Raúl Jiménez Vázquez*
Hace 48 años fue
perpetrada la horrenda matanza de Tlatelolco. Concebida, planeada,
ejecutada y encubierta desde las más altas esferas gubernamentales, tuvo
como objetivo acabar de raíz con el movimiento estudiantil de 1968, el
cual –amparado en las libertades democráticas de petición, reunión y
protesta ciudadana– en tan sólo unos meses se erigió en una fuerza real
de oposición, capaz de desafiar a un régimen autoritario, acostumbrado
al sometimiento incondicional, a la disuasión de todo intento de
organización política independiente y al encarcelamiento o asesinato de
los líderes disidentes.
La crueldad con que fue planeada y ejecutada esta atrocidad
innombrable no tuvo límites. Baste decir que la doctrina militar inoculó
la idea de que los estudiantes eran
traidores a la Patria; el aparato propagandístico del gobierno sembró en el imaginario colectivo la imagen de que el movimiento obedecía a una
conjura comunista, lo que generó el clima de linchamiento mediático que permitiría justificar la masacre como acto de salvación del país. Durante el zafarrancho se utilizaron balas expansivas o descamisadas, absolutamente prohibidas por los convenios de La Haya; en el fuego graneado participaron militares disfrazados de civiles e identificados con un guante blanco, lo que constituyó una maniobra de asechanza proscrita por el derecho internacional humanitario.
Fue, sin duda, un genuino terrorismo de Estado guiado por el objetivo
estratégico de mantener incólume un sistema de dominación y hegemonía
ideológica y política. Por esta razón en la sentencia definitiva dictada
casi 40 años después por el Poder Judicial de la Federación se
estableció que se trató de un genocidio en los términos del artículo 149
bis del Código Penal Federal y de la Convención para la Prevención y la
Sanción del Delito de Genocidio, pues el inefable baño de sangre fue
ejecutado con el deliberado propósito de exterminar al grupo nacional
opositor aglutinado en el Consejo Nacional de Huelga.
Empero, dentro del fallo en cuestión se asentó que las pruebas
aportadas por el Ministerio Público no permitían atribuir
responsabilidad penal a persona alguna. Con ello se dio forma a la
inaudita paradoja de un genocidio sin genocidas, lo que propició que
este abominable crimen fuese cubierto con el fétido manto de la
impunidad.
Tan obsceno disimulo constituyó el caldo de cultivo que hizo posible
la comisión de subsecuentes crímenes de lesa humanidad, como las
torturas, ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas de la guerra sucia;
las masacres de Acteal, Aguas Blancas, El Charco, El Bosque, Atenco,
Apatzingán, Ecuandureo, Tanhuato, Calera y Tlatlaya, y la trágica
desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
No obstante la pretensión oficial de instaurar una verdad a
modo y convertir el holocausto de Tlatelolco en un mero incidente, el
veredicto histórico ya ha sido dictado en forma categórica. El
reconocimiento de la sinrazón gubernamental y de la justeza, apego a
derecho y legitimidad de las banderas enarboladas por los estudiantes
quedó sellado con tinta indeleble con la reforma a la Ley sobre el
Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, por la que se añadió a la
lista de las fechas de luto nacional el
2 de octubre: aniversario de los caídos en la lucha por la democracia en la Plaza de Tlatelolco en 1968.
Así pues, al igual que cada 13 de septiembre, aniversario del
sacrificio de los Niños Héroes de Chapultepec, el 2 de octubre el lábaro
patrio debe ser izado a media asta en todas las escuelas, templos,
cuarteles, guarniciones militares, edificios públicos, embajadas y
consulados.
El reconocimiento legislativo, empero, no es suficiente. Se requiere
adoptar otras medidas de grueso calado. El jefe del Estado Mexicano debe
pedir públicamente perdón a las víctimas y sus familiares. Raúl Álvarez
Garín, Félix Hernández Gamundi, Ana Ignacia Rodríguez y los demás
líderes que fueron injustamente encarcelados deben ser reivindicados
mediante el reconocimiento expreso de su inocencia por el Poder Judicial
Federal; las víctimas y sus familiares deben recibir las reparaciones
integrales correspondientes; la revocación del acuerdo presidencial en
el que se otorgaron sendas condecoraciones a diversos militares por
méritos en campañaes un imperativo ético y jurídico.
Dentro de la doctrina castrense y en las aulas milicianas tiene que
reflejarse la verdad inconmovible de este infame genocidio, lo mismo en
los libros de texto gratuito, en el Museo Memoria y Tolerancia y en los
museos gubernamentales. Por último, y sobre todas las cosas, es preciso
romper los anillos de complicidad y llevar ante la justicia a los
responsables intelectuales, directos y por cadena de mando, lo que es
factible en virtud de que delitos de esta índole son imprescriptibles.
Las y los abogados democráticos alzamos la voz para proclamar en todo
lo alto: ¡nunca más! ¡Nunca más un genocidio en México! ¡Nunca más un
gobierno represor! ¡Nunca más una persecución por motivos de disidencia
política! Hagamos posible el sueño imposible. Hagamos que la verdad y la
justicia sean el motor del cambio democrático que anhela la sociedad.
¡Viva la discrepancia! ¡Viva la vida! ¡2 de octubre no se olvida!
*Presidente de la Asociación Nacional de Abogados Democráticos (ANAD)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario