A la memoria de Nadia Dominique, Olivia Alejandra,
Yesenia Atziry y Milé Virginia.
A la entereza de Mirtha Luz.
Yesenia Atziry y Milé Virginia.
A la entereza de Mirtha Luz.
Nuestras distintas miradas
El pensador y artista británico John
Berger lo dibuja con enorme claridad. En sus estudios sobre las formas
en que nos miramos como personas, particularmente en Ways of Seeing (Formas de ver),
Berger ha observado que, en nuestras sociedades contemporáneas, no es
lo mismo mirar a un hombre que mirar a una mujer. Si un hombre aparece,
miramos en él lo que nos puede hacer o lo que nos puede dar. Si una
mujer aparece, miramos en ella lo que podemos o lo que no podemos
hacerle (Berger, 1990: 45-46). En nuestra interpretación de lo dicho
por Berger, calculamos, medimos, hacemos cuentas y nos acomodamos para
sobrevivir. Si se trata de un hombre, tendrá nuestro miedo, nuestro
respeto en función de lo que él tenga. Si se trata de una mujer, no
tendrá nada. Pensaremos o sentiremos lo que tenemos para ella y haremos
cálculos sobre qué tanto puede permitirnos hacerle. Si el hombre no
tiene nada y no puede lastimarnos ni beneficiarnos, decidiremos si lo
despreciamos o lo ignoramos. A la mujer la despreciaremos o la
ignoraremos en automático. El miedo o el respeto que ella nos infunda
dependerá de lo que diga o haga… tal vez.
Esta diferencia fundamental que ha
observado Berger está construida cultural, política, social y
económicamente sobre nuestras percepciones y marca nuestra postura
frente al mundo. “Perspectiva de género”, dirán los feminismos.
“Correlación de fuerzas”, pensarán los machismos. A la ofensiva, ellos,
midiéndose en su arena de combate contra hombres y mujeres. A la
defensiva, elllas, también contra hombres y mujeres pero, sobre todo,
contra ellas mismas, contra nosotras mismas y en una arena que no
diseñamos porque nuestra masa muscular no sueña cada noche con vivir en
guerra. De ese modo, las mujeres parecemos destinadas a medir todos
nuestros actos en función de la imagen que se espera que proyectemos
para satisfacer la mirada de otros y de otras, de preferencia, sin
incomodar esa mirada hasta un punto tal en que se nos vaya la vida.
Entender esta perspectiva diferenciada para hombres y mujeres, una que
espera recibir algo bueno o algo malo y otra que simplemente espera
hacer daño si se dan las condiciones necesarias para hacerlo, ayuda a
pensar cómo se han ido definiendo nuestras diferencias fabricadas en el
mundo patriarcal que habitamos, ése que hoy atraviesa su fase
capitalista.
Un análisis aparte merecen las niñas y
los niños dentro de esas sociedades capitalistas. Al no inscribirse en
el esquema de combate de quienes nos pueden hacer algo, nos pueden
ofrecer algo o se pueden defender de algo que podemos hacerles, niñas y
niños son vistos más bien como seres inacabados que no merecen siquiera
el tratamiento que se “concede” a las mujeres.
Si profundizamos nuestra reflexión
sobre lo que explica Berger respecto de nuestras miradas, veremos que
no todos los hombres se ajustan a ese esquema de respeto y miedo
determinado por el género. En un sistema de dominación capitalista
encabezado por hombres blancos, adultos y adinerados, también serán
vistos de otra manera, o incluso invisibilizados, aquéllos que no se
ajusten a la métrica que calcula el poder de un hombre en función de su
color de piel, su edad y sus cuentas bancarias. De ahí el sostén de
muchos racismos, de todos los desprecios y de tantas xenofobias. Visto
así, también habrá mujeres temidas o respetadas a primera vista. Serán
pocas, pero las habrá. Una de ellas posee una fortuna obscena, vive en
el Reino Unido y se llama Isabel.
Surgen varias dudas después de leer ese
análisis de Berger. ¿Cómo queremos que nos miren? ¿Cómo queremos mirar
a otras y otros? ¿Por qué nos importa tanto esa mirada? ¿Por qué esa
obsesión con el miedo o el respeto? ¿Para qué? Mientras la
Antropología, la Sociología y la Biología responden esas dudas, los
mecanismos de funcionamiento económico mundial, y más puntualmente el
sistema capitalista dominante en nuestro planeta, han encontrado en la
importancia de esa mirada diferenciada un campo altamente redituable en
su proyecto de mercantilización humana.
Este análisis de nuestras miradas hecho
por Berger se publicó en 1972, partiendo del mundo del arte y la
fotografía y cuando la imagen como categoría de juicio contra un ser
humano comenzaba a tener una importancia destacada en el mundo del
entretenimiento, la publicidad y los medios masivos de comunicación.
Sin embargo, en treinta o cuarenta años, muchas cosas han cambiado. Los
prototipos y estereotipos de belleza occidental fabricados a
conveniencia de la industria de la moda y dictados desde algún penthouse
en Europa y los Estados Unidos no sólo persisten sino que han
encontrado un catalizador formidable en la tecnología informática. El
fundamento de nuestras miradas diferenciadas se sostiene, pero la
importancia que se le da a nuestra imagen en las sociedades
capitalistas crece cada día. Basta con recordar la génesis del Libro de
Rostros o Facebook para corroborar estos dos hechos. El
exitoso futuro de la idea de Mark Zuckerberg quedó trazado desde su
primera noche en el lujosocampus de Cambridge de la
Universidad de Harvard, cuando unos alumnos tuvieron acceso a las
fotografías de unas alumnas (incluida la novia de Zuckerberg) y
pudieron intercambiar en la red sus calificaciones al físico de sus
compañeras. Se tecnologizó, así, el ofensivo y humillante jueguito de
nuestros compañeros de la secundaria en los años setenta que pegaban
cartulinas en el pizarrón de clases durante el recreo para que, al
volver del descanso, las mujeres del grupo nos viéramos calificadas
públicamente por nuestra apariencia. Y sin importar nunca la de ellos,
claro, ésa que no habría llegado al menos uno.
¿Úsense y tírense? No necesariamente
Muchas violencias en los sistemas
capitalistas están relacionadas con el desprecio a la vida, a lo que
vive, a lo que palpita. Como bien lo ha explicado la teórica feminista
Silvia Federici, lo que produce vida debe ser convertido en lo que
produce ganancias. De ahí la apropiación salvaje que busca el
capitalismo de los cuerpos femeninos y de la tierra, así como el
control del cuerpo de las mujeres como un instrumento para la
acumulación (véase Federici, 2010). Y como las normas de comportamiento
del sistema capitalista chocan de frente con los ímpetus libertarios,
también tenemos violencias contra la homosexualidad, la juventud, la
creación, el pensamiento, el arte. Pero la mayoría de las violencias
capitalistas encajan sus raíces en su basamento patriarcal y están
relacionadas con el sexo, con las satisfacciones o con las
frustraciones que éste genera en lo más profundo de nuestros cuerpos y
nuestras mentes, con la prohibición de su disfrute en todas las
religiones y con el terror a la vagina dentada que aún no superamos
como sociedades primitivas.
La violencia de género y las respuestas
que recibe esa violencia han ido modificándose en las últimas décadas.
A pesar de que en todo el mundo se tiene trabajo feminista organizado,
la violencia contra las mujeres crece exponencialmente porque crece
exponencialmente la violencia en todos los ámbitos y contra todos los
seres humanos, hombres y mujeres. Vivimos dentro de un conflicto
estructural en el que somos arrasadas como uno de los grupos humanos
más vulnerables en esa guerra generalizada, y sin importar que seamos
la mitad de la población. Aunque proliferan los tratados
internacionales en materia de derechos para mujeres, niños y niñas, sus
resultados no son los esperados. Ninguno de esos tratados funciona a
cabalidad porque todos viven la contradicción de haber surgido en
entornos institucionales que no tienen planeado suicidarse. En un país
como México, por ejemplo, acatar verdaderamente las disposiciones de
una alerta de género en cualquier estado equivaldría a desmantelar los
pactos económicos y políticos que mantienen la maquinaria capitalista
funcionando. Eso no va a ocurrir. Y por si fuera poco, esa maquinaria
ha descubierto maneras para respetar la tradición milenaria de usarnos
y tirarnos, pero con mayores ganancias.
En el análisis de cómo respondemos las
mujeres a esa mirada que nos agrede en cualquier parte, sirven como
herramientas en esta reflexión los procesos del tratamiento moderno que
se da a las mercancías que pueden ser útiles después del uso y antes
del desecho, por lo que no deben desaprovecharse. Las tres “erres”, les
llaman: reducir, reutilizar, reciclar. No se trata ya del “úsense y
tírense” que desperdicia los desechos. Se trata de formas política,
social y hasta ecológicamente aceptadas que nos envuelven en una
vorágine de sinsentidos que, por un lado, en espacios amplios,
desmoronan nuestra autoestima y, por otro, en espacios reducidos,
desarticulan nuestras luchas y ya ni siquiera necesitan
obstaculizarlas, como ocurría en las últimas décadas del siglo XX. Por
si fuera poco, somos las propias mujeres en espacios privilegiados
(como la academia, las ONGs o las instituciones) quienes muchas veces
asumimos estoicas la declaratoria no escrita del feminismo como palabra
maldita. En tanto, millones y millones de mujeres siguen siendo vistas,
por los demás y por sí mismas, como una subespecie humana.
Redúzcanse
Kikky vive en Nueva York, en uno de
los barrios más adinerados de la gran urbe. No conoce el aroma de la
tierra mojada por la lluvia ni se ha detenido jamás a observar cómo
funciona perfectamente un hormiguero. Nació en el piso 18 de un
edificio elegante y hoy habita un piso 52. Mientras más lejos se
encuentre del suelo, mejor. Está a punto de cumplir 32 años, pero se
avergüenza del tiempo vivido, de su aspecto natural, de sus colores y
texturas, de su cabello. Se avergüenza hasta de sus ojos. Es por eso
que, aunque tiene una salud envidiable, ha padecido cinco operaciones
innecesarias, carísimas y dolorosas. Ya no recuerda sus propias uñas,
siempre postizas. Los implantes mamarios y el colágeno en los labios
han borrado de su memoria la emoción erótica de un buen beso. Cada
veinte días somete su cuero cabelludo a un ritual de tortura voluntaria
que incluye dosis brutales de amoniaco y altas temperaturas a tan sólo
cinco centímetros de su cerebro. Si se mira en una fotografía de su
infancia, ya no se reconoce. Nunca ha trabajado ni ha tomado
decisiones. No tiene proyectos. No estudia nada. No aprende, no enseña,
no genera, no transmite nada. Gasta más de ocho mil dólares mensuales
en ropa de moda, bolsas de marca, zapatos disfuncionales, tratamientos
cosméticos y operaciones estéticas. No le interesa la diferencia entre
un planeta y una estrella. Hiroshima, Nagasaki y sus aniversarios no le
mueven una fibra. Y encima, el bótox.
Su vida perfecta incluye un marido
patético. Un hombre que no la ama y a quien no ama, con quien firmó un
excelente contrato marital. Él le paga una cantidad fija mensual y ella
le ofrece todo tipo de servicios. Hoy regresa emocionada a su
departamento porque ha logrado tramitar la espera de su cuarto hijo. La
competencia con las vecinas es dura. Mientras más criaturas procríen,
menos tentadores serán sus maridos, menos posibles y redituables serán
sus divorcios. Por eso la moda en su lujosísimo barrio es llenarse de
bebés. Kikky va por el cuarto y lo celebra brindando con sus odiadas
vecinas. Sus medidas corporales después de cuatro nacimientos seguirán
siendo perfectas. Nunca ha cometido la estupidez de embarazarse y
despedazar su figura. Kikky es una de las mujeres neoyorquinas que, en
la última década, han optado por la fertilización in vitro y
el alquiler de vientres sudamericanos para asegurar cómodamente su
patrimonio sin necesidad de estrías. Ni siquiera ha tenido que
amamantar a nadie porque también hay leche materna en el mercado.
Se calcula que una mujer estadunidense
de la zona Upper East Side de Nueva York gasta, en promedio, 95 mil
dólares anuales en ropa, dietas, ejercicios para mejorar la imagen,
cosméticos y tratamientos estéticos, es decir, unos 135 mil pesos
mensuales (véase Wednesday Martin, 2015). Pero la industria de la
belleza plástica no sólo se mantiene de mujeres millonarias. Basta con
ser clase media para alimentarla en todo el mundo. Según datos de la
Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS por sus
siglas en inglés) en 2014 se practicaron a nivel mundial más de 20
millones de cirugías plásticas y tratamientos en la dermis, la mayoría
para implantes de senos, levantamiento y transformación de párpados,
liposucciones (o extracción de grasa), lipoestructuraciones (o relleno
con grasa), rinoplastia (o cirugía nasal) y aplicaciones de bótox (botulinum),
la toxina que paraliza los músculos faciales e impide que se generen
las líneas de expresión. Más del 86% de las personas operadas y
tratadas son mujeres (17 millones). El primer lugar en tratamientos lo
tienen los Estados Unidos, con 4 millones de personas operadas en 2014.
El segundo lugar, con 2 millones de operaciones, fue para Brasil. Les
siguen Japón, Corea del Sur y México. Aquí cabe apuntar que el 80% de
las mujeres que recurren a esos tratamientos se operará entre quince y
veinte veces a lo largo de su vida.
Según ese mismo reporte de la ISAPS,
las operaciones quirúrgicas más populares de los países punteros en
gasto cosmético fueron: para Estados Unidos, aumento de senos y
liposucción; para Brasil, liposucción y aumento de senos; para Japón y
Corea del Sur, la blefaroplastia o modificación de párpados y la
rinoplastia o modificación de nariz, pues desde hace diez años impera
la moda de transformar los característicos rostros asiáticos en rostros
de mujer caucásica o blanca; para México, los procedimientos más
solicitados fueron aumento de senos y liposucción. En cuanto a
procedimientos cosméticos no quirúrgicos, el primer lugar, en todos los
países punteros y no, lo tiene la aplicación de bótox. El Reporte
Estadístico de Cirugía Plástica 2014 que edita la Sociedad
Estadunidense de Cirugía Plástica Estética (ASAPS por sus siglas en
inglés) informa que solamente en EUA, y tan sólo en 2014, la gente
gastó 12 mil setecientos millones de dólares (12,7 billions
en inglés, unos 215 mil millones de pesos) en cirugías estéticas que no
eran necesarias para el cuidado de su salud. En otras palabras, estas
cifras no incluyen gastos de ortodoncia ni de reconstrucciones por
quemaduras o accidentes diversos. Prácticamente todas las mujeres que
se someten a aumento de senos y liposucción, se aplican bótox sin
importar su rango de edad. Los datos indican que las mujeres comienzan
a paralizar sus facciones y a inyectar sus labios a los diecinueve años.
Reutilícense
Afuera llueve. Zanira ya no puede
respirar. Ya no quiere. El peso y el olor del hombre que la violenta
sexualmente cada noche se han vuelto insoportables. Y luego el vientre
tan abultado.
Zanira nació en el corazón de
África hace trece años. Su infancia fue difícil pero tranquila. Es la
mayor de siete hermanos, cuatro mujeres, tres hombres. Aunque nunca se
entendió bien con su madre, extraña su violencia moderada. No sabe que
su madre murió hace cuatro meses en el ataque a su comunidad. Y extraña
a sus hermanitas. No sabe que dos murieron en ese mismo ataque. No sabe
de la saña con que las mataron. Pero a quien más extraña es a su padre,
un hombre magnífico. Zanira ignora que él murió de tristeza hace dos
meses pensando en ella y en su madre, en sus hijas muertas, en su dolor
cotidiano, en su comunidad destruida y en su futuro inexistente.
Hace ocho meses que Zanira fue
secuestrada por unos emisarios de Alá, junto con doscientas amiguitas
que estudiaban en una secundaria cristiana. La batalla de los dioses y
algunos de sus patriarcas las envolvió en pólvora una madrugada
mientras dormían en su internado para señoritas. Cada noche, con un
hombre encima que se autoproclamó su marido, Zanira maldice el haber
menstruado tan temprano. Zanira vio partir hace seis meses a la mayoría
de sus amigas. Se las llevaron como cargamento en cinco camiones
militares. Eligieron a las que no menstruaban todavía. Zanira piensa
que fueron devueltas a sus familias, que fueron liberadas tras una
negociación. Ignora que el destino de sus amigas fue la trata de niñas.
En ocasiones, ha lamentado que su pueblo no practicara la infibulación.
Mientras escucha a la distancia la
oración matutina de los hombres armados del campamento, Zanira se
acomoda la estorbosa túnica y busca la estrella de la mañana que ya se
marcha. Sabe que no es estrella sino planeta. Sabe que, en otros días,
puede verse por la tarde. Zanira se arrodilla en un espacio lodoso, sin
aplastar su vientre, y posa sus manos en el suelo mirando al oriente,
como si imitara a los que rezan. En realidad, está buscando el aroma de
la tierra mojada por la lluvia para expulsar de su nariz el agrio olor
de otra noche violenta. El velo que le cubre medio rostro no le nubla
la mirada. Ella distingue a unos metros un hormiguero de los que tanto
le gusta observar por su funcionamiento perfecto y dinámico. Sabe que
está fuera del rango de peligro. Impregna sus pulmones de aire fresco y
percibe los primeros rayos del sol.
Cuando la secuestraron, Zanira
había tenido un día emocionante con una buena clase de cálculo
diferencial e integral, su materia favorita. Mientras se ensucia manos
y túnica, la niña calcula que le quedan dos meses de embarazo.
El negocio de la esclavitud moderna es
boyante, tanto como el de las armas. Según datos del Índice de
Esclavitud Global 2014 (GSI por sus siglas en inglés), se calcula que
cerca de 36 millones de personas viven en condiciones de esclavitud,
pues han sido secuestradas o engañadas para ejercer actividades como
prostitución, explotación sexual, trabajos forzados, prácticas
esclavistas, servidumbre y extracción de órganos. Los países con los
números más altos de personas esclavizadas son La India, China,
Pakistán, Uzbekistán, Rusia, Nigeria, la República Democrática del
Congo, Indonesia, Bangladesh y Tailandia. El mismo GSI apunta que, de
acuerdo a cálculos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
las ganancias que genera la esclavitud a nivel mundial podrían alcanzar
los 150 mil millones de dólares anuales. Por su parte, el Global Report on Traficking in Persons 2014(Reporte
Global sobre Tráfico de Personas) de la Oficina de la ONU para Drogas y
Delitos, presenta datos para el periodo comprendido entre 2010 y 2012.
De las personas traficadas en 2011, el 49% fueron mujeres adultas y el
33% fueron niñas y niños. De éstos, el 21% fueron niñas, lo que
totaliza 70% de mujeres, 12% de niños y 18% de hombres. Casi la mitad
de las labores de esclavitud a nivel mundial se relacionan con el
trabajo sexual (53%), mientras que el 40% de las personas son
esclavizadas para realizar trabajos forzados. La participación de las
mujeres en el tráfico de personas se ha incrementado en el ámbito de
las secuestradoras o enganchadoras. El mismo reporte señala que, si
bien sólo un 10-15% por ciento de los delitos a nivel mundial son
atribuidos a mujeres, en el caso del tráfico de personas las cifras
cambian. Las mujeres tienen una participación de hasta 30% en la
conducción y operación de las bandas delictivas.
Datos recientes de la Organización
Mundial de la Salud (OMS, noviembre 2014) señalan que el 35% de las
mujeres a nivel mundial (más de mil millones de personas) han sufrido
violencia sexual por lo menos una vez en su vida, y que el 38% de los
asesinatos de mujeres los cometen sus propios compañeros o esposos. El
porcentaje de mujeres que comienzan su vida sexual a partir de una
violación, crece cada día. El mismo informe de la OMS apunta que, en
Bangladesh, el 71% de las mujeres recuerda haber tenido su primera
experiencia sexual de manera forzada. En su boletín más reciente, el
Instituto de Investigaciones para la Paz Mundial de Estocolmo (SIPRI
por sus en inglés) informa que la industria armamentista global generó
ingresos por 1.8 billones de dólares en 2014 (1.8 trillions
en inglés, unos 30 billones 600 mil millones de pesos). Los países que
más gastaron en compra de armas y mantenimiento de estructuras
militares son los Estados Unidos, China, Rusia y Arabia Saudita. Y
aunque no se pueden conocer con precisión los datos sobre comercio
clandestino, se calcula que hasta un 20% de las armas circulan en el
mercado alterno de organizaciones que trafican, al mismo tiempo, con
personas.
Recíclense
Mayda ya domina por completo sus
ejercicios de respiración para controlar el estrés. De su casa de cinco
habitaciones, en la que vive sola, eligió la mejor ventilada, el
estudio en planta baja, junto al jardín, para que el curso en línea que
le enseñó a relajarse tenga los resultados óptimos.
Mayda necesita perder los 38 kilos
que le sobran, pero no piensa dejar de comer más allá del hartazgo. Y
le urge dejar de vomitar todo el tiempo, sobre todo ahora, con la buena
noticia. Todavía no procesa la emoción de haber sido designada como
Ministra de Asuntos Internos hace apenas unos días. Será la primera
mujer en ocupar ese cargo en esta región tan prometedora llamada Cono
Sur. Y siendo tan joven. Apenas cuarenta. Lástima que esa emoción se
haya visto un poco empañada por el escándalo de corrupción de uno de
sus mejores amigos que no tuvo la inteligencia de cuidarse. Pero el
escándalo pasará pronto o será tapado por otro, piensa Mayda mientras
inhala y exhala sentada en posición de flor de loto, con sus pies
descalzos bien acomodados, mientras cuenta del diez al uno, mientras se
felicita porque hoy sólo vomitó una vez, mientras piensa obsesivamente
en comer y beber, mientras planifica cuál será el momento más adecuado
para terminar con su pareja. Mayda tiene una novia patética. Una mujer
visceral que no mide las consecuencias de sus actos y que podría
perjudicar su carrera política.
Por la ventana abierta del estudio,
hoy salón de ejercicios, un aroma a tierra mojada entra a escena. El
aroma de su precioso jardín trae a la memoria de Mayda recuerdos
impresentables que rompen su concentración. La cuenta de inhalaciones
se ve interrumpida abruptamente. Mayda se levanta furiosa para cerrar
la ventana pero algo la detiene. Es un piquete doloroso que siente de
pronto en el pie derecho. Fue una hormiga. Mayda gira su rostro y
observa que en la base de la puerta que da al jardín se está formando
un hormiguero de funcionamiento perfecto y dinámico. Mayda estalla en
ira y comienza a masacrar a las hormigas con lo que puede. En el
proceso, arroja y despedaza casi todo lo que encuentra en el estudio.
Por último, y llorando a mares, azota la ventana por donde ingresa ese
aroma que le recuerda la primera vez que presenció un crimen “político”
junto a la piscina de un capo. Hace ya nueve años que Mayda se
involucró con organizaciones criminales que le forjaron una exitosa
carrera como regidora, diputada y ahora ministra. En realidad, ya no
recuerda la mayor parte de los crímenes que ha solapado, ni siquiera
los que ha procurado, pero no puede olvidar el primero que presenció.
La mujer y el hombre asesinados eran sus amigos y fue ella quien los
llevó al matadero.
Mayda se calma después de unos
minutos sentada en el piso. Mañana tiene una reunión importantísima,
tras la cual presentará en conferencia de prensa su programa de
gobierno. La espinal dorsal del discurso que le prepararon es
contundente: lucha frontal contra el feminicidio y el narcotráfico. Mayda
sale con cuidado del estudio para no cortarse los pies. Sube pesada y
despacio a su habitación con una botella de agua. Abre el cajón de su
buró, donde la espera una caja con cuatro pastillas multicolores que le
auguran una noche tranquila. Las toma todas juntas. Debe dormirse antes
de que llegue la tentación del vómito.
A la mañana siguiente, antes de
salir de casa, Mayda se dirige al baño y aspira un poco de polvo
blanco. Toma con indiferencia su morral urbano mejor conocido como
Urban Satchel de la marca Louis Vuiton que le costó 150 mil dólares
porque está hecho de… trozos de basura. Al bajar la escalera, se asoma
al estudio y nota que las hormigas y el desorden se han ido. La señora
que limpia su casa llegó muy temprano. Nunca se miran ni se saludan.
¿De qué van a hablar si esa señora no conoce la diferencia entre un
planeta y una estrella? Mayda camina indolente hacia el automóvil donde
la esperan un conductor y una joven brillante con dos maestrías,
especialista en cargarle la bolsa y el celular. Será un día soleado. La tierra mojada de su jardín se irá secando.
Un estudio de Greenfield et al.
(2011) informa que, en los Estados Unidos, el 90% de las personas que
padecen desórdenes alimenticios como anorexia y bulimia son mujeres; el
40% de ellas presenta, además, adicción a drogas (ilícitas y
prescritas), sobre todo si han padecido violencia física y sexual.
Mientras los hombres son los mayores consumidores de alcohol, cocaína,
heroína y mariguana, particularmente con fines recreativos, las mujeres
llevan la delantera en consumo de sustancias antidepresivas y
ansiolíticas. Es por ello que, entre 1995 y 2005, se duplicó el número
de mujeres que consumen metanfetaminas. Los datos específicos sobre
mujeres embarazadas sorprenden a expertos en el tema. Entre 1994 y
2006, el consumo de metanfetaminas entre mujeres norteamericanas
embarazadas, se triplicó (véase Greenfield et al., 2011). A nivel mundial, se calcula que las metanfetaminas generan ganancias anuales por más de 20 mil millones de dólares.
Diversas estimaciones de expertos, en
un contexto donde es casi imposible corroborar los datos, calculan que
un kilogramo de cocaína puede comprarse en Perú o en Colombia a un
precio de 2 mil dólares. Cuando ese kilogramo llegue a México para su
consumo, tendrá un valor de casi 10 mil dólares. Al cruzar la frontera
norte y llegar a los millones de consumidores estadunidenses que lo
esperan con ansia, ese kilogramo podrá ser vendido hasta en 30 mil
dólares. Pero una vez cortada la droga y repartida en pequeñas dosis
para su mejor distribución, el costo de ese kilogramo llegará a los 100
cien mil dólares, con lo que habrá incrementado en un 5,000% su valor
de producción.
La plusvalía enloquecida de ese
kilogramo, tan difícil de entender como la de un bolso hecho de trozos
de basura y con un precio de 150 mil dólares, sólo puede darse en
sociedades capitalistas. ¿Pero cómo explicar esa plusvalía? ¿Cómo
entender que haya gente dispuesta a pagarla? ¿Y cómo entender la
“minusvalía”, utilitarista pero “minusvalía”, de enormes franjas
humanas que padecen la migración, la explotación sexual y laboral, la
vergüenza de su ser natural? ¿Qué necesidades no vitales están siendo
disfrazadas de necesidades vitales como para que millones de personas
inflen de esa manera el valor de un golpe de cocaína o de un bolso
cubierto de plástico roto y cajetillas usadas? Un análisis elocuente de
los recursos utilizados en sus procesos de producción y distribución
puede detallar los costos de materias primas y mano de obra requeridos
para su fabricación y su venta, o remitirnos a las leyes de la oferta y
la demanda. Pero ningún modelo de análisis económico y político puede
explicar, por sí mismo, las leyes que rigen el consumismo salvaje que
nace de la vanidad contemporánea, de nuestro hedonismo insaciable, de
la crueldad autoasumida y aceptada, de esa inacabable sensación de
vacío que el mercado invita y obliga a llenar a toda costa, y a
cualquier costo, y donde los hombres blancos, adultos y adinerados
marcan mayoritariamente la pauta. ¿Cuáles son las leyes que rigen hoy
el mercado humano? Quizá algún modelo de estudio que explore los más
profundos terrores humanos, esos terrores que cimentan el patriarcado,
pueda llevarnos un día a entender cómo llegamos a esto.
Hay lum tujbil vitil ayotik (“está muy bonito como estamos”)
Florelia no encuentra a su nieta
menor. Escapó después de la comida, justo cuando empezaba la lluvia
fresca que apenas dejó de caer. Florelia lleva una hora buscando a su
nieta de diez años para que la ayude a moler el maíz fresco que ya se
remojó lo suficiente. La chamaca siempre se esconde a la hora de la
molienda porque protesta y protesta de que sus hermanos varones pueden
seguir jugando mientras ella muele. Florelia ya le explicó que ellos
tienen otros trabajos, pero su nieta no hace caso. Está terca en que
quiere aprender a manejar un camión, por ejemplo. No entiende la niña
que el embrague está hecho por hombres y para hombres y que le va a
provocar calambres en la pantorrilla. Y no le importa. Además, hay
automáticos, dice. Es muy terca, piensa Florelia mientras camina por un
tronco de ceiba desmayada sobre el río, que hace las veces de puente.
Florelia pasa de los sesenta. Su
cabello blanco va trenzado con firmeza. En el libro de arrugas de su
rostro pueden leerse cien historias de lucha y de trabajo organizado.
En el cuaderno de notas que lleva dentro del morral campesino tejido
por sus manos invencibles, hay decenas de dibujos que esquematizan lo
que Florelia no sabe escribir. Por la mañana, Florelia asistió a una
reunión de mujeres mayas que tienen la piel de las mexicas, la fuerza
de las maorí, la decisión de las samburu, la valentía de las kurdas, la
dignidad de las munduruku. Mujeres que sueñan por las kiliwa, que
lloran por las aónikenk, que bailan y cantan por las afganas. Mujeres,
que, sin conocerlas, rezan por las matsés. En esa reunión hablaron las
voces de mujeres escuchas que rendían informe sobre un evento político
donde, a nombre de sus pueblos, una voz de hombre que es muchas voces
de mujeres y hombres le explicó a mucha gente que “hay lum tujbil vitil ayotik” (“está muy bonito como estamos”).
A Florelia no le gusta cruzar el
río cuando acaba de llover y justo después de la comida. El aroma a
tierra mojada de esa hora en particular le recuerda sus años de
juventud, cuando todavía existían los patrones en las tierras rebeldes
y liberadas en las que hoy habita. Aunque han pasado décadas, Florelia
sigue temblando de rabia cada vez que recuerda que esas horas de la
tarde, despuecito de la comida y de la lluvia, eran las favoritas de
los tres hijos del patrón para salir a hacer sus maldades.
Pero Florelia olvida pronto su
angustia porque viene pensando en algo raro y emocionante que escuchó
en la radio rebelde este mediodía. Dicen que acaban de retratar un
planeta lejano y pequeño que ya no querían que fuera planeta pero que
ahora ya todo el mundo quiere que sí sea planeta porque hasta tiene un
corazón con todo y manos agarrándolo, como diciendo que nos perdona.
Florelia como que no lo cree, pero sí lo cree. Además, tiene una
pregunta que hacerle a su nieta. Cuando finalmente la
encuentra, la niña está empapada, arrodillada y feliz, concentradísima
en el funcionamiento dinámico y perfecto de un hormiguero. Florelia la
regaña por haberla hecho caminar tanto, le advierte que tendrá que
lavar mucha ropa mañana, y recurre a la experiencia de sus años para no
llegar a los gritos. Convence fácilmente a su nieta de que regrese con
ella para moler el maíz. Necesita que le explique algo, le dice.
Florelia quiere entender la diferencia entre un planeta y una estrella,
y su nieta la conoce bien, así que echan acuerdo para que la niña le
explique la diferencia a la abuela mientras muelen. A cambio, Florelia
le contará a su nieta de un planeta lejano y pequeño que tal vez nos ha
perdonado.
Referencias:
Berger, John, 1990, Ways of Seeing, Penguin Books, Londres. 176 p.
Federici, Silvia, 2010, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, trad. de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza, Traficantes de sueños, 368 p.
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