8/23/2015

Viento aparte


Foto

Carlos Bonfil
Fotograma de la cinta de Alejandro Gerber Bicecci

¿Cómo entender una indolencia oficial que primero apoya la producción de un número considerable de películas nacionales, vanagloriándose del gran logro, para luego dejarlas naufragar en los pocos circuitos alternativos que aceptan exhibirlas? La explicación más evidente debe ser una política errática que privilegia producir el mayor número de cintas posibles sin una vigorosa voluntad política para crear el marco jurídico que garantice y proteja una distribución decorosa en la cartelera comercial.
Abdicar de la responsabilidad de defender la producción local frente a la invasión y hegemonía incuestionada de productos hollywoodenses, es la gran paradoja y contradicción de una industria fílmica que fuera del país presume logros y dentro de él sólo revela crisis y penurias.
Si no se incluyeran obras de jóvenes realizadores mexicanos en la programación de los festivales nacionales, o en recintos culturales como la Cineteca Nacional o Filmoteca de la UNAM, o en salas pequeñas como Cine Tonalá, Cinemanía o Casa del cine, o de no tener una salida mínima en video digital o en plataformas como www.filminlatino, de creación reciente, muchas cintas nacionales jamás encontrarían el público para el que fueron creadas. Independientemente de su calidad, serían sencillamente invisibles.
Queda claro que la cartelera comercial no es un espacio hospitalario para el cine mexicano, pues con lógica implacable, lo que ahí prevalece son las leyes del mercado, a todas vistas desfavorables para un cine incapaz de competir con el aparato publicitario de los grandes estrenos estadunidenses.
Un ejemplo, entre muchos, de esta situación sin salida aparente, es la suerte de una película muy rescatable: Viento aparte (2014), segundo largometraje de Alejandro Gerber Bicecci (Vaho, 2009), orillada a una exhibición discreta en la Cineteca Nacional. Su suerte no se explica por falta de méritos artísticos. Narra una historia tan sugerente y atractiva como las de Un mundo secreto (Gabriel Mariño, 2012), Los insólitos peces gato (Claudia Sainte-Luce, 2013), La vida después (David Pablos, 2013) o Las lágrimas (Pablo Delgado, 2013): el proceso de maduración sentimental de dos hermanos adolescentes enfrentados, en un largo viaje desde las costas de Oaxaca hasta el desierto de Chihuahua, a la violencia diaria que vive México.
Durante las vacaciones familiares en una playa, Luz (Úrsula Pruneda), la madre de los jóvenes, sufre una embolia y debe ser hospitalizada. Incapaz de atenderlos, y con un hospital que no admite la presencia de menores, el padre los envía a buscar refugio con una abuela en Paquimé, Chihuahua. Esta sencilla premisa es el punto de partida para un road movie lleno de peripecias. Omar (Sebastián Cobos), de 15 años, debe proteger todo el tiempo a Karina (Valentina Buzzurro), su hermana tres años menor, de las amenazas reales o imaginarias en el camino.
La galería de personajes que deciden ayudarlos en el largo trayecto de 2 mil 500 kilómetros, es más pintoresca que temible. Hay un reportero gráfico que ha registrado escenas de la matanza de 39 civiles en el ficticio pueblo de Arroyo Rojo, y que ayuda a los adolescentes a salir de un bloqueo en la carretera que se vuelve violento; también aparece un hombre misterioso y fanfarrón que muy pronto se vuelve erotómano inquietante, y, por último, un ex roquero quincuagenario que, a la manera de un adolescente prolongado, refiere sus hazañas a lado de su antigua banda, mostrando solidaridad y comprensión hacia los jóvenes.
De manera inusitada en el cine nacional reciente, Alejandro Gerber describe esta picaresca sin recurrir a un tono de farsa delirante. Las notas humorísticas son discretas y, con todo, muy eficaces. Los jóvenes chilangos asisten, entre aturdidos e intrigados, a parlamentos enigmáticos en lengua zapoteca, a la zozobra ante un retén militar que puede transformarse en celada mortal, o a las noticias de un reguero de cuerpos descabezados en el camino.
La realidad más violenta del país es así considerada a partir de la mirada de los dos adolescentes: Omar, pegado a la cámara de su smartphone, captando todo lo que puede; Karina, siguiendo a regañadientes los pasos del hermano que no sabe, a ciencia cierta, hacia donde terminará dirigiéndose.
El mundo familiar ha quedado atrás y el director lo evoca con flash-backs recurrentes y escenas captadas con la cámara de un celular, con movimientos bruscos e imágenes difuminadas, como un recuerdo ya casi borroso en el ánimo de los jóvenes protagonistas.
A la recreación de esta atmósfera onírica contribuyen con acierto el cinefotógrafo Martín Boege y el músico Álex Otaola. Una película inteligente y sensible, la combinación más segura para no ser jamás un éxito de taquilla en México.
Mañana, en la sala 8 de la Cineteca, a las 15 y 17:15 horas.

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