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Las vacaciones se terminan y Jerónimo regresa a su universidad en unos días. 1-2-3-4- días. Mientras tanto, miramos una película de Almodóvar. Vamos al supermercado. Me muestra sus libros nuevos. Nos acompañamos en una marcha. Conversamos en su pequeño sofá que mira al cielo. Un dentista le extrajo sus cuatro muelas del juicio el mismo día. Comemos pescado. El sofá de Jerónimo está colocado justo en la esquinita del balcón en donde no cae la lluvia. Ni cuando hay tormenta. Como un refugio con vista hacia la luna. Cayetana, nuestra perruchis, lo sigue por la casa enredándosele entre los pies como si tuviera un presentimiento. Le explico que Jerónimo se va, pero no sé si me entiende. No tengo idea de cómo vive Cayetana el tiempo. No tengo demasiada idea de cómo lo vivo yo misma. ¿Les dije alguna vez que ya los tres son mayores de edad? Rayandito apenas, el más chiquito.
Cayetana tiene un serio problema con la distancia. Como que la atolondra, la sorprende, la desbalaga. Cuando uno de mis hijos sale de la casa con sus maletas, pasa días y días pegada a la puerta. Ella que es una shitzu casi muda, comienza a armar unos alborotos intensos apenas escucha pasos que se acercan por el pasillo, como si el viajero fuera a regresar de inmediato. Corre a avisarme dando de brincos: “ya está aquí, ya regresó”. ¿O será que es eso lo que yo entiendo? “Pero cómo serás de mensa, Cayetana”, que le digo. “Apenas pasó una semana”. Le explico de los aviones y de los mares. Y de la libertad. Y de las elecciones. Y
hasta de un señor que se llamaba Marco Polo y otro Américo Vespucio. Y
Ulises. Todo el rataplán de las travesías y sus bondades. Por momentos hasta la adoctrino con el clásico: “tus hijos no son tuyos, son hijos para la vida” y “desplegaron sus alas”. Ajá.
Acomodamos de a poquito las ausencias. Entonces jugamos ella y yo: pronuncio en voz muy alta el nombre del viajero: “¡Diego! ¡Jerónimo! ¡Sebastián!” Y nos lanzamos las dos como locas zapateando felices – aunque en la casa no usamos zapatos- a abrir la puerta. Observa atónita el pasillo vacío, no entiende que el viajero no está del otro lado de la puerta. Yo tampoco lo entiendo. “Ah, todavía no llega”, le digo bien tristona y bien fantasiosa. “Se le habrá hecho tarde. Anda, vamos a cenar”. Cayetana me mira por entre sus cabellos desgreñados. Nos amamos y somos muy empáticas. Juego con ella para consolarla, para que se acostumbre a las ausencias, para que entienda las rupturas de la cotidianidad. Es muy probable que ella corra hacia la puerta para ofrecerme su amor o viceversa.
Cayetana está en una situación de desventaja: es una animalita irracional. Por eso le explico mucho y con detalle: “mira, Cayetanú, la cotidianidad se detiene en esa manera en la que solía ser y se convierte en otra cosa. Ya tenemos una larga experiencia. ¿Por qué vivimos como neófitas? Hay una cotidianidad que se quiebra. Por ejemplo, si ahora digo: ‘Jerónimo’, su voz me responderá del otro lado de la casa. Pero si digo: ‘Sebastián’, nos tenemos que conectar en un invento maravilloso que se llama Skype. Lo mismo si digo: ‘Diego’. Como para las alturas de este viernes, diré: ‘Jerónimo’ y no va a responder desde aquí adentro de la casa. Estará del otro lado del mar. Así de sencilla es la realidad. 2 + 2= 4. ¿Entendiste cabeza de chorlo, o te lo vuelvo a explicar?” Como que se le escapa un lagrimón a esa animalita insensata. Tres lagrimones. En términos de emociones, 2+2 rara vez suman 4. Esa es la mera verdad.
Freud y el "Juego del carretel", sólo que al revés
El fondo del juego de correr hacia la puerta es la promesa de que un día la puerta se abre y nuestro adorado viajerito llega. Una se entrena a que abre y no está, para acostumbrarse a la ausencia, pero vive en la certidumbre de ese momento futuro de la presencia. “Abro la puerta y sí está”. Escucho una llave en la
cerradura y son ellos. Mis tres hijos y mi nuera. Vienen a comer como
en cualquier domingo. La nostalgia y la promesa del reencuentro (y sus tan distintos rituales), me recordó el célebre “juego del carretel” o “Fort-Da”, del que escribe Freud en “Más allá del principio de placer”, cuando analiza el intento de simbolizar la ausencia de su madre, en los juegos de su nieto de dieciocho meses.
Observó que el niño lanzaba (de manera recurrente) sus juguetes a un rincón o fuera de su cama y repetía: “o, o, o, o”, lo que su madre había logrado entender que quería decir: “Fort”, lejos. ¿Qué podía significar ese alejar los objetos y constatar que ya no estaban, junto al intento de pronunciar una palabra? ¿Qué nombraba? Como si el niño se explicara a sí mismo algo fundamental. Un día el niño jugaba con un cilindro atado con un cordel. Lanzaba el cilindro hasta hacerlo desaparecer fuera de su camita y repetía: “o,o,o,”. Después muy contento jalaba del cordel y el cilindro aparecía, entonces decía: “da”, traducido como “acá”. Freud interpretó el juego como un ritual en el que el objeto juguete, tomaba el lugar de los objetos amorosos esenciales para el niño. “Se van y regresan”. Como una manera de escenificar la separación, y la promesa del reencuentro. “Desaparece-reaparece”. “ausencia-presencia”. “Fort-da”.
La vivencia y el aprendizaje de la separación comienza prontísimo en nuestras vidas. Y no se termina nunca, creo. Cada separación tiene sus rituales. Ausencia-presencia. Sus felicidades. Sus nostalgias. Y la tan bella promesa del reencuentro. El bebé recreaba su separación con su madre en “el juego del carretel”. El bebé quería entender. Las madres y los padres también inventamos nuestros juegos del carretel. Correr con Cayetana hacia la puerta, por ejemplo. Ahora la tecnología nos ayuda muchísimo. Sebastián se fue. Diego se fue. Santi ya se va. “O, o,o,o,”. Lejos. “Tiene una llamada de Sebastián”, me dice el gentilísimo Facebook. “Da”, (acá). Miro su carita en la pantalla. Trae su camiseta de futbol. Me muestra su habitación, su camita. Hacemos “juntos” un arroz.
Diego
tiene un tapetito nuevo y no sabe dónde acomodar su sofá de lectura. La
cámara de la computadora recorre sus habitaciones. ¿No es un milagro la tecnología? Ella sí que sabe de amores. Escucharlos contentos. Me hablan de sus nuevos amigos, de sus profesores, de sus clases, de sus libros. Tan
lejos, tan cerca. La cotidianidad se reconstruye de manera muy
distinta. Santi volverá a mostrarme la vista desde su balcón, el de
allá. Quizá voy a llorar un poco en su balcón, el de acá.
Cayetana
escucha la voz de Sebastián y arma una alharaca para que la suba a mi
mesa. Acerca la nariz a la pantalla. Busca su olor. Cubre su rostro de
lengüetazos. Es su máxima expresión de amor y gratitud. Es la hora de abrir las maletas y llenarlas. 1-2-3-4 -días y Santi se va. Muevo muebles de un lado a otro de la casa. Suben tres forzudos jardineros liderados por don Raymundo, me ayudan muy sonrientes. Ya están acostumbrados. “¿Y ahora dónde colocamos esta cama? ¿el sofá regresa a su estudio?”
Esta vez dos camas abandonaron la casa: las que mi mamá les regalo a Jerónimo y a Sebastián cuando dejaron sus cunitas. “Teníamos un exceso de camas”, me dice Jerónimo. Pues sí, pero, ¿cómo regalar sus camas de infancia? Las fui acumulando. Me era menos difícil amontonarnos, que dejarlas ir. Don
Raymundo carga con ellas y me promete traerme una foto cuando las haya
colocado en la recámara de sus hijos. “Sí, tráigame la foto, se la toma
cuando estén cobijaditos y dormidos”.
Cayetana y yo vamos a preparar el almuerzo. Una pasta delgadita con ostiones, porque a Jerónimo le extrajeron las muelas y las heridas duelen. A mí no me las extrajeron recientemente, pero también me duele. Es un dolor sospechoso que logro ubicar – sobre todo- del lado del corazón. Noten que hice un esfuerzo por escribir “extraer”, y no, “arrancar”. “Fort-da, Cayetanú. Lejos-cerca. ¿Ya me entendiste cabeza de chorlo?”
Freud fue un señor muy inteligente y muy encantador que observó el juego del carretel - y se tomó la molestia de interpretarlo- para que las mamás aprendieran a trabajar la separación. Para que pudieran nombrar. Para que no les de un patatús cada vez que sus hijos se van. Ajá. Hablaba de un niño de 18 meses, pero hablaba de nosotras/os los adultos . Sólo que quiso hacerse el disimulado. ¿Quién ya aprendió a separarse? Ni me digan “yo”, porque no se los creo. He dicho. Las maletas se llenan y la casa se vacía. Por el momento.
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