ¿Por dónde empezar?
Hay tanto que criticar en este tipo de iniciativas y tanto que informarles a los diputados que creen que el sexo puede cambiar y que las mujeres quedan protegidas y no todo lo contrario cuando se estipula que todo mundo debe hacer como si creyera que algunos hombres son mujeres.
Sobre todo, la pregunta que más me intriga es: ¿cuál será el género que mejor satisface la necesidad de parir sin violencia obstétrica? ¿Con cuánta antelación tendrá que imponerse ese género una mujer embarazada para llegar al parto bien preparada?
Pero es difícil criticar esa clase de iniciativas tan deficientes y las peregrinas teorías que las sustentan. Hablar de estos temas está virtualmente prohibido.
La experiencia, que quizá muchas de ustedes conozcan, con el foro Aclaraciones Necesarias sobre las Categorías Sexo y Género, organizado por el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM, lo ilustra.
Desde que se supo quiénes participarían: Angélica de la Peña, Alda Facio, Marcela Lagarde, Andrea Medina, Amelia Valcárcel y Aimée Vega, unos activistas se movilizaron para tratar de impedir que se llevara a cabo. Decidieron de antemano que lo que estas seis mujeres tuvieran que decir sobre esas dos categorías centrales hoy día en el feminismo sería un discurso de odio. Acusaron de transfobia, que es su movida más común. Parece una tontería, pero la estrategia les trae muchas satisfacciones.
Es como cuando en Europa en el siglo XVII se gritaba “¡Bruja!” y el testimonio del acusador era prueba suficiente para quemar en leña verde a la supuesta bruja en cuestión. Hoy alguien grita “¡Transfobia!” y otros dan por buena la versión del acusador y proceden a hacer lo que éste dice y manda. “¡Transfobia!, no quiero que se presente ese libro”. “¡Transfobia!, no quiero que sigas dándole trabajo a esa mujer”. “¡Transfobia!, no quiero que le permitas hablar”.
Escribe Frank Donovan en su libro Historia de la brujería: “Hubo acusaciones y pruebas que enviaron a miles de supuestas brujas a la tortura y a la muerte, que provenían de niños. En su mayor parte, estos jovencitos eran los hijos, u otros parientes de corta edad, de las personas sospechosas, a los cuales amedrentaban los inquisidores para que prestaran declaración contra sus mayores. Pero muchos juicios famosos se originaron por las acusaciones deliberadas que hacían los hijos sin presiones de fuera, por motivos diversos. Algunos de estos jovencitos vieron cómo gritando ‘bruja’ se salvaban del castigo por mala conducta; si estaban embrujados no eran responsables de su mal comportamiento. Otros, probablemente, eran patológicamente histéricos y estaban alucinados con la idea de que los habían embrujado. En la mayoría de los casos, los niños parece que perpetraron su nefanda travesura para ‘desquitarse’ de sus mayores o porque gozaban con la atención y excitación que ocasionaban. Una de las niñas de Salem, cuyas travesuras trajeron como consecuencia la muerte de veintidós personas, admitió más tarde: ‘Alguna diversión teníamos que tener’”.
Pienso en esos niños que de pronto tuvieron ese gran poder en sus manos, el poder de si la mujer que les caía mal vivía o moría, cuando veo a estos tiktokeros y activistas que no quieren que las mujeres nos reunamos sin presencia de hombres a hablar de los problemas que en una sociedad patriarcal nos aquejan a nosotras pero no a ellos. Pienso en la niña que alguna diversión tenía que tener y en sus compañeros de juegos cuando veo a las hordas de internautas acusarnos, a mujeres que podríamos ser sus madres, de “terf”, “tránsfobas”, “transodiantes”, “nazis” o “instrumentos de la extrema derecha”.
El problema es que el mundo actúa como si los deseos de estos niños traviesos y los inquisidores que los azuzan fuera palabra divina. Son los profetas del dios del género y, como diría José Alfredo Jiménez, su palabra es la ley. Ay de quien se atreva a llevarles la contraria.
Esto es por lo menos curioso en una democracia y en espacios que se suponen plurales, y en 2023.
La novedad con el foro del CEIICH fue que el director del centro y las participantes, admirablemente, no se dejaron amedrentar, y el foro, a pesar de los intentos de cancelación, tuvo lugar de manera virtual en marzo de 2022. Entonces los activistas fueron a protestar a Ciudad Universitaria. Exigían que desapareciera de YouTube la grabación del foro y pedían la cabeza de los responsables. Su protesta no tuvo nada de pacífica. Al representante del rector de la UNAM que bajó a hablar con ellos le gritaron, desgañitándose, “¿A quién quieres que te mate?”, lo tiraron al suelo, le quitaron los zapatos… y el hombre fue a dar al hospital. ¿Hablaron de esto los periódicos? ¿Emitió un comunicado la UNAM? ¿Se juzgó a los responsables? No, no y no. Animal Político, por ejemplo, lo que hizo fue avalar la versión falsa de que se trató de un “foro transfóbico”. De la violencia de la protesta nadie dijo nada. Pero por suerte quedó un registro de lo que pasó.
Hay en torno a estos temas muchas confusiones, muchas veces deliberadas. Es normal que la gente no entienda de buenas a primeras y es normal que tenga preguntas.
Lo que con frecuencia las legisladoras y las mujeres en puestos de toma de decisiones votan o deciden sin tener toda la información que se necesita. Ya sea por miedo, porque así se lo ordenó el partido o porque no han tenido tiempo de profundizar en el tema y optan por creer las mentiras que los otros les cuentan, votan a favor de iniciativas que son un balazo en el pie. Pasó aquí mismo hace dos días. En una movida similar a la que proponía Gaviño y alimentada por las mismas confusiones y por la misma ignorancia, el pleno de la Cámara de Diputados votó mayoritariamente a favor de eliminar en las actas de nacimiento el dato material, objetivo, trascendente, verificable del sexo y sustituirlo por el dato subjetivo, intrascendente, inverificable y oscuro del “género”. No puedo expresar lo lamentable que es que la legislatura de la paridad, producto de la lucha de las mujeres por nuestros derechos políticos, esté, por ignorancia, por omisión o por comisión, promoviendo leyes que terminan acabando con nuestros derechos políticos, entre ellos la paridad.
Escribí este libro para esas diputadas; para ayudarlas a entender a lo que se enfrentan, y también para que el público conozca los argumentos de un lado y del otro y pueda sacar sus propias conclusiones.
Hay algo más que quisiera abordar antes de despedirnos. Es a lo mejor eso que en inglés llaman “the elephant in the room”, el elefante en la sala, el tema incómodo que todo mundo tiene presente pero nadie quiere tocar. El tema es: ¿Por qué yo, que estoy a favor de la libertad reproductiva de las mujeres y que admiro y divulgo el pensamiento feminista radical, acepto la amable invitación a hablar sobre mi libro que me hace una mujer que no en todo piensa igual que yo?
Hay varias razones. La primera es esa palabra clave. Una palabra que empieza con M y que unos quisieran eliminar del diccionario.
Mujer. La invitación me la hace una mujer. Una vez oí a esa mujer contar parte de su historia, y es una historia que se repite en las vidas de las mujeres aunque se encuentren en extremos opuestos del globo y en extremos opuestos de la política.
Janice Raymond, feminista radical lesbiana abolicionista, la primera en escribir sobre los peligros que representaba el transgenerismo para los derechos de las mujeres, escribió en la introducción a la reedición de su libro The Transsexual Empire (1979) publicada en 1994:
“[Las fantasías de los hombres sobre sentirse mujeres atrapadas en cuerpos de hombres] se basan en la imaginación masculina, no en ninguna realidad femenina. Es esta realidad de ser mujer lo que el mujer quirúrgicamente construido no posee, no porque las mujeres contengan de manera innata alguna esencia de feminidad, sino porque esos hombres no han tenido que vivir en un cuerpo de mujer con toda la historia que eso entraña. Es esa historia lo que es básico a la realidad femenina, y sí, la historia se basa hasta cierto punto en la biología femenina”.
Las mujeres compartimos una biología, por supuesto, pero también una historia. Y esta historia empieza mucho antes de que decidamos ser madres o no, mucho antes de nuestras primeras lecturas sobre feminismo, mucho antes de nuestra primera relación amorosa, mucho antes de que nos afiliemos a un partido político o nos mantengamos, como hago yo, al margen de los partidos, o, como hace el feminismo, por encima de ellos.
Pero además esta mujer, a pesar de nuestras indudables diferencias, estuvo dispuesta a escuchar.
Las mujeres compartimos una biología, por supuesto, pero también una historia. Y esta historia empieza mucho antes de que decidamos ser madres o no, mucho antes de nuestras primeras lecturas sobre feminismo,
A diferencia de unas que se dicen feministas y bajita la mano justifican despliegues de violencia masculina, como la que vivió América Rangel hace unas semanas, el día que unos hombres envalentonados irrumpieron en el Palacio Legislativo de Donceles con propósitos declaradamente violentos, a diferencia de estas feministas de dientes para afuera que se ponen del lado de los agresores de mujeres y no de las mujeres, yo me pongo, siempre, del lado de las mujeres. No me importa que no piensen igual que yo.
Y en este momento de la historia, aquí y ahora, es urgente que las mujeres busquemos la unión y, más allá de las diferencias, subrayemos las coincidencias.
La feminista radical Andrea Dworkin, que luchó con tenacidad en contra de la prostitución y la pornografía (cuando además la pornografía no era ni de lejos la fuente de violencia que es ahora y la prostitución no era un negocio trasnacional), dijo estas palabras:
“El feminismo es la práctica política de combatir la supremacía masculina en nombre de las mujeres como clase, entre ellas todas las mujeres que te caen mal, todas las mujeres con las que no quieres juntarte, todas las mujeres que eran tus mejores amigas pero ya no quieres ver ni en pintura. No importa quiénes sean esas mujeres en lo individual. Son igual de vulnerables a la violación, a los golpes, y al abuso sexual infantil cuando son niñas. Las mujeres más pobres son más vulnerables a la prostitución, que es básicamente una forma de explotación sexual intolerable en una sociedad igualitaria, que es la sociedad por la que estamos luchando”.
Por si alguien lo dudara, defiendo un feminismo para todas las mujeres, incluso, oh herejía, para las mujeres que no piensan como yo… como si yo dictara lo que las mujeres tienen que pensar. No, eso de dictar lo que tienen que pensar los demás es lo que hacen el transgenerismo y sus representantes. Yo, por el contrario, como feminista y librepensadora, defiendo el pensamiento crítico y me interesa que la gente escuche a las diferentes partes de un debate para llegar a sus propias conclusiones. Y como defensora de los derechos de las mujeres sumamente preocupada por la embestida que representa para estos derechos la doctrina de la identidad de género y la idea rarísima de que para garantizar los derechos humanos de las mujeres hay que abrir a unos hombres la categoría de mujer, quiero llamar a la unión entre nosotras.
El enemigo nos quiere desunidas y enemistadas. No le demos gusto.
* Versión abreviada de mi discurso en la Cámara de Diputados de México el 16 de marzo de 2023 con motivo de la presentación de mi libro Cuando lo trans no es transgresor. Mentiras y peligros de la identidad de género (edición de autora, informes y pedidos en disentirnoesodio@gmail.com), organizada por la diputada Teresa Castell, del Partido Acción Nacional, e impulsada por Paulina Mendoza Castillo, del grupo Mujeres Incidiendo, a quienes reitero mi agradecimiento.
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