Carlos Bonfil
Fotograma de la película dirigida por la británica Sarah GavronFoto cortesía Universal Pictures
Una de las figuras más
emblemáticas en la historia del feminismo británico, y en particular de
su lucha por el derecho al voto igualitario a principios del siglo
pasado, es Emily Wilding Davison, quien murió arrollada por el corcel
del rey Jorge V cuando durante un derby escenificaba una
protesta casi suicida en favor de los derechos de las mujeres.
Encarcelada nueve veces y obligada a romper sus huelgas de hambre 49
veces más mediante la alimentación forzada, esta pionera del radicalismo
feminista aceleró, con su último gesto desesperado, la conquista de la
igualdad jurídica de género con el voto femenino en 1928, ocho años
después de un logro similar en Estados Unidos.
Aunque todo parece indicar que la biografía de Emily Davison habría sido un formidable sustento narrativo para Las sufragistas, la
realizadora británica Sarah Gavron y su guionista Aby Morgan optaron
por dedicar a esta figura crucial un papel secundario en el desenlace de
la cinta, haciendo del conjunto de la trama una aproximación más
convencional y cautelosa a lo que fuera una revuelta muy singular y
valiente en la todavía rígida era posvictoriana.
La acción se sitúa en Londres, en 1912, un año antes del suceso de la
protesta frente al rey, y describe, con una estupenda ambientación, las
dramáticas condiciones laborales en una enorme lavandería donde las
mujeres padecen, algunas desde la niñez, agotadoras jornadas de trabajo y
un continuo abuso sexual por parte de los capataces. La privación de
los derechos se prolonga de las fábricas a los tribunales y hasta el
hogar, donde los maridos gozan, entre otros privilegios, de la custodia
irrestricta de los hijos en caso de una conducta reprobable por parte de
sus mujeres. La aspiración al derecho del voto femenino procura
equilibrar, en lo posible, esa discriminación permanente. Como lo
sugiere una protagonista de la cinta, se trata de poder legislar al
margen de las imposiciones patriarcales. Las sufragistas captura,
con acierto, ese ambiente de agitación social que incluye formas
insospechadas de protesta femenina: lanzamiento de piedras contra las
vitrinas de los comercios, colocación de explosivos en buzones postales,
sabotajes en centros laborales. Y una contraofensiva policiaca que no
vacila en golpear a las mujeres en la calle y, de modo más insidioso
aún, en hacer de ellas un objeto permanente de la burla y el escarnio en
la prensa y en los espacios públicos.
El personaje ficticio de Maud Watts (Carey Mulligan), una lavandera
de 24 años, casada con un apacible y muy opaco colega de trabajo (Ben
Whishaw), y, como él, poco interesada en la política, se ve de pronto
obligada a remplazar como oradora a otra trabajadora frente a un
tribunal, aparentemente favorable a la causa femenina, cuya traición
final la orilla a abandonar sus primeras reticencias y abrazar la causa
de las sufragistas lideradas por la aguerrida Emmeline Pankhurst (Meryl
Streep, en una aparición muy breve).
La toma de conciencia de la nueva y “sucia pankie”
(como se denomina con sorna a las sufragistas) es acelerada y, en un
principio, poco convincente. Su personaje parece tan esquemático como el
de su compañera radical Edith Ellyn (Helena Bonham Carter), o el de la
propia figura tutelar de Pankhurst, la lideresa moral que actúa desde la
clandestinidad. De modo también convencional, cobra relevancia la
figura del jefe policiaco Arthur Steed (Brendan Gleeson), feroz
detractor de la causa feminista y a la vez secretamente fascinado por el
vigor y osadía de las militantes. Más que una crónica de los años
difíciles de la lucha por el sufragio, la cinta de Sarah Gavron semeja
una parábola sobre la resistencia moral de una joven obrera frente a las
injusticias y un entorno adverso, sin una mayor exploración de las
complejidades sociales y psicológicas que viven en ese momento los
personajes, algo que en la literatura estadounidense sí había estudiado,
con enorme malicia y agudeza crítica, el novelista Henry James al
evocar una problemática similar en Las bostonianas (1866).
La paradoja afortunada es la manera en que la joven actriz Carey
Mulligan hace crecer al personaje de Maud Watts muy por encima de su
apresurado diseño en el guión original. Y aunque en términos artísticos Las sufragistas tiene
algo del lenguaje de una serie televisiva, su recreación de atmósferas
turbias en un Londres laboral no muy distante de la miseria generalizada
que describía Dickens, con una notable fotografía de Eduard Grau, y la
partitura musical siempre eficaz de Alexandre Desplat, la experiencia
vuelve muy atractiva, siempre a pesar de las limitaciones de un guión
que uno habría imaginado más original y brillante procediendo de la
pluma de Abi Morgan, quien antes destacara en su trabajo para La dama de
hierro, de Phyllida Lloyd, o, mejor aún, para Vergüenza, la cinta del londinense Steve McQueen. Se exhibe en salas de Cinépolis y Cinemex.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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