Sarkozy y Calderón. La política por encima de la cultura.
Olga Pellicer
MÉXICO, D.F., 21 de febrero.- La crisis diplomática entre Francia y México es un episodio lamentable cuyo trasfondo se encuentra en la debilidad interna y externa del presidente galo y en la falta de legitimidad del sistema de justicia mexicano. Ambas circunstancias abonaron el terreno para convertir un diferendo de orden jurídico en un conflicto político de mayores proporciones. Ahora los presidentes de ambos países están atrapados en un callejón sin salida del que quizá sólo salgan cuando terminen sus respectivos mandatos.
Es evidente la desmesura de la posición del presidente Sarkozy al querer llevar a sus últimas consecuencias el asunto de Florence Cassez, convirtiéndola en mártir o heroína a la que pretende rendir homenaje en los eventos culturales que el gobierno mexicano iba a presentar en Francia. La única reacción posible por parte de México –en donde Cassez es una delincuente condenada por secuestro– es suspender el largamente preparado “Año de México en París”. Se pierde, así, la oportunidad de que México pudiese contrarrestar, a través de la cultura, la muy mala imagen que proyectan en los medios de comunicación franceses numerosos reportajes sobre crímenes, crueldad, impunidad y caos que imperan en diversas ciudades de nuestro país.
Al momento de escribir estas líneas parece imposible que la situación se pueda revertir. Ni el presidente Sarkozy cejará en su propósito de mantener con alta visibilidad la defensa de Cassez, ni el gobierno mexicano puede aceptar, bajo esas condiciones, realizar el programa de actividades culturales previsto. En este caso, la política se coloca muy por encima de los lazos culturales que tradicionalmente han existido entre los dos países.
Al atribuirle tanta importancia al caso Cassez, Sarkozy espera dividendos políticos. Se presenta ante la opinión pública francesa como defensor encarnizado de sus compatriotas en el extranjero y, cabe subrayarlo, obtiene respaldo. Prueba de lo último es la posición asumida sobre este tema en las filas de la oposición; por ejemplo, el Partido Socialista ha hecho suyo el discurso del presidente a favor del regreso de Cassez.
Sarkozy necesita esos apoyos porque su popularidad va a la baja y otros aspectos de su política exterior han sido muy desafortunados. Bajo la presidencia de Sarkozy, Francia está lejos de tener un lugar de prestigio en asuntos internacionales, a pesar del empeño con que, durante los primeros años de su mandato, quiso posicionarse como estrella del escenario mundial.
Dos ejemplos vienen a la mente para ilustrar los desaciertos de la actual política exterior francesa. El caso de Túnez y el abandono de Haití. La movilización popular tunecina, origen de la épica revuelta en los países árabes que ha llevado a la caída de dos dictadores y está haciendo temblar todos los regímenes represivos de la región, tuvo una lectura muy equivocada por parte del gobierno francés. La juventud árabe no olvidará que, en el momento álgido de la revuelta, la ministra de Asuntos Exteriores, Michelle Alliot-Marie, ofreció al depuesto mandatario tunecino, Ben Alí, la cooperación de las fuerzas de seguridad francesas para “garantizar la estabilidad” de un régimen que se encontraba en vías de derrocamiento popular.
En el Caribe, no se pierde de vista la distancia entre el entusiasmo con que Sarkozy prometió millones de euros a los haitianos sumidos en la tragedia acelerada por el terremoto y la contribución que efectivamente se ha dado para la reconstrucción de ese país. Poco o nada se ha materializado de la ayuda económica prometida y mucho se ha desprestigiado la diplomacia francesa por el escaso interés en evitar la llegada a Haití del exdictador Duvalier, procedente de Francia, o en contribuir a la legitimidad de las elecciones presidenciales cuya segunda vuelta tendrá lugar el 20 de marzo.
En las circunstancias anteriores, Sarkozy encuentra en la defensa de Cassez un instrumento útil para quedar bien ante una opinión pública escéptica frente a su política exterior, pero lista a aceptar como válida la versión según la cual México es un país donde no se ejerce la justicia.
Desde la perspectiva de México, no se puede descuidar que, si partimos de un riguroso apego al principio del debido proceso, hay circunstancias suficientes para afirmar que éste no funcionó adecuadamente en el caso de Florence Cassez. El montaje que se hizo de su detención para satisfacer los intereses mediáticos de García Luna es suficiente para poner en duda la seriedad y el rigor de todo el sistema de justicia mexicano. Si a ello sumamos el deterioro notable de la imagen de México como un país en el que, además de imperar la violencia, reinan la impunidad y la corrupción, el escenario está listo para que la ciudadanía francesa se sienta agraviada porque se retiene a su compatriota en una cárcel mexicana.
En la actual crisis diplomática se conjugan pues, de manera perversa, las debilidades de Sarkozy y los males de México. Quienes habíamos confiado en la posibilidad de la diversificación hacia Europa de las relaciones exteriores de México, entrando por Francia; quienes nos sentimos muy cerca de ese país porque allá hicimos nuestros postgrados y desde allí entramos al mundo infinito de la cultura occidental, nos sentimos muy apesadumbrados por el rumbo que han tomado las relaciones franco-mexicanas. Éstas reflejan actualmente el choque irremediable entre la desmesura y la culpa.
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