Un cuerpo lleno de cicatrices acercó a la cubana Yasmín Silvia Portales al feminismo, a cuestionarse la lógica de la belleza y la feminidad.
Cuando
conocí el blog de Yasmín Silvia Portales Machado, primero me emocioné
mucho por haber encontrado a una mujer que fuera crítica con el sistema
cubano desde el compromiso feminista y marxista. Mi siguiente emoción
fue una gran curiosidad al ver en su foto de perfil que lleva velo. Mi
hipótesis absurda era que tal vez simbolizase su adscripción a algún
tipo de corriente o religión africanista.
Nos escribimos durante meses y, cuando llegué a La Habana, me invitó a comer en su casa con su familia. Vi que tiene la piel del rostro y de buena parte del cuerpo quemada. Una parte de mí se dijo: “Ah, se pone velo para taparse las quemaduras”. La otra parte de mí no se quedó satisfecha con esa suposición.
Le puse el corto ‘Hiyab’, sobre una adolescente musulmana a la que la orientadora del instituto le presiona para que se quite el velo. Nos dimos la razón en que el feminismo debe defender, también en este tema, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y a vestir como les de la gana. Fue casualidad, no le puse el corto con ánimo de sacar el tema, pero aproveché la coyuntura para preguntarle a bocajarro: “¿Y tú por qué llevas velo?” “Pues porque me da la gana”, zanjó firme pero sonriente. No insistí. Después de compartir durante un mes muchos buenos momentos juntas, aproveché el rol de periodista para volver a las andadas. Abajo tenéis la respuesta.
¿El feminismo te ayudó a aceptar tu cuerpo?
Fue mi cuerpo el que me llevó al feminismo, porque es un cuerpo lleno de cicatrices. Me llevó a cuestionarme la lógica de la belleza y de la feminidad. En secundaria, me hacía muchas preguntas acerca de cómo nos educaron a las mujeres. Me preguntaba si yo podía ser mujer siendo tan fea, porque sabía que los hombres podían ser feos, pero las mujeres no.
Recuerdo la obsesión de mi madre por la cirugía estética después del accidente. Era la década de los noventa, tan precaria económicamente, y mi madre se gastaba todo lo que no tenía en garantizarme la cirugía estética. Cuando llegué a la adolescencia entendí que no podía competir en términos de belleza con el resto de mis compañeras. Me enfrentaba a una triple discriminación: por mujer, negra y fea, que en la adolescencia es una discriminación seria. Lo que me queda era ser la mejor de la clase.
Cuando yo llegué al feminismo de forma consciente, ya era adulta, entre otras cosas porque había aprendido a vivir en mi cuerpo. La gente me preguntaba si no me iba a hacer más cirugía y yo ya tenía mi respuesta: “Esta es mi cara, esta soy yo, no quiero volver a cambiar”. Pero no me sentía bonita. Me sentía segura de mi misma, me sentía libre, pa’ que tú veas. Porque como de todas formas no iba a ser bonita, podía ser lo que yo quisiera y vestirme como me daba la gana. Me di cuenta después de que eso es algo envidiable, que muchas querían sentirse libres de ser bonitas. Eso me ahorró tiempo: el que las otras dedicaban a estar bonitas, yo lo invertía en pensar, leer, preguntarme cosas.
Me imagino que todo esto también me ayudó a no juzgar a las mujeres por el exterior. Me di cuenta después, leyendo a feministas, de que no soy la única a la que le costó trabajo. Con 21 o 22 años, me di cuenta de que podía mirar a las mujeres y a los hombres sin esperar nada de su belleza, ni a favor ni en contra. Una tiene ojos en la cara, disfruta de la belleza, pero no puede pensar que hay algo detrás. Funcionó, porque veía un rostro que no era lindo todas las mañanas, y el fantasma me acompañaba. Eso no significa que no haya estado libre de complejos. No usé trusa (bañador) de dos piezas hasta los veintipico años, y fue por la presión de la precariedad, porque no tenía dinero para uno de una pieza. Luego descubrí que no había problema, que la gente no me miraba.
¿Y eso de llevar velo?
Empezó en Ecuador [donde estudió una maestría de feminismo], porque en Quito hay un nivel alto de radiación solar y mi piel es muy sensible. Empecé a usar pañuelos para protegerme de ese sol que quema, que no es como el del trópico. Cuando regresé, me quedó la costumbre. Y la gente me preguntaba si me había convertido. Me preguntaban si me había casado con un árabe. Lo dejé de usar en 2010, pero cuando nació el niño me pareció cómodo para darle pecho sin sentirme expuesta.
Luego lo seguí vistiendo porque me daba gracia; se convirtió en un ejercicio de etnografía fascinante: cómo la gente me miraba, me cedía el asiento, miraba con violencia a los hombres que me acompañaban… Un día, en el ómnibus, la gente empezó a mirar con muy mala cara a mi padre porque asumían que él era el malvado que obligaba a la pobre chica musulmana a llevar velo. Desde hace un año, se asocia con la primavera árabe. Hubo gente que me preguntaba: “¿Estás diciendo con el velo que eres algo de la primavera árabe?” Y yo decía: “Puede ser”. “¿Y estás con el Gobierno o con el pueblo?” “Siempre con el pueblo”. “Así pasó de ser el ejercicio etnográfico de desmontar cómo se visten las mujeres en Cuba, al ejercicio político de apoyar algo que me parece hermoso, algo en lo que las mujeres también están. Y de ahí devino el ejercicio político de decir: “me visto como me da la gana”.
¿Pasas de la feminidad, o eres femenina a tu manera?
No puedo pasar de la feminidad, porque mi identidad de género es femenina. Ahora puedo decir con palabras que mi feminidad no es ortodoxa. Está atravesada por el marxismo, la bisexualidad, la realidad religiosa singular que tenemos en Cuba, el calor, la precariedad material que no me permite elegir cómo vestirme… Es una feminidad, vamos a llamarle, crítica. Me satisface mucho, porque la he construido de a poco. Creo que equilibra de manera bastante razonable mis necesidades orgánicas, intelectuales, y de resistencia al discurso de que para ser mujer hay que tener las uñas largas y pintadas, hacerse la pedicura, arreglarse el pelo, maquillarse todas las mañanas…
Ni en los momentos más rabiosos de pubertad pensé que hiciera falta maquillarse a diario para ser mujer. Yo miraba la historia y pensaba: ¿acaso las cubanas que en el siglo XIX iban a sacrificarse por la patria habían dejado de ser mujeres?
Es una feminidad que nos satisface a mí y a mi esposo, que es lo importante. La mayor parte del tiempo yo trato de estar abierta a descubrimientos estéticos. Es una feminidad muy sexualizada, la verdad. En mi sexualidad soy un poquito falocéntrica, tengo que admitirlo, pero no me da vergüenza. No soy linda, pero soy atractiva. Ahora lo sé.
Eres atractiva, pero además tus rasgos son lindos…
Sí, pero… Ahg…
Tienes ojos bonitos, las pestañas…
Y tengo la nariz perfilada, lo cuál en Cuba es muy valioso. A lo mejor es que todo esto es discurso y en realidad no superé el trauma. Yo qué sé. Pero es que tampoco me interesa ser bonita, porque me suena a atadura. ¿Quién marca ese modelo? Cuando yo era pequeña, me metía el dedo en la nariz y mi madre me decía que no hiciera eso, que se me iba a ensanchar. Y pretendía que eso me asustara. Yo tenía suerte de ser una niña mestiza que había heredado los genes de su abuela blanca de ojos azules y tenía la suerte de tener la nariz fina. Es terrible, porque ese marco de la herencia está obviamente racializado. Por eso no me gusta la palabra “bonita”, porque tiene todas esas implicaciones de las que no puedo deshacerme. No creo que sea bonita, y además no quiero serlo.
Nos escribimos durante meses y, cuando llegué a La Habana, me invitó a comer en su casa con su familia. Vi que tiene la piel del rostro y de buena parte del cuerpo quemada. Una parte de mí se dijo: “Ah, se pone velo para taparse las quemaduras”. La otra parte de mí no se quedó satisfecha con esa suposición.
Le puse el corto ‘Hiyab’, sobre una adolescente musulmana a la que la orientadora del instituto le presiona para que se quite el velo. Nos dimos la razón en que el feminismo debe defender, también en este tema, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y a vestir como les de la gana. Fue casualidad, no le puse el corto con ánimo de sacar el tema, pero aproveché la coyuntura para preguntarle a bocajarro: “¿Y tú por qué llevas velo?” “Pues porque me da la gana”, zanjó firme pero sonriente. No insistí. Después de compartir durante un mes muchos buenos momentos juntas, aproveché el rol de periodista para volver a las andadas. Abajo tenéis la respuesta.
El feminismo debe defender el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y a vestir como les de la gana
Yasmín -con su velo, su piel quemada, su inteligencia, su espíritu
crítico, su humor ácido, la foto de su boda con Rogelio (ella con velo
blanco de novia como Dios manda) colgada en ese mismo blog en el que se
declara bisexual- desafía nuestra rigidez mental, nuestra necesidad
pueril pero irreprimible de señalar con el dedo lo diferente, de
etiquetar, de pretender entenderlo todo. Después de un mes compartiendo
muchos buenos momentos, tenía ganas de escucharle hablar sobre su
cuerpo, pero ya no por la curiosidad inicial, sino porque intuía un
relato fascinante.¿El feminismo te ayudó a aceptar tu cuerpo?
Fue mi cuerpo el que me llevó al feminismo, porque es un cuerpo lleno de cicatrices. Me llevó a cuestionarme la lógica de la belleza y de la feminidad. En secundaria, me hacía muchas preguntas acerca de cómo nos educaron a las mujeres. Me preguntaba si yo podía ser mujer siendo tan fea, porque sabía que los hombres podían ser feos, pero las mujeres no.
Recuerdo la obsesión de mi madre por la cirugía estética después del accidente. Era la década de los noventa, tan precaria económicamente, y mi madre se gastaba todo lo que no tenía en garantizarme la cirugía estética. Cuando llegué a la adolescencia entendí que no podía competir en términos de belleza con el resto de mis compañeras. Me enfrentaba a una triple discriminación: por mujer, negra y fea, que en la adolescencia es una discriminación seria. Lo que me queda era ser la mejor de la clase.
Cuando yo llegué al feminismo de forma consciente, ya era adulta, entre otras cosas porque había aprendido a vivir en mi cuerpo. La gente me preguntaba si no me iba a hacer más cirugía y yo ya tenía mi respuesta: “Esta es mi cara, esta soy yo, no quiero volver a cambiar”. Pero no me sentía bonita. Me sentía segura de mi misma, me sentía libre, pa’ que tú veas. Porque como de todas formas no iba a ser bonita, podía ser lo que yo quisiera y vestirme como me daba la gana. Me di cuenta después de que eso es algo envidiable, que muchas querían sentirse libres de ser bonitas. Eso me ahorró tiempo: el que las otras dedicaban a estar bonitas, yo lo invertía en pensar, leer, preguntarme cosas.
“Me enfrentaba a una triple discriminación: por mujer, negra y fea, que en la adolescencia es una discriminación seria”
Tal vez mi feminismo empezó por preguntarme qué era ser femenina, en
esa época en la que coqueteaba con la heterosexualidad tradicional. Me
sorprendió mucho cuando hombres profundamente atractivos se me
acercaban en la universidad. Era una escuela de teatro: ahí estaban las
actrices y las bailarinas, disponibles y simpáticas. Pero algunos se
interesaban por mí. Eso me hizo ruido en el sistema.Me imagino que todo esto también me ayudó a no juzgar a las mujeres por el exterior. Me di cuenta después, leyendo a feministas, de que no soy la única a la que le costó trabajo. Con 21 o 22 años, me di cuenta de que podía mirar a las mujeres y a los hombres sin esperar nada de su belleza, ni a favor ni en contra. Una tiene ojos en la cara, disfruta de la belleza, pero no puede pensar que hay algo detrás. Funcionó, porque veía un rostro que no era lindo todas las mañanas, y el fantasma me acompañaba. Eso no significa que no haya estado libre de complejos. No usé trusa (bañador) de dos piezas hasta los veintipico años, y fue por la presión de la precariedad, porque no tenía dinero para uno de una pieza. Luego descubrí que no había problema, que la gente no me miraba.
¿Y eso de llevar velo?
Empezó en Ecuador [donde estudió una maestría de feminismo], porque en Quito hay un nivel alto de radiación solar y mi piel es muy sensible. Empecé a usar pañuelos para protegerme de ese sol que quema, que no es como el del trópico. Cuando regresé, me quedó la costumbre. Y la gente me preguntaba si me había convertido. Me preguntaban si me había casado con un árabe. Lo dejé de usar en 2010, pero cuando nació el niño me pareció cómodo para darle pecho sin sentirme expuesta.
Luego lo seguí vistiendo porque me daba gracia; se convirtió en un ejercicio de etnografía fascinante: cómo la gente me miraba, me cedía el asiento, miraba con violencia a los hombres que me acompañaban… Un día, en el ómnibus, la gente empezó a mirar con muy mala cara a mi padre porque asumían que él era el malvado que obligaba a la pobre chica musulmana a llevar velo. Desde hace un año, se asocia con la primavera árabe. Hubo gente que me preguntaba: “¿Estás diciendo con el velo que eres algo de la primavera árabe?” Y yo decía: “Puede ser”. “¿Y estás con el Gobierno o con el pueblo?” “Siempre con el pueblo”. “Así pasó de ser el ejercicio etnográfico de desmontar cómo se visten las mujeres en Cuba, al ejercicio político de apoyar algo que me parece hermoso, algo en lo que las mujeres también están. Y de ahí devino el ejercicio político de decir: “me visto como me da la gana”.
“Mi feminidad no es ortodoxa. Está atravesada por
el marxismo, la bisexualidad, la realidad religiosa singular que
tenemos en Cuba, el calor, la precariedad material que no me permite
elegir cómo vestirme…”
La gente me cuestiona por ser feminista y llevar velo, una prenda
que se considera símbolo de opresión femenina. Hubo gente que me
preguntó: “¿Tú te convertiste?”. “No. ¿Y si me hubiera convertido?”
“Pues me hubiera preocupado mucho, porque en los países árabes venden a
las mujeres”. ¡Pero si yo estoy aquí! Es del todo absurdo. Se convirtió
en un ejercicio de desmontar la lógica del poder. Usar velo no
significa que estar sometida a alguien o a algo. Yo soy feminista y
visto como me da la gana, por eso uso velo. Es rico. Y práctico. No hay
que peinarse todas las mañanas.¿Pasas de la feminidad, o eres femenina a tu manera?
No puedo pasar de la feminidad, porque mi identidad de género es femenina. Ahora puedo decir con palabras que mi feminidad no es ortodoxa. Está atravesada por el marxismo, la bisexualidad, la realidad religiosa singular que tenemos en Cuba, el calor, la precariedad material que no me permite elegir cómo vestirme… Es una feminidad, vamos a llamarle, crítica. Me satisface mucho, porque la he construido de a poco. Creo que equilibra de manera bastante razonable mis necesidades orgánicas, intelectuales, y de resistencia al discurso de que para ser mujer hay que tener las uñas largas y pintadas, hacerse la pedicura, arreglarse el pelo, maquillarse todas las mañanas…
Ni en los momentos más rabiosos de pubertad pensé que hiciera falta maquillarse a diario para ser mujer. Yo miraba la historia y pensaba: ¿acaso las cubanas que en el siglo XIX iban a sacrificarse por la patria habían dejado de ser mujeres?
Es una feminidad que nos satisface a mí y a mi esposo, que es lo importante. La mayor parte del tiempo yo trato de estar abierta a descubrimientos estéticos. Es una feminidad muy sexualizada, la verdad. En mi sexualidad soy un poquito falocéntrica, tengo que admitirlo, pero no me da vergüenza. No soy linda, pero soy atractiva. Ahora lo sé.
Eres atractiva, pero además tus rasgos son lindos…
Sí, pero… Ahg…
Tienes ojos bonitos, las pestañas…
Y tengo la nariz perfilada, lo cuál en Cuba es muy valioso. A lo mejor es que todo esto es discurso y en realidad no superé el trauma. Yo qué sé. Pero es que tampoco me interesa ser bonita, porque me suena a atadura. ¿Quién marca ese modelo? Cuando yo era pequeña, me metía el dedo en la nariz y mi madre me decía que no hiciera eso, que se me iba a ensanchar. Y pretendía que eso me asustara. Yo tenía suerte de ser una niña mestiza que había heredado los genes de su abuela blanca de ojos azules y tenía la suerte de tener la nariz fina. Es terrible, porque ese marco de la herencia está obviamente racializado. Por eso no me gusta la palabra “bonita”, porque tiene todas esas implicaciones de las que no puedo deshacerme. No creo que sea bonita, y además no quiero serlo.
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