La tristeza simplemente. Tan humana. Tan silenciosa y tan azul.
A veces imagino que la tristeza es azul.
Como ese periodo en el que Picasso eligió ese único color para pintar.
Hay en sus pinturas de entonces algo de entrañable y de fantasmático. La
tristeza tiene mucho de silencio, de indecible. Por
momentos nos habita. A veces sabemos por qué. A veces no. Aún cuando
suponemos saber por qué, habría que concederle todo lo que un estado de
ánimo trae consigo de inconsciente. Lo que no sabemos a ciencia cierta.
Lo que ni siquiera imaginamos. Aquello que contiene nuestras memorias
más remotas.
A casi todas/os ante la tristeza de
una persona amada nos da por decir: “pero, ¿por qué estás triste?” “No
estés triste”. También nos lo decimos a nosotras/os mismas/os. Como si
la tristeza tuviera que negarse, rechazarse. Como si su
destino más deseable fuese enmascararla. Maquillarla. Acallar sus
murmullos en el ruido exterior. Me imagino un manifiesto por el derecho a la tristeza.
A nuestras horas. No me refiero, por supuesto, a la depresión o a los
estados de ánimo de una melancolía grave en donde es indispensable una
ayuda profesional. La tristeza simplemente. Tan humana. Tan silenciosa y tan azul.
A veces, se nos oprime el corazón. Ese puño que regresa y que lo oprime. Me da por confundir la tristeza
con la nostalgia. Como si fueran gemelas en algunas circunstancias.
Diciembre es un mes lleno de nostalgias: de lo que fue y de lo que no.
Quizá una de las manifestaciones más intensas de la nostalgia es la de
lo no vivido. O de aquello sí vivido que nos era bueno y ya no puede
repetirse. La tristeza y la nostalgia son/pueden ser
una travesía hacia la creación de futuro. Si las aceptamos. Las
arropamos y nos arropan. Son tiempos de lluvia. Son tiempos de dolor.
Son tiempos de tormenta.
Aquel árbol de Navidad con todos sus
significados en la familia de los orígenes. Para bien y para mal. Y las
versiones que una va creando a lo largo de la vida. Son tantas. La
nostalgia infinita por aquel padre joven. Sano. El
nacimiento que parecía enorme en la casa de la abuela materna. Aún
fabrican esos mismos personajes, esas mismas casitas y estrellas y
animalitos. Y pesebres. Aún los espejos se convierten en lagos en medio
del musgo. Los pozos son idénticos. Esa combinación de criaturas de
tamaños desiguales que creaban un microcosmos. Los nacimientos
tabasqueños incluían lagartos, tortugas, tejones, manatíes, changos y
piecitas olmecas. Tenían un cielo de cartulina azul con estrellas fugaces plateadas. El microcosmos de la infancia.
El padre
trabaja hasta muy tarde en los días festivos. La niña mira hacia la
puerta con insistencia. Ya todos están allí menos él. La madre cada vez
se impacienta. Conversan y conversan en voz muy alta. Así hablamos en
Tabasco: en voz altísima. Nos da por arrebatarnos la palabra. La niña
escucha y sabe que existe en su vida un milagro repetido cada noche: su padre
llega. Es lo que se llama “un hombre de pocas palabras”. Poquísimas.
Nunca levanta la voz, quizá porque creció en Yucatán. Es en su vida una
doble instancia: entre la presencia y la estrella fugaz. Sobre ese
fascinante cielo azul de Tabasco. Es, la niña está convencida: una fuerza de la naturaleza.
Ahora es ella quien abraza el cuerpo fragilísimo del padre. Así vamos. Como un día sus hijos abrazaran el suyo. El padre
no es un hombre religioso y lo que amaba en los nacimientos eran los
personajitos que se entregaban a sus labores: el carpintero, el
campesino que siembra, el herrero. La mujer que transporta el agua.
Amaba esos pequeños pueblitos inventados. El padre atraviesa el umbral. Para la niña el mundo se ordena con su presencia.
La nostalgia. De golpe creo que necesito musgo. Y personajes y animales. Casitas. Hacer algo con esta tristeza
grande. “Papá, cuéntame la historia de esta mujer que siembra la tierra
y la de la que trae el agua. Cuéntame la historia de los niños que
asisten a la escuelita del nacimiento. Papá por favor: cuéntame una
historia”. Porque el hombre de “muy pocas palabras” era un buenísimo
narrador. A la niña le gusta sobre todo que le cuente su infancia. Le
gusta sentir que lo abraza cuando era un niño. Ahora también. Lo abraza
en todas sus edades –las de él, las de ella– cada vez que lo abraza.
El padre se inventaba un padre. Un padre
amoroso y bueno que al parecer, nunca existió en la realidad. Los
abandonó de niños y ese era un hecho sabido y más que rotundo. Salvo
para él. No le decía “papá”, sino “don César”. Alguna vez lo llevó de
viaje en un barco, “don César”, poco antes de pasar a retirarse. Mi padre se quedó fijado en ese momento en el vínculo con su padre.
Al menos en lo que le era posible decir en voz alta. La niña lo
escucha. Ya su madre y su abuela paterna le explicaron que así no
sucedió. Lo escucha y de alguna manera entiende que esa fantasía tan
suya lo sostiene. También entiende que el desamparo del padre está allí. Innombrable. Era un hombre de su época.
Tan lleno de innombrables. Su hija escucha lo que él no dice y lo guarda.
Ahora
siento esa necesidad vertiginosa de escribirlo, de escribirle. Las
cartas que ya no puede leer. Las memorias que les comparto. Como una
botella al mar. Quizá alguien las lea. Quizá alguien siente esa tristeza,
esa nostalgia profunda. Quizá juntas/os podamos recrear cada una/o ese
abrazo fundamental. Escribirlo. ¿Conseguiré lagartos y changos en el
mercado de Coyoacán? Mi padre fue un niño muy triste que de adulto negó su tristeza.
Fue lo que él pudo hacer. Y aún así supo crearse muchas maneras de
esperanza y de felicidad. Un niño que miraba hacia la puerta por la cual
su padre no entró nunca más. Le agradezco tanto que acudiera a la cita con mi infancia.
Le
agradezco esas memorias. Esas certezas. Está cayendo la noche sobre la
ciudad de las calles que se inundan. La niña terminó su tarea. Está
atenta. El ruido de la llave en la cerradura. Los pasos firmes de su padre.
A veces se precipita en sus brazos y otras se hace la desentendida.
Para que él camine hacia ella. Ahora frente a la computadora deja la
puerta de su estudio abierta. La hija ya más que adulta. Hay algo que
quizá ya aprendió en el camino: un padre tiene muchas
maneras, tantas, de acudir a la cita. La esperanza que se renueva en
toda su suavidad y su dulzura, es una de ellas. En toda su fuerza.
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