Carlos Bonfil
Fotograma de la cinta de Alejandro Gerber Bicecci
¿Cómo
entender una indolencia oficial que primero apoya la producción de un
número considerable de películas nacionales, vanagloriándose del gran
logro, para luego dejarlas naufragar en los pocos circuitos
alternativos que aceptan exhibirlas? La explicación más evidente debe
ser una política errática que privilegia producir el mayor número de
cintas posibles sin una vigorosa voluntad política para crear el marco
jurídico que garantice y proteja una distribución decorosa en la
cartelera comercial.
Abdicar de la responsabilidad de defender la producción local frente
a la invasión y hegemonía incuestionada de productos hollywoodenses, es
la gran paradoja y contradicción de una industria fílmica que fuera del
país presume logros y dentro de él sólo revela crisis y penurias.
Si no se incluyeran obras de jóvenes realizadores mexicanos en la
programación de los festivales nacionales, o en recintos culturales
como la Cineteca Nacional o Filmoteca de la UNAM, o en salas pequeñas
como Cine Tonalá, Cinemanía o Casa del cine, o de no tener una salida
mínima en video digital o en plataformas como www.filminlatino,
de creación reciente, muchas cintas nacionales jamás encontrarían el
público para el que fueron creadas. Independientemente de su calidad,
serían sencillamente invisibles.
Queda claro que la cartelera comercial no es un espacio hospitalario
para el cine mexicano, pues con lógica implacable, lo que ahí prevalece
son las leyes del mercado, a todas vistas desfavorables para un cine
incapaz de competir con el aparato publicitario de los grandes estrenos
estadunidenses.
Un ejemplo, entre muchos, de esta situación sin salida aparente, es la suerte de una película muy rescatable: Viento aparte (2014), segundo largometraje de Alejandro Gerber Bicecci (Vaho, 2009),
orillada a una exhibición discreta en la Cineteca Nacional. Su suerte
no se explica por falta de méritos artísticos. Narra una historia tan
sugerente y atractiva como las de Un mundo secreto (Gabriel Mariño, 2012), Los insólitos peces gato (Claudia Sainte-Luce, 2013), La vida después (David Pablos, 2013) o Las lágrimas (Pablo
Delgado, 2013): el proceso de maduración sentimental de dos hermanos
adolescentes enfrentados, en un largo viaje desde las costas de Oaxaca
hasta el desierto de Chihuahua, a la violencia diaria que vive México.
Durante las vacaciones familiares en una playa, Luz (Úrsula
Pruneda), la madre de los jóvenes, sufre una embolia y debe ser
hospitalizada. Incapaz de atenderlos, y con un hospital que no admite
la presencia de menores, el padre los envía a buscar refugio con una
abuela en Paquimé, Chihuahua. Esta sencilla premisa es el punto de
partida para un road movie lleno de peripecias. Omar
(Sebastián Cobos), de 15 años, debe proteger todo el tiempo a Karina
(Valentina Buzzurro), su hermana tres años menor, de las amenazas
reales o imaginarias en el camino.
La
galería de personajes que deciden ayudarlos en el largo trayecto de 2
mil 500 kilómetros, es más pintoresca que temible. Hay un reportero
gráfico que ha registrado escenas de la matanza de 39 civiles en el
ficticio pueblo de Arroyo Rojo, y que ayuda a los adolescentes a salir
de un bloqueo en la carretera que se vuelve violento; también aparece
un hombre misterioso y fanfarrón que muy pronto se vuelve erotómano
inquietante, y, por último, un ex roquero quincuagenario que, a la
manera de un adolescente prolongado, refiere sus hazañas a lado de su
antigua banda, mostrando solidaridad y comprensión hacia los jóvenes.
De manera inusitada en el cine nacional reciente, Alejandro Gerber
describe esta picaresca sin recurrir a un tono de farsa delirante. Las
notas humorísticas son discretas y, con todo, muy eficaces. Los jóvenes
chilangos asisten, entre aturdidos e intrigados, a parlamentos
enigmáticos en lengua zapoteca, a la zozobra ante un retén militar que
puede transformarse en celada mortal, o a las noticias de un reguero de
cuerpos descabezados en el camino.
La realidad más violenta del país es así considerada a partir de la
mirada de los dos adolescentes: Omar, pegado a la cámara de su smartphone,
captando todo lo que puede; Karina, siguiendo a regañadientes los pasos
del hermano que no sabe, a ciencia cierta, hacia donde terminará
dirigiéndose.
El mundo familiar ha quedado atrás y el director lo evoca con flash-backs
recurrentes y escenas captadas con la cámara de un celular, con
movimientos bruscos e imágenes difuminadas, como un recuerdo ya casi
borroso en el ánimo de los jóvenes protagonistas.
A la recreación de esta atmósfera onírica contribuyen con acierto el
cinefotógrafo Martín Boege y el músico Álex Otaola. Una película
inteligente y sensible, la combinación más segura para no ser jamás un
éxito de taquilla en México.
Mañana, en la sala 8 de la Cineteca, a las 15 y 17:15 horas.
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