Al
igual que las dictaduras militares en Latinoamérica en los años setenta
-esas que eran vistas desde México como algo lejano y ajeno a la
herencia de la revolución mexicana- la neodictadura mexicana que hoy
vivimos, en medio de una guerra civil sin freno, tiene la finalidad de
sembrar el terror entre la población como estrategia de control social
para imponer el modelo de explotación salvaje, sin importarle a los
empleados del capital el altísimo costo social y la pérdida efectiva de
derechos civiles, económicos, políticos y culturales.
Comparte
esta neodictadura con las dictaduras de los setenta su desprecio por la
vida y la dignidad humanas, por la aplicación sistemática de la tortura
y los delitos de lesa humanidad, por la criminalización de la protesta,
por el exilio impuesto, por el cinismo rampante, por el sometimiento de
los medios de comunicación, por el despojo y el robo permanente, por la
glorificación de las fuerzas armadas y sobre todo la ambición desmedida
por el dinero. Pero a diferencia de las dictaduras hoy puestas en la
picota judicial en países como Argentina o Chile, la neodictadura
mexicana echa mano de la democracia liberal -despreciada por Videlas o
Pinochets- para cubrir con el manto purulento de la libertad política
los horrores de una guerra civil emprendida desde el Estado y apoyada
por bandas paramilitares a las que se les “concesiona” -a cambio de las
comisiones de rigor para los representantes surgidos de elecciones
libres, las cuales serán utilizadas para comprar elecciones y
enriquecerlos sin límites- el manejo de las drogas, la trata de
personas, el comercio de órganos, la prostitución infantil, el robo de
autos, el secuestro, la ordeña de los ductos de Pemex, el contrabando
de armas y lo que se acumule. La relación entre el Estado mexicano y
los narcotraficantes no es entonces una casualidad o una daño
colateral: es una alianza estratégicamente diseñada para mantener el
saqueo y la contención de la protesta social.
El argumento
utilizado por Felipe Calderón y burguesía mexicana para justificar la
salida de los soldados de sus cuarteles -para realizar actividades
policiacas que por ley corresponden a los civiles- fue un golpe de
Estado “legal” que en lugar de disminuir la violencia provocada por la
delincuencia organizada tuvo desde entonces la finalidad de contener la
protesta social. En la hoja de ruta marcada desde Washington para
mantener a México como su patio trasero, estaba contemplada la
posibilidad de que, ante la intensificación del saqueo de recursos
naturales y la concomitantes pérdida de libertades civiles y políticas,
sería necesario definir una estrategia de contención de las protestas
que las comunidades indígenas y la población más afectadas organizarían
para sobrevivir.
Un ejemplo reciente de lo anterior es la
solicitud de Gabino Cué, gobernador de Oaxaca, para que las fuerzas
armadas ocupen Oaxaca, junto con los miles de policías federales que ya
acampan en plena calle del centro de la capital de ese Estado. El
llamado no es para enfrentar una crisis por la violencia del
narcotráfico sino la supuesta amenaza que representa la sección 22 del
magisterio para los intereses de la oligarquía local y nacional. Y no
precisamente en el ámbito educativo -todos sabemos que a los poderosos
del Estado y en particular a la derecha aglutinada en Mexicanos
Primero, encabezada por un empresario como Claudio X. González, no les
preocupa en lo absoluto el futuro de la niñez en Oaxaca o de cualquier
parte de la república.
El caso oaxaqueño representa un
ejemplo fehaciente de las características fundamentales de la
neodictadura mexicana. Gabino Cué llegó al poder arropado por una
coalición de partidos políticos de oposición al sempiterno PRI y con el
compromiso de enjuiciar a Ulises Ruiz por sus abusos y corruptelas que
provocaron el surgimiento de la comuna oaxaqueña en 2006, aglutinada
alrededor de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO). La
primavera oaxaqueña duró poco y a pesar de que la APPO fue la columna
vertebral del apoyo electoral para lograr la anhelada alternancia
política, Gabino Cué cierra su sexenio echándose en los brazos del
gobierno federal para imponer la reforma laboral de la educación y de
paso allanarle el camino al PRI para que regrese al Gobierno del Estado
el próximo año. Y para ello coloca en la misma balanza la defensa de
los derechos laborales con la amenaza del narcotráfico a la seguridad
nacional.
Otro caso que se ajusta a las premisas señaladas
arriba como anillo al dedo es el del Estado de Veracruz, en donde el
gobierno encabezado por Javier Duarte ha sido sometido a una fuerte
presión por parte del movimiento estudiantil así como de organizaciones
defensoras de derechos humanos, de campesinos en defensa de sus
recursos naturales y de periodistas que se han atrevido a publicar
información que evidencia la corrupción y el contubernio entre gobierno
y delincuencia organizada. Los crímenes en la colonia Narvarte o la
golpiza a los estudiantes de la Universidad Veracruzana son sólo los
actos de violencia más recientes. Pero a ellos hay que agregar la
compra de voto en las elecciones, el saqueo del erario público para,
como dicen altos funcionarios del gobierno estatal, impulsar el
crecimiento económico mas una larga lista de agravios a la población
que gozan de sistemática impunidad, entre los que destacan el asesinato
o desaparición de periodistas. Todo ello en medio de una proceso de
militarización que ha provocado el fortalecimiento de los mandos
castrenses en la configuración de las políticas estatales de seguridad
pública.
Los dos casos en cuestión confirman y evidencian que
la militarización es un proceso encaminado a sofocar y contener las
protestas sociales provocadas por el empobrecimiento generalizado de la
población y la pérdida de derechos civiles y políticos. La
militarización no es para controlar al narcotráfico sino para someter a
la población que protesta y se rebela. Ésa es la razón por lo que la
mayoría de los muertos están entre la población civil, sean o no
sospechosos de narcotráfico, el cual sigue gozando de buena salud,
diversificando su producción y sus mercados, mezclándose cada vez mas
con el poder, convirtiéndose en un actor político más poderoso que los
partidos políticos.
El terrorismo de Estado como destino, la
democracia liberal como ilusión. Esa es la razón por la cual los
ministerios públicos y en general el sistema judicial ha sido
constantemente señalado como obstáculo para realizar investigaciones
que den con los culpables. Porque el culpable es el Estado mexicano.
Todas sus instituciones trabajan en favor de la 'limpieza social'
-entendida como la desaparición de la oposición real, la crítica y el
diálogo permanente entre los integrantes de la sociedad- para favorecer
los intereses del capital. Y si para lograr este objetivo es necesario
una guerra civil que así sea, pero eso si, con la democracia liberal y
la hipócrita defensa de los derechos humanos por delante. Las
dictaduras militares de los años sesenta y setenta en Latinoamérica
sobrevivieron a lo mucho un par de décadas. ¿Cuánto sobrevivirá la
neodictadura mexicana?
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