2/21/2011

Poder fáctico



México en Wikileaks

Pedro Miguel

Ni el gobierno de Estados Unidos, su Departamento de Estado o su representación diplomática ubicada en Paseo de la Reforma 305, Distrito Federal, figuran una sola vez en la Constitución de México. Nada dice ese texto –ni ninguna otra pieza de cuantas conforman la legislación mexicana– acerca de las facultades de Washington o su embajada en el diseño de nuestra política exterior, el manejo de las transiciones sexenales, la proclamación desde el Air Force One de presidentes electos, el fortalecimiento de los que salen débiles y con la legitimidad enlodada o la coadyuvancia en la imposición de agendas de gobierno. Por ejemplo.

Uno no se imagina, de verdad, que los constituyentes de Querétaro tuvieran en mente la escena: un remoto sucesor de Henry Lane Wilson –cuyo ingrato recuerdo aún estaba fresco por aquel entonces– ayudando a un señor a encaramarse a una presidencia en parte comprada por la mafia empresarial, en parte heredada por Fox y en parte robada a la voluntad ciudadana. Cosas veredes.

Olvídense de Televisa, de Bimbo o del cártel del Pacífico: para poderes fácticos, los que ostenta en nuestro país el gobierno del vecino del norte: más que una anomalía, una distorsión permanente, creciente y exasperante, de la letra y el espíritu de las leyes mexicanas; un poder que impone la política económica, coordina la política de seguridad pública (en esta circunstancia, la seguridad nacional ya ni viene al caso, porque no queda nada que asegurar), orienta la política exterior y modula la política a secas.

Los ideólogos del régimen son devotos de la literalidad legal cuando se trata de castigar a luchadores sociales o, peor, a delincuentes llanos; la ley fuga es dura, pero es la ley, podrían decir, a la hora de aplicarla a esa incuantificable pero vasta porción demográfica a la que uno de ellos caracterizó genéricamente como hijos de puta; pero se muestran jurídicoflexibles si el punto es acomodarse a los poderes fácticos que usan corbata: banqueros, consorcios mediáticos, gobernantes no propiamente emanados de la soberanía popular o, el más evidente de ellos, el Ejecutivo del país vecino.

Un presidente de la Suprema Corte de cuyo nombre nadie quiere acordarse juró defender la Constitución y, pocos años más tarde, traicionó ese propósito con el argumento de que la Carta Magna está escrita con las patas. Pero el problema no es de estilo, sino de voluntad: fea o bonita, la Constitución ha sido convertida en un objeto decorativo para el despacho de los altos funcionarios.

Así como Calderón advirtió a la superioridad que se vería obligado a hablar mal en público de la política estadunidense contra los migrantes –aunque estuviera de acuerdo con ella–, cualquier miembro prominente de la clase política pondría el grito en el cielo si se le sondeara sobre la pertinencia de plasmar, en el texto constitucional, la figura de un poder supremo situado por encima del Ejecutivo federal, el Congreso de la Unión y el Poder Legislativo: el gobierno de Washington.

La simulación podrá seguir, pero la realidad es ésta: la Casa Blanca y el Capitolio son elementos centrales del ejercicio del poder político en nuestro país. Y quieren serlo más, como lo indica en estos días el que los funcionarios estadunidenses, cuando se proponen hablar de México, emiten unos ruidos que recuerdan el que hacen los tanques de guerra cuando calientan motores. ¿Alguien no lo sabía? Se trata de la voz última del poder fáctico.

Esta nota con vínculos a los cables

Los cables sobre México en WikiLeaks

Sitio especial de La Jornada sobre WikiLeaks

EU: el negocio de la violencia

Editorial La Jornada
El sábado pasado la Cámara de Representantes de Estados Unidos rechazó, por voto mayoritario, la concesión de fondos para medidas de emergencia orientadas a combatir el tráfico de armas de fuego hacia México. Los legisladores se negaron, en concreto, a establecer una regulación que obligara a los comerciantes de armamento en los estados fronterizos con nuestro país a informar sobre compras de dos o más rifles de asalto por una misma persona.

Resulta inevitable relacionar esa decisión con las declaraciones alarmadas y alarmantes formuladas en semanas y días recientes por diversos funcionarios del país vecino acerca de la descontrolada violencia que sacude al territorio nacional. No han faltado, en tales declaraciones, la evocación de escenarios de intervención militar directa por parte de Washington en México, ni los regaños insolentes –tolerados, por desgracia, por las autoridades nacionales– tras el condenable ataque que sufrieron hace unos días, en la carretera que va de San Luis Potosí a Monterrey, dos integrantes del servicio estadunidense de Aduanas, uno de los cuales resultó muerto.

Resulta incoherente, por decir lo menos, que la cúpula política del país vecino se exaspere ante el auge, ciertamente estremecedor, del poder de fuego de las organizaciones criminales que operan en México y que no haga nada por impedir el armamentismo de esas mismas organizaciones.

No es éste el único ejemplo de la ambigüedad mostrada por Estados Unidos ante el baño de sangre, el descontrol y la disolución institucional que padece México. En este trágico escenario, otras claves del conflicto están en manos de Washington, por ejemplo, la falta de voluntad efectiva del gobierno estadunidense para frenar la demanda de drogas ilícitas. Otra es su empecinamiento en promover, al sur de la frontera binacional, soluciones de fuerza contra el narcotráfico que han probado su ineficacia y su condición de generadoras de violencia adicional y exponencial; la tercera es la tolerancia al lavado de dinero en los circuitos financieros de la economía estadunidense, a la cual ingresan anualmente decenas o cientos de miles de millones de dólares provenientes de las utilidades del trasiego de estupefacientes ilícitos.

Por lo que hace al tráfico de armas, es claro que la violencia en México constituye, por atroz que resulte, una excelente oportunidad de negocio para la industria armamentista del país vecino, y que la escalada de la delincuencia y la pérdida de control territorial por parte del gobierno federal representan, para los fabricantes y vendedores de armas de fuego, un mercado al que no están dispuestos a renunciar. A fin de cuentas, los muertos –más de 30 mil, en lo que va de la prersente administración– son, casi todos, mexicanos.

Desde esta perspectiva, acaso la incoherencia declarativa sea sólo aparente, y el recrudecimiento de la guerra declarada por el actual gobierno mexicano represente un objetivo deseable para los intereses empresariales y geopolíticos de la superpotencia, la cual, en la era de Obama, mantiene hacia el exterior un comportamiento más bien característico del gobierno de George W. Bush.

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