Entre la laguna y las nubes.
Cayetana
mira el amanecer desde un balcón frente a la Laguna de las Ilusiones.
No inventa, la laguna así se llama. Por extravagantes razones, habita
estos días un edificio vacío, completamente vacío, salvo ese
departamento en el cuarto piso. Está de vacaciones en la Ciudad
Inundada, la ciudad de sus orígenes. Desde el balcón al que se asoma
con las extremas precauciones de una fóbica de todo lo que no sea
tierra firme, puede mirar las palmeras, el agua, las garzas y las
enormes iguanas de colores. Son animales majestuosos las iguanas.
Memoriosos.
Cayetana está en la Ciudad Inundada, pero no está, es como si
flotara en un espacio intermedio: desconocido, edificio recién
hechecito, con muebles empacados en plásticos y cartones, aparatos de
cocina que funcionan de maneras muy misteriosas: tuvo que leer el
entero manual de instrucciones de un horno de microondas tan, pero tan
moderno, que le tomó una hora entender como calentar tres tamalitos de
la milenaria hoja del chipilín.
Cayetana mira ese ombligo del pasado que es La Laguna de las
Ilusiones. Para mirarla desde el ventanal de la recámara se necesita un
control al que se le aprieta un botoncito, entonces –lentas y con un
murmullo mecánico- se enrollan y desenrollan unas cortinas monísimas.
Con lo fácil que es abrir y cerrar una cortina a la antigüita. Si se
asoma hacia la izquierda reconoce el parque Tomás Garrido Canabal, otro
ombligo del pasado. Y la avenida. Y las curvas que hace la laguna, los
embarcaderos, la lanchas.
Reconoce sobre todo a las iguanas. Y ellas, las iguanas, la
reconocen. Hasta le hablan. Todo se mueve, todo cambia, ya las estufas
no existen en estos departamentos marcianos, no hay hornillas, no hay
fuego, los alimentos se calientan en una plaquita (también monísima)
todo es aséptico. “¿Qué hago aquí?” se pregunta. Y recuerda -con su
memoria de iguana- el patio inmenso de la casa de sus abuelos con su
pozo, su espacio exterior para cocinar a la leña, las dos bateas para
lavar la ropa, las palancas larguísimas que izaban las cuerdas para
tender la ropa al sol.
EL ESPACIO DESHABITADO
No es que Cayetana esté en contra de los centros de lavado, la
cirugía láser, los anticonceptivos y el Tampax, es sólo que en este
viaje se le confunden los tiempos. Es como una marinera que olvidó
–por el momento- cómo navegar, y corrió a esconderse en un faro, o en
un barco que flota. Así, encallado en el aire. Toma el tiempo del vuelo
de las garzas sobre la laguna. Lee “Muerte sin fin”, de Gorostiza. Lee
–como cada vez que viene hacia acá- a su amadísimo poeta José Carlos
Becerra.
La primera noche –cuando llegó- se abrió un portón, y en la penumbra
escuchó una voz preguntando: “Ujté quién ej y qué viene a hacé aquí”.
Si tan sólo lo supiera, si una pudiera cada vez saber: “¿Quién soy y
qué hago aquí?”. “No pué pasá, nojta habitao”, insistía el personaje
con un tono, que de no haber ella reconocido las palabras tijereteadas
y la S aspirada de su lengua materna, le hubiera parecido –casi-
hostil.
“Estoy en conversa con un Duende Maligno”, se dijo Cayetana, “quizá
es imaginario”, pero no tembló ni un segundo, nada podía alejarla de su
misión: ser la guardiana de la memoria y del faro. “¿Y usted quién es y
qué viene a hacer aquí?”. Un Duende Maligno que intentaba amedrentarla
con preguntas metafísicas. Son casi colegas: él es el vigilante y ella
la guardiana. Terminarán por entenderse, por intercambiar –con los
días- saludos hasta cariñosos y botecitos de agua de coco. Cuando la
Mariposa Negra entró en la sala del barco encallado en el aire, estuvo
a punto de llamarlo a gritos. “¡Duende Benigno!”, pero se contuvo.
EL MALENTENDIDO ENTRE DOS SERES VIVOS
La Mariposa Negra revoloteaba por la sala con esa leyenda que cuelga
de sus alas: es un signo de malos augurios. “Salte, allá está el
ventanal, salte”, y daba de brincos ella, y manoteaba. Y de pronto,
junto a su miedo, sintió el miedo de la mariposa –condenada a esa
leyenda de los malos augurios- adentro suyo. Su desprotección de
mariposa difamada. Su herencia de alas desgajadas y ancestros
perseguidos a escobazos.
Entonces pensó que ella sentía que la mariposa era dañina, y que la
mariposa a su vez, sentía que ella era dañina, y que en el fondo sólo
eran dos seres vivos confrontados en sus fragilidades y víctimas de un
hondo malentendido. “Acá tá uno solito y su alma, y to callao, callao”,
como dice el Duende Benigno. Así se lo explicó a la mariposa negra. “No
te desesperes, no te agites, ¿tú sabes que Alfredo Zitarrosa canta una
canción que se llama como tú? Es muy bella”.
Le acercó despacito su mano, y la mariposa se aferró a sus dedos.
“Hay una calumnia que atraviesa a las de tu especie, también le ha
sucedido a las mujeres de la mía. No me creerías si te cuento que las
acusaban de brujería y las quemaban vivas. Tanto queda hoy de estos
horrores que te cuento. Mariposa bonita. Mariposa aterrada”. La
mariposa se fue agitando las alas de esa exacta manera en la que las
mariposas negras agitan sus alas cuando reflexionan. Quizá invento.
LAS HABITACIONES DEL SILENCIO
Un exilio breve en las habitaciones del silencio. Eso. Habitarse en
un edificio deshabitado. Guardar silencio. Mirar desde el faro hacia la
Ciudad Inundada. Mirarla y saber que en la realidad está allí, basta
con caminar hacia ella. Con hacer una llamada por el celular (no hay
teléfono todavía en el barco, tampoco internet) para encontrarla. Pero
no quiere salir a ningún lado. Esa desafortunada circunstancia que la
condujo a este edificio “de punta” y deshabitado, termina ofreciéndole
un regalo: está pero no está. Pertenece, pero no pertenece. El silencio
es inmenso y bello.
La Ciudad es inalcanzable. Imposible. Nada más que la realidad, a
fin de cuentas: la ciudad de su infancia y de su adolescencia sólo es
aprehensible a través de las palabras. Y de la memoria. Ya no es, ya no
está. Ella ya es tan otra hecha de tantas ciudades y de tantas
memorias. Irrumpen dos de sus hijos: Diego y Sebastián. Jerónimo –el de
“en medio”- ya vino y ya se fue. Irrumpen en el barco encallado entre
la laguna y las nubes.
Saben usar el microondas marciano. No extrañan las hornillas en las
estufas. Encienden aparatos de música minúsculos y cantan y bailan en
el balcón. Sus hijos bailan y allí está la Laguna de las Ilusiones.
Ellos nacieron en otras ciudades, una distinta para cada uno. La Ciudad
Inundada son sus orígenes heredados. El mayor trae su pila de libros de
autores tabasqueños para leer en el faro, en el barco.
“¿No sabes calentar en una plancha eléctrica? ¿En qué época te
quedaste, mamá?”. “En la de mis abuelos, creo”. Valga la
reivindicación: Cayetana plantó sobre la hiper moderna barra de mármol
jaspeado una máquina Singer (de aquellas) que recuperó del fondo de un
closet en la casa de sus padres. Las colecciona. Le recuerdan el cuarto
de costura de su abuela.
Ella cose los tiempos, pues. Hay mucho que reparar en cada historia,
en cada vida. ¿Acaso no somos seres descosidos a nuestras horas?
Deshilvanados. No es que sueñe con las épocas de don Porfirio, no
quisiera explicarme mal. Es sólo esa conciencia extrema de los tiempos
que se le ha caído encima en tres lugares en su vida: Palenque,
Pompeya, y –cada vez- en la Ciudad Inundada. Generaciones y
generaciones de personas, ¿qué hacían? ¿quiénes eran? ¿cómo vivían?
¿qué nos heredaron de inconsciente a inconsciente? Todo eso que no
sabemos. Todo eso de lo que conversan por las tardes las colonias de
iguanas. Memoriosas y eternas.
LA ESENCIA MEMORIOSA DE UNA IGUANA
“Quizá soy una iguana”, se dice. “O una lagarta obsesionada con
preguntas que no tienen respuesta”. ¿Cuáles son esos dolores
silenciados que atraviesan las generaciones y las marcan? En el baúl de
su abuela materna que guarda su madre, encontró un sobre amarillento,
encima del sobre está escrito: “Los cuerpos estaban a como se ve,
avísenle a Obregón de inmediato”. Corría el año de 1920.
“A mi hermano lo mataron en la revolución”, decía su abuela. Nunca
dijo ni una palabra más. Nunca. Ni siquiera el nombre de su hermano. Su
abuela nunca pronunció el nombre de su hermano asesinado, ni el de su
hijo muerto. Se llamaba Ojer, el niño. El hermanito de la madre de
Cayetana, cuyo nombre estaba prohibido pronunciar, se llamaba Ojer, y
Cayetana se enteró tardísimo de su existencia. Sólo queda una foto
suya, con sus rizos rubitos revueltos.
Escuchó su nombre dos veces: Cuando su madre le narró su muerte y la
prohibición de hablarlo, y cuando el hermano de su madre conoció a su
hijo Jerónimo bebé y comenzó a llorar: “Cómo se parece a mi hermanito
Ojer, así eran los ojos, así eran los rizos de Ojer”. Con el tiempo
apareció –el tío la guardaba- esa única foto. Cae la noche –bellísima
como los amaneceres- sobre la Laguna de las Ilusiones.
“Allí anda uno, solitito y su alma”, dice don Paco, el Duende
Benigno. Pero qué cantidad de fantasmas. Les dije al principio que éste
es, por el momento, un edificio deshabitado, y es la verdad. Pero ya
ven que la verdad de la realidad y la verdad subjetiva no están
obligadas a corresponderse. Desde el barco encallado Cayetana ha
convocado tal cantidad de tiempos, historias, personas, que ya todos
los departamentos de todos los pisos están habitados. Quizá no los
convocó ella, sino ellos a Cayetana. Quizá la trajeron a escucharlos.
Tiene que avisarle de inmediato a Obregón, es urgente. “Así estaban los
cuerpos”. Quizá ese es el sentido de su extravagante estancia en el
barco encallado entre la laguna y las nubes.
Como las iguanas, tiene que guardar la memoria. Coser lo descosido.
Quizá en el futuro “guardar la memoria” incluya inventar un poco para
hacer habitable la cantidad de agujeros oscuros que impuso el silencio.
Al final de cuentas: “Allí anda una, solitita y su alma”, y además con
los tiempos enredados. Una iguana verde y amarilla recorriendo un
laberinto. Así sucede en Palenque, en Pompeya, y –cada vez- en la
Ciudad Inundada.
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