La Jornada
México vive
el peor momento de su historia desde la guerra con Estados Unidos, que
le costó la ocupación y la mitad de su territorio. La sociedad mexicana
ha retrocedido en varios aspectos fundamentales a la situación imperante
antes de la Revolución. El país es gobernado por una oligarquía rapaz,
socia de las transnacionales y de las finanzas extranjeras. Ese puñado
de personas y gerentes del extranjero eligen en su seno a sus
gobernantes –en un ballet obsceno del mismo perro, pero con distintos
collares– mediante fraudes repetidos y sistemáticos. La economía, la
diplomacia y la política internacional, las fuerzas armadas, todas están
controladas desde Washington. México mismo, para el Pentágono, está en
el marco del comando sur estadunidense. Las fuerzas armadas hace décadas
que fueron degradadas a tareas policiales y enfrentan a señores de la
guerra poderosamente equipados desde Estados Unidos que, además,
infiltran sus mandos y sus cuadros. No hay, propiamente hablando, un
Estado mexicano, sino un mero aparato de succión de los recursos del
país, cuyo grado de cinismo llega al punto de que fija un salario mínimo
por debajo de su propio cálculo de la canasta básica para la
supervivencia de una familia y que, con Fox, estimuló la emigración
dotando a los aventureros de kits para el desierto.
Para empeorar aún más las cosas, este país, totalmente dependiente de
Estados Unidos, podría estar, a partir de este fin de año, a la merced
del fascista, xenófobo y racista Donald Trump, el energúmeno que
probablemente triunfe, aprovechando el desprestigio del establishment
estadunidense, el rechazo popular a la candidatura de Hillary Clinton,
la despolitización, la irracionalidad y la ignorancia de la mayoría
aplastante de los votantes del país del norte, el proteccionismo
económico y el aislacionismo que en muchos momentos de crisis afloran en
Estados Unidos.
Las expulsiones masivas de mexicanos y centroamericanos aumentarán, y
el oprobioso muro que Trump quiere levantar, si bien será ineficaz como
todos los muros ante una ola inmigratoria de fondo, reducirá el flujo
al mercado de mano de obra en Estados Unidos y también las remesas de
los connacionales, vitales para muchas zonas rurales de nuestro país.
En este contexto se realizarán los comicios de 2018, para los cuales
vemos dos caminos posibles. El primero consiste en lograr un profundo
cambio político y social y afirmarlo con una Asamblea Constituyente,
como quieren la mejor y más activa parte del pueblo mexicano y los
millones que apoyan a Morena. El segundo, por el contrario –para no
tener que construir sobre los escombros del gobierno y del régimen–
lleva a ofrecer plena amnistía a Peña Nieto y a todos los asesinos y
represores pisoteando la justicia y la voluntad popular en nombre de una
supuesta
unidad nacional, para concretar un pacto entre los partidos causantes del actual desastre, con el fin de redistribuir el pastel del gobierno y formar así el futuro personal administrador local de Mr. Trump.
Ambas opciones, por supuesto, podrían llevar a violentos
conflictos que nadie quiere y que todos temen, pero la primera conduce a
una lucha por la democracia y la independencia, mientras la segunda
desembocaría en un régimen aún más corrupto, represivo, antinacional y
servil que el actual.
¿Qué hacer? Las luchas sociales se libran hoy en orden disperso y por
motivos diferenciados, no comunes. Cuando hay una profunda necesidad de
restauración de la democracia, de acabar con la corrupción y la alianza
del Estado con la delincuencia organizada, es urgente recuperar lo que
ha sido entregado, como Pemex, y quitarle a la oligarquía el control de
las finanzas y de las palancas del desarrollo y reconstruir la economía
rural y el autoabastecimiento alimentario.
Por consiguiente, es urgente hacer funcionar un Comité de Defensa
Nacional que coordine las luchas por puntos comunes y organice la
solidaridad con ellas a escala nacional. En esa alianza, cada uno
debería golpear sobre el mismo clavo, sin dejar su propio martillo y
construir la unidad a partir de los objetivos comunes, minimizando las
diferencias.
La defensa de la democracia comienza en la autoorganización y la
defensa del territorio, como lo enseñan las policías comunitarias y
antes lo hizo en Oaxaca la APPO. La lucha contra la delincuencia y la
ola de asesinatos y secuestros de mujeres no pasa por la barbarie de los
linchamientos, sino por organizar comités de control del territorio y
grupos de autodefensa de la legalidad. La lucha la contra corrupción
pasa por la denuncia masiva y organizada de corruptos y chantajistas. La
depredación de la minería se hace impidiendo el robo del agua y
cerrando las empresas, como hicieron en Argentina contra la Barrick Gold
en Andalgalá. En esa lucha todos aprenderán a ser dirigentes, a
decidir, a ser solidarios, y elevarán su conciencia. Construyendo poder
local destruirán el de los opresores, que se apoya en la idea falsa de
que no hay alternativa al mismo.
En Morena deberían exigirle a López Obrador que antes de formular
declaraciones que fijan líneas estratégicas a las de su
movimiento-partido consulte a los cuadros del mismo, que no son ni
robots ni obedientes soldaditos de plomo. No se puede luchar por la
democracia si no se la practica en casa, ni por relaciones de respeto e
igualdad cuando alguien se siente jefe inapelable o caudillo por
designación divina.
Los movimientos sociales y Morena deben ayudar en lo inmediato a
organizar la resistencia de los afros y los latinos en Estados Unidos, y
a construir allí un nuevo partido progresista, tal como los International Workers of the World ayudaron el siglo pasado a los trabajadores de México. Si se quiere un cambio, hay que cambiar.
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