Editorial La Jornada.
para distribuir la riqueza, primero hay que generarla. Pero, si se atiende a los datos presentados ayer por el Banco de México (BdeM), es inevitable concluir que una porción importante de la abundancia que se genera en nuestro país no sólo no se distribuye a los estratos más bajos de la pirámide social, sino que ni siquiera permanece en la economía nacional: de acuerdo con el organismo, durante 2010 se registró una salida de capitales equivalente a 31 mil 113 millones de dólares, la mayoría de los cuales –20 mil 758.4 millones de dólares– fueron colocados por empresas y particulares mexicanos en cuentas bancarias en el extranjero, y el resto se destinó a inversiones. La cantidad supera en 79 por ciento la transferencia de recursos al exterior registrada en 2009 y representa casi el doble del ingreso de divisas por inversión extranjera directa (IED) durante el año pasado, que fue de 17 mil 726 millones de dólares.
El voluminoso monto de capital que se fugó
del país durante 2010 no parece atribuible sólo al incremento en la participación de empresas e inversiones mexicanas –ya sea en número como en monto de las operaciones– fuera del territorio nacional. Es claro, en cambio, que en este fenómeno pueden estar incidiendo otros factores, desde el paroxismo de violencia que se vive en la República hasta la desconfianza que suscita la incierta recuperación de la economía nacional tras la crisis de 2009. En cualquier caso, si se toma en cuenta que de enero de 2007 a diciembre de 2010 –es decir, durante los cuatro primeros años de la gestión de Felipe Calderón– las transferencias de personas y empresas mexicanas a bancos del exterior sumaron unos 58 mil millones de dólares –equivalente a más de la mitad del monto de la reserva internacional de divisas al cierre del año pasado–, es inevitable ver en esto una tendencia sostenida y creciente.
Los datos comentados han de contrastarse con el tenue repunte anual –de 0.12 por ciento– que mostraron los ingresos por las remesas de los connacionales que viven y laboran en el exterior: durante 2010, ese rubro representó al país una entrada de divisas por 21 mil 271 millones de dólares –es decir, un monto superior a la IED–, según datos del propio BdeM. Ello da cuenta de una circunstancia paradójica, pues mientras que los migrantes mexicanos –en su mayoría, víctimas de la actual política económica– constituyen una de las principales fuentes de ingresos del país, los empresarios nacionales –supuestamente encargados de invertir en México– contribuyen a su descapitalización.
No puede escapar al análisis el hecho de que en el país persiste, para los segundos, un trato de privilegio que se ve reflejado en estímulos, subsidios, deducciones, créditos y diferimientos de diversa índole en el pago de impuestos, mientras que los ciudadanos comunes padecen una política de encarnizamiento fiscal aplicada y profundizada por las últimas administraciones, incluida la actual. El año pasado, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público estimó que esos apoyos implicarían un sacrificio
de más de 200 mil millones de pesos para las finanzas públicas a lo largo de 2010. Pese a ello, los datos del BdeM ponen en relieve que un sector del empresariado nacional optó por sacar sus recursos de la economía nacional, no invertirlos en ella.
A la luz de estas consideraciones, ciertamente contradictorias y preocupantes, hoy más que nunca resulta imperativo demandar al gobierno federal que emprenda un viraje en el manejo de las finanzas públicas, que deje de orientarlas al beneficio de los grandes capitales y que las ponga al servicio del bienestar de la mayoría de la población, pues parece que se está apoyando al bando equivocado. Por elemental sentido de nación, los encargados del manejo político y económico del país tendrían que ver la implementación de mecanismos de redistribución de la riqueza y la reactivación de la economía y el mercado internos como los mejores antídotos para contrarrestar la dependencia y las debilidades estructurales de la economía nacional.
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