Una cifra de entre 60 mil y 100 mil personas participaron en el foro, lo que en sí mismo es una cifra notable. Para lograr un evento así, el FSM requiere de movimientos sociales locales fuertes (que existen en Senegal) y un gobierno que al menos tolere las sesiones del foro. El gobierno senegalés de Abdoulaye Wade estuvo dispuesto a tolerar
la celebración del FSM, aunque apenas unos meses antes se retractó de la asistencia financiera que había prometido y la recortó en tres cuartas partes.
Pero luego vinieron los levantamientos tunecino y egipcio y al gobierno le dio susto. ¿Qué tal si la presencia del FSM inspira un levantamiento semejante en Senegal? El gobierno no podía cancelar el evento, no con la asistencia de Lula de Brasil, Morales de Bolivia y numerosos presidentes africanos. Así que hizo lo más que pudo hacer para sabotear el foro. Despidió al rector de la principal universidad donde se iba a celebrar, cuatro días antes de la inauguración, e instaló a un nuevo rector que de inmediato revirtió la decisión del rector previo de suspender las clases durante el FSM para que hubiera salones de juntas disponibles.
El resultado es que hubo un caos organizativo por lo menos los dos primeros días. Al final, el nuevo rector permitió el uso de 40 de los más de 170 salones requeridos. Con imaginación, los organizadores alzaron tiendas de campaña por todo el campus universitario, y las reuniones procedieron a pesar del sabotaje.
¿Tenía razón el gobierno senegalés en tenerle tanto miedo al FSM? El mismo FSM debatió qué tan relevante era el foro para los levantamientos populares en el mundo árabe y en otras partes, que eran llevados a cabo por gente que tal vez nunca hubiera oído hablar del FSM. La respuesta que dieron los asistentes refleja una división de mucho tiempo entre sus filas. Hubo aquéllos que sienten que 10 años de reuniones del FSM han contribuido significativamente a socavar la legitimidad de la globalización neoliberal, y que el mensaje había penetrado en todas partes. Y hubo otros que sintieron que los levantamientos mostraban que la política de la transformación está en otros lados y no pasa por el FSM.
Yo mismo descubrí dos cosas sorprendentes de la reunión realizada en Dakar. La primera es que casi nadie mencionó el Foro Económico Mundial en Davos. Cuando se fundó en 2001, el FSM se fundó como un foro contra Davos. Para 2011, Davos se ve como algo políticamente sin importancia para los presentes, que simplemente lo ignoraron.
La segunda fue el grado en que todos los presentes notaron la interconexión de todos los asuntos que se discutían. En 2001, el FSM estuvo preocupado primordialmente por las consecuencias económicas negativas del neoliberalismo. Pero en cada una de las reuniones posteriores el FSM fue añadiendo otras preocupaciones –el género, el ambiente (en particular el cambio climático), el racismo, la salud, los derechos de los pueblos indígenas, las luchas laborales, los derechos humanos, el acceso al agua, los alimentos y la disponibilidad de energía. Y de pronto en Dakar, sin importar el tema de la sesión, se pusieron de manifiesto las conexiones con otras preocupaciones. Éste, me parece, ha sido uno de los grandes logros del FSM –abrazar más y más preocupaciones y hacer que todo el mundo vea sus interconexiones íntimas.
Hubo sin embargo una queja subyacente entre quienes asistieron. La gente dijo, correctamente, que todos sabemos contra qué estamos, pero que deberíamos expresar con mayor claridad en favor de qué estamos. Esto es lo que podemos contribuir a la revolución egipcia y a las otras que van a ocurrir en todas partes.
El problema es que se mantiene una diferencia sin resolver entre quienes quieren otro mundo. Hay quienes creen que lo que el mundo necesita es más desarrollo, más modernización, y por lo tanto una más equitativa distribución de los recursos. Y hay otros que consideran que el desarrollo y la modernización son la maldición civilizatoria del capitalismo y que tenemos que repensar las premisas culturales básicas para un mundo futuro, algo a lo que llaman cambio civilizatorio.
Quienes llaman a un cambio civilizatorio lo hacen bajo variados paraguas. Están los movimientos indígenas del continente americano (y de otras partes) que dicen que quieren un mundo basado en lo que los latinoamericanos llaman el buen vivir
–esencialmente un mundo basado en buenos valores, uno que requiere bajarle la velocidad al crecimiento económico ilimitado que, dicen, un planeta tan pequeño no puede sustentar.
Si los movimientos indígenas centran sus demandas en torno a la autonomía con el fin de controlar los derechos agrarios de sus comunidades, están los movimientos urbanos de otras partes del mundo que enfatizan modos en los cuales el crecimiento ilimitado está conduciendo al desastre climático y a nuevas pandemias. Y están los movimientos feministas que subrayan el vínculo entre las demandas de crecimiento ilimitado y el mantenimiento del patriarcado.
Este debate en torno a una crisis civilizatoria
tiene grandes implicaciones para el tipo de acción política que uno respalda y el tipo de papel que los partidos de izquierda en busca del poder del Estado jugarían en la transformación del mundo que está en discusión. Esto no se resolverá con facilidad. Pero es un debate crucial de la década siguiente. Si la izquierda no puede resolver sus diferencias sobre este asunto crucial, entonces el colapso de la economía-mundo capitalista podría conducir al triunfo de la derecha mundial y a la construcción de un sistema-mundo peor del que existe ahora.
Hasta el momento, todos los ojos están puestos en el mundo árabe y en el grado en que los heroicos esfuerzos del pueblo egipcio podrán transformar la política por todo el mundo árabe. Pero las brasas para tales levantamientos existen en todas partes, aun en las regiones más ricas del mundo. Para el momento, tenemos justificado ser semioptimistas.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein
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