CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Pareciera una condena o una maldición. La demanda popular de acabar con los gobiernos fallidos y corruptos que hemos padecido sigue vigente –hoy más que nunca–, dos siglos después de que Miguel Hidalgo iniciara el movimiento de Independencia al grito de “¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!”.
La historia de México no ha desembocado en una gobernanza de calidad que garantice las libertades, la seguridad y los derechos de la población a niveles de vida dignos, educación y servicios de salud de calidad, con crecimiento económico sostenido, creación de empleos formales bien remunerados y la igualdad ante la ley bajo la égida del estado de derecho.
¿Por qué no hemos podido alcanzar un nivel satisfactorio en la calidad del gobierno después de dos siglos como nación independiente? Tomemos como referencia una investigación para evaluar la calidad de la gobernanza en más de 200 países realizada por el Banco Mundial (BM) desde 1996, enfocada en seis áreas: 1. Libertad electoral, de expresión y rendición de cuentas. 2. Estabilidad política y ausencia de violencia. 3. Eficacia gubernamental. 4. Calidad regulatoria. 5. Imperio de la ley. 6. Control de la corrupción.
En relación con las libertades electorales, es indudable que ha habido avances institucionales, como la creación de un instituto y un tribunal electoral autónomos que han permitido la realización de procesos comiciales libres y el surgimiento del pluralismo político. No obstante, estamos lejos de alcanzar la integridad electoral, debido a la recurrencia de irregularidades como rebasar los topes de gastos de campaña, la compra del voto, la presencia de dinero ilegal en las campañas políticas, así como la compra ilegal de tiempo y espacio en los medios de comunicación, entre otras trampas y corruptelas que quedan impunes a pesar de la existencia de leyes e instituciones creadas para evitar y sancionar dichos delitos.
El caso de la libertad de expresión es similar. Hoy existe mayor libertad de prensa que en el siglo pasado, pero tanto a nivel federal como estatal prevalecen muchos de los vicios del antiguo régimen, basados en el trueque de apoyo y sumisión periodística a cambio de prebendas gubernamentales en dinero y especie. Más grave aún es utilizar el poder del Estado para “castigar” de manera vil y subrepticia a los medios y periodistas críticos.
En el ámbito de la transparencia y rendición de cuentas, los avances jurídicos e institucionales tampoco han acabado con la opacidad y los abusos, como lo ilustran de manera oprobiosa los casos de los gobernadores Javier y César Duarte, de Veracruz y Chihuahua, respectivamente; Roberto Borge, de Quintana Roo; así como el emblemático caso del coahuilense Humberto Moreira, el gran protegido del gobierno actual.
Baluarte del antiguo régimen, la estabilidad política se logró mantener en la joven democracia a niveles razonables, pero todo cambió con la escalada de violencia iniciada tras la “guerra contra el narcotráfico” declarada por Felipe Calderón y continuada durante la presente administración. La connivencia de políticos de todos los niveles y colores con los capos del crimen organizado representa el mayor obstáculo para resolver esa terrible amenaza a la seguridad y la estabilidad.
A juzgar por los magros resultados en materia de crecimiento económico, productividad, creación de empleos, combate a la pobreza, educación, salud o respeto a los derechos humanos, la eficacia gubernamental ha sido mediocre. Resolver esa proverbial ineficiencia que impide el desarrollo del país es uno de los mayores retos que enfrentamos como nación. Urge una reingeniería de la administración pública que permita racionalizar y optimizar el uso de los recursos presupuestales.
La calidad regulatoria para formular y aplicar políticas y normas sensatas que permitan y promuevan el desarrollo del sector privado se ha cumplido razonablemente bien, en términos generales. Como en el pasado, en este sexenio el mayor abuso ha sido el trato preferencial a los grupos empresariales del Estado de México cercanos al presidente, que han sido beneficiados con contratos multimillonarios del gobierno (Proceso 2081). El “capitalismo de cuates” ha llegado a excesos de escándalo durante el peñanietismo.
La ausencia de un auténtico estado de derecho ha sido la carencia perenne en la historia de México. El costo de esta deficiencia estructural ha sido muy elevado, pues frena el crecimiento económico, el desarrollo y la prosperidad de la nación. Asimismo, la falta de un verdadero imperio de la ley ha propiciado la corrupción y el fortalecimiento del crimen organizado.
Al impedir la equidad ante la ley, la fragilidad del estado de derecho se traduce en un aumento de la desigualdad y la pobreza. El Latinobarómetro 2016 revela que México ocupa el último lugar de la región en materia de respeto a la ley. Sólo 56% piensa que existe la obligación de obedecer la ley. Además, 99% de los delitos que se cometen en el país no son castigados. Sin el gobierno de la ley predomina la arbitrariedad y se cancela la legitimidad democrática.
El sexto tema para determinar la calidad de la gobernanza es el control de la corrupción, el otro talón de Aquiles del gobierno mexicano desde tiempos inmemoriales. Las leyes e instituciones diseñadas para prevenir y combatir ese flagelo desde la gestión de Miguel de la Madrid han fracasado. Ha triunfado la impunidad, y sabemos que el derecho no existe sin sanción. Además, el sistema de procuración e impartición de justicia es deficiente y corruptible. Por ello existe el riesgo de que el Sistema Nacional Anticorrupción creado en este gobierno corra la misma suerte de las instituciones que lo antecedieron.
México es hoy más plural, pero no más justo; quizá más libre, pero no menos desigual; acaso más democrático, pero no más respetuoso de la ley. La cultura política del país sigue anclada al autoritarismo surgido de la revolución institucionalizada. La conclusión es clara: sin un estado de derecho robusto es imposible tener una gobernanza de calidad. En tanto no prevalezca el imperio de la ley, los malos gobiernos no morirán.