QUINTO PODER
Por: Argentina Casanova*
Cuando
vivir se hace la mejor forma de resistencia, las indígenas hacen la
mejor de todas las luchas; las mujeres que el sistema y todos los
discursos insisten en invisibilizar, en hacer prescindibles, son ellas
las que sostienen las otras resistencias que desde el soberbio mundo de
las revoluciones patriarcales se niegan a reconocer.
¿Puede la cotidiana sobrevivencia con trabajos pagados miserablemente
como lavar ropa, freír donas, bordar y tejer hasta el punto de acabarse
la vista, ser una forma de resistencia que a diario miles de mexicanas
mantienen? ¿Puede acaso desde un sistema indiferente a la vida de las
mujeres reconocerlo?
O al menos, ¿pueden los medios alternativos, las miradas feministas,
los discursos periféricos empezar a mirar y reconocer en esa lucha una
forma de resistencia que las mujeres ofrecen en solitario y sin
aspavientos?
Son ellas las que sostienen a las y los hijos, los mandan a la escuela
solas porque son madres de hijos de padres irresponsables como el
sistema que alienta una masculinidad de procreación con matrimonio o
concubinatos, que al final terminan por ser responsabilidad sólo de las
mujeres.
Ahí está la lucha, ahí hay un esfuerzo, una resistencia para no ser
oprimidas, ni al sistema capitalista ni al sistema patriarcal, ni al
sistema político mexicano que tiende a borrarlo, a exterminarlo todo lo
que suene a pobre, indígena o moreno.
“La madre”, de Máximo Gorki, es considerada una novela de la
Revolución, una historia que reúne todos y muchos de los elementos de
la vida de las mexicanas, especialmente de las indígenas que han
construido una forma de resistencia que las institucionalidades, el
discurso hegemónico, y por supuesto el sistema patriarcal se niegan a
reconocer.
Incluso se nos ocurre que ahí están pasivas, receptoras, y no pasa muy
seguido por nuestra lectura que sean mujeres en resistencia, mujeres
que construyen una lucha comunitaria; lo hacen manteniéndose,
sosteniendo sus comunidades y al mismo tiempo garantizando que sus
hijas e hijos sobrevivan, que vayan a la escuela, que aprendan, que
estudien y sean mujeres y hombres con más oportunidades.
Es que puede haber otra forma de resistencia más subversiva que ésta, vivir y sobrevivir en tiempos de guerra.
En tiempos en los que los hijos pueden morir a manos del crimen
organizado, a manos de un Estado represor, o a manos de quienes las y
los desaparecen.
Ahí está Alejandra, la compañera trabajadora del hogar que fue
asesinada en la colonia Narvarte, con jornadas intensas y cansadas para
sostener una familia. Ahí están las mujeres mayas de Felipe Carrillo
Puerto, en Quintana Roo; las choles de Calakmul, las mayas de
Hopelchén, y seguramente las hay en muchos lugares más.
Carrillo Puerto, pueblo de resistencia histórica en el que hoy las
mujeres nos miran a los ojos y hablan de sus “fortalezas” desde su
realidad, la de un pueblo que han intentado doblegar una y otra vez,
uno de los últimos bastiones de la lucha de guerra de castas del pueblo
maya.
Son ellas, las que bordan sus ropas con colores brillantes y vivos, las
que hablan de sus cuatro o cinco hijos, las mayores de nueve o 12 hijos
que crecieron solas porque los compañeros se fueron. Las dejan solas
criando a los hijos de este país patriarcal y feminicida, violento con
ellas y con sus hijas.
Son las mujeres que, como en otros pueblos, pelean por el derecho al
agua, por la tierra aunque no se les reconoce el derecho a ésta; pelean
por el alimento y por las escuelas; pelean porque es lo único que han
aprendido a hacer, a pelear para sobrevivir. Y aun así los discursos
hegemónicos no las reconocen como el pilar de todas las resistencias en
un país en el que las causas se abandonan.
Las batallas de las mujeres en los municipios donde la población
indígena de la zona maya es idéntica en cada región, en cada pueblo;
mujeres que sostienen a sus familias al lavar ropa, coser y bordar,
moler semillas, cargar atados de leña –porque son fuertes, muy
fuertes–, y lo mismo cargan en un brazo a la niña o el niño que a la
madera recolectada, y que les permitirá tener un poco de pan en la mesa.
¿Y ésa no es resistencia? Están ahí como una defensa viva. Hablan su
lengua originaria sin interrumpirla por el ansia del español, visten
sus ropas y resisten.
Son sus cuerpos el espacio y el territorio de la lucha, es el sistema
que doblega los discursos, las inercias, la invisibilidad, la
indiferencia y el no reconocerlas como pieza de las resistencias contra
quienes sostienen la batalla diaria, en la que no ceden ni milímetros,
en la que se mantienen firmes.
Cuidan el territorio habitándolo, preservan la lengua con su hablar,
son la resistencia de las resistencias en una dimensión que pocas veces
se nos revela, a la que hay que mirar y escuchar sin el prejuicio de
las construcciones occidentales y coloniales que nos insisten en que
son ellas víctimas pasivas, y no lo que se nos revela en su lucha: son
base de otras y de muchas resistencias vivas y futuras.
*Integrante de la Red Nacional de Periodistas y del Observatorio de Feminicidio en Campeche.
CIMACFoto: Anayeli García Martínez. Cimacnoticias | México, DF.-
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