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Pedro Miguel
Los presidentes de Guatemala y México, Otto Pérez Molina y Enrique Peña NietoFoto tomada de Internet
Con
diferencias de historia, institucionalidad y dimensiones, es un hecho
conocido y viejo el que en ambos lados del Suchiate el poder público es
ejercido por cleptocracias. El desempeño de cargos gubernamentales
constituye un mecanismo de enriquecimiento personal y faccioso cuyo
funcionamiento requiere de un aparato de encubrimiento y legitimación
que va desde los medios oficialistas hasta la codificación de
disposiciones legales manifiestamente indecentes –como las que en
México regulan los ingresos de los altos funcionarios del Ejecutivo, el
Legislativo y el Judicial–, pasando por el control constitucional o
fáctico que los gobernantes en turno ejercen sobre sistemas de
fiscalización y transparencia, comités de adquisiciones y
contrataciones y pactos tácitos de impunidad entre gobernantes
entrantes y salientes.
Llama la atención que en el país vecino del sureste ese aparato haya
colapsado y que en México el régimen haya logrado evitar, hasta ahora,
su propio derrumbe, a pesar del conocimiento público de pruebas
contundentes de corrupción monumental en las administraciones de
Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña (las tarjetas Monex y Soriana,
los contratos con Higa y OHL, las inexplicables residencias de lujo,
más lo que se acumule esta semana).
Lo cierto es que en el momento presente el presidente guatemalteco
–el general genocida Otto Pérez Molina (OPM), colocado en el puesto
gracias a una democracia oligárquica y acanallada– chapotea en el lodo
de las acusaciones judiciales por dirigir una banda de evasores de
impuestos y se aferra desesperada e inútilmente al flotador de la silla
presidencial, en tanto que en México Peña –incrustado en Los Pinos
mediante votos comprados– cree que para enfrentar la evidencia de su
propio enriquecimiento inexplicable basta con ordenar una simulación de
esclarecimiento y ofrecer a la sociedad una
sincera disculpa.
En el país vecino las revelaciones y las imputaciones judiciales
sobre los negocios sucios de OPM y de buena aparte de su equipo de
gobierno han provenido, oficialmente, de una instancia que no tiene
equivalente en México: la Comisión Internacional contra la Impunidad en
Guatemala (Cicig), instaurada en 2007 como una entidad encargada de
apoyar al Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y a otras
instituciones del Estado en la investigación de delitos cometidos al
interior de las instituciones públicas. Desde entonces la Cicig ha sido
determinante para desmantelar varias bandas delictivas que operaban en
los organismos del Estado y para procesar y encarcelar al ex presidente
Alfonso Portillo por malversación de fondos. Su más reciente actuación
ha sido la investigación del caso
La Línea, un cártel de evasión fiscal encabezado por OPM y su ex vicepresidenta, Roxana Baldetti, e integrado por un centenar de funcionarios y empleados públicos.
Muchos sostienen que si la Cicig ha podido llevar sus pesquisas
hasta estos niveles del poder ello se debe, al menos en parte, a que el
gobierno de Estados Unidos le ha facilitado información, obtenida a su
vez por las maquinarias de espionaje de Washington y/o por delincuentes
guatemaltecos extraditados a territorio estadunidense e interrogados
por la DEA y la CIA. Cierto o falso, el hecho es que esa instancia
internacional ha podido exhibir en público documentos y grabaciones de
audio que demuestran en forma inapelable la participación presidencial
en los delitos ahora imputados a OPM y su banda.
Las evidencias de la impresentable ordeña del erario por parte de
los gobernantes detonaron en el ánimo de la sociedad guatemalteca un
movimiento de repudio a la clase política en general y a la presidencia
de OPM, en particular. Hoy, el mandatario se encuentra acorralado en su
despacho, repudiado por la mayoría de los sectores sociales y políticos
del país, que le exigen la renuncia y sin más bases de apoyo que unas
cuantas estructuras sindicales corporativas y amafiadas. Quién sabe si
a última hora salgan en su defensa los únicos factores de poder que no
se han pronunciado abiertamente en esta crisis: el Ejército y la
embajada estadunidense.
Otro
elemento que debe considerarse al revisar la situación de Guatemala es
que las investigaciones de la Cicig precipitaron la fractura que ya
venía fraguándose al interior de la oligarquía, y que separa en bandos
rivales a las viejas familias agroexportadoras, comerciales y
financieras, por un lado, y por otro a los políticos que, tras la firma
de los acuerdos de paz (1996) y la restauración de la democracia formal
en el país, vieron el ejercicio corrupto de cargos públicos como un
carril de alta velocidad para amasar grandes fortunas. A la postre, esa
fractura no sólo tiene en el banquillo de los acusados a buena parte de
los segundos, sino que ha implicado la desarticulación del aparato de
encubrimiento y legitimación, empezando por los medios, los cuales han
ventilado en forma implacable las miserias de la clase política.
En México las cosas son distintas. Para empezar, los capitales
trasnacionales ven en el control de su economía (2 billones de dólares)
y de sus recursos naturales un objetivo estratégico de mayor relevancia
que Guatemala (con un PIB 20 veces menor) y sus brazos políticos, los
gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea, experimentan mayor
inquietud ante las perspectivas de una desestabilización política
mexicana. Por añadidura, aunque hay numerosos indicios para suponer que
el Departamento de Estado aborrece a EPN, la Casa Blanca optó por
protegerlo debido a su calidad de ejecutor de la reforma energética
ideada (está documentado) por Hillary Clinton y otros altos
funcionarios de Washington.
En lo interno, el régimen que hoy encabeza Enrique Peña Nieto (EPN)
no es necesariamente menos corrupto que el guatemalteco, pero cuenta
con un blindaje, una cohesión y un sistema de complicidades,
encubrimientos e impunidad mucho más poderoso y complicado que el
guatemalteco. La alianza entre las oligarquías económica, política y
mediática es aquí, por lo demás, mucho más densa y sólida que en el
país centroamericano y, a pesar del desastroso manejo económico del
peñato, los empresarios mexicanos tienen menos margen para impugnar a
los gobernantes, así sea porque éstos tienen en sus manos los medios
suficientes (por medio del espionaje y de la información fiscal, por
ejemplo) para mantener la disciplina entre los potentados.
Si al otro lado del Suchiate la presencia de la Cicig ha impulsado
al Ministerio Público local a actuar en forma autónoma, en México los
organismos encargados de la fiscalización (Función Pública),
persecución de delitos (PGR) e impartición de justicia (Poder Judicial
en su conjunto) forman parte de la masa compacta del poder oligárquico
y actúan como mecanismos de control de daños, encubrimiento, blindaje a
la impunidad y distracción, como puede apreciarse en su desempeño ante
las
investigacionesde Ayotzinapa (PGR) y de las inexplicables residencias de EPN y compañía (Función Pública).
No queda espacio para extenderse en la comparación de las respuestas
sociales ante los regímenes delictivos que padecen ambos países. Baste
con decir que en México la mayor parte de las movilizaciones se ha
centrado, por ahora, en la contención de la violenta barbarie que el
peñato ha lanzado contra la población, y que, como parte de ellas,
ahora, a 11 meses de la desaparición de 43 muchachos normalistas de
Ayotzinapa, y con nuevos agravios acumulados desde entonces, la gente
sigue repitiendo la que ha sido su consigna central en todo este
tiempo: vivos se los llevaron, vivos los queremos.
Twitter: @navegaciones
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