El sistema económico en que
vivimos se caracteriza, a nivel global, por marcadas desigualdades. El
1% de la población más pudiente del planeta posee más riqueza que el 99%
de la población y esta situación se sigue agravando a diario; de hecho,
el 82% del crecimiento de la riqueza del año pasado fue a parar a las
manos de ese 1% más rico; mientras que la mitad de la población mundial
no vio mejorar su situación, según un reciente informe de Oxfam (2018).
Sin embargo, estas disparidades no
solamente existen entre personas ricas y pobres; también hay marcadas
desigualdades determinadas por el origen étnico de los seres humanos,
por su lugar de nacimiento, por su sexo, etc. Todas ellas tienen una
característica en común: se deben, en la gran mayoría de los casos, a
factores ajenos al control de las personas, no a su esfuerzo y
sacrificio, como habitualmente se piensa.
Con ello en mente, el presente artículo
pretende bosquejar una perspectiva de la desigualdad existente entre
hombres y mujeres en el contexto del sistema económico en que vivimos,
una desigualdad que se deriva de las características propias de dicho
sistema y de las características socialmente construidas sobre lo que
deben ser y hacer un hombre y una mujer, y no necesariamente de
diferencias en su trabajo o su capacidad.
La desigualdad de género
Al hablar de género nos
referimos a un concepto particularmente relevante en las ciencias
sociales contemporáneas, usado para el análisis de la formación
histórica y cultural de identidades y roles asignados por la sociedad a
los hombres y a las mujeres, y especialmente útil para comprender las
desigualdades provenientes de esta diferenciación (Herdoíza, 2015).
En años recientes, la lucha contra la
desigualdad de género ha ganado espacio en el discurso académico y
político, y esto ha sucedido no sólo por las preocupaciones éticas y
morales que pueden surgir en torno a esta situación de discriminación
—lo que ha llevado, incluso, a que se reconozca que la equidad de género
es un objetivo de desarrollo en sí mismo (Banco Mundial, 2012)— sino
también por los efectos que la desigualdad de género tiene en la
economía y en la sociedad. Ejemplificando este último punto, un estudio
reciente demostró que mejorar las condiciones de equidad para las
mujeres podría aportar doce billones de dólares al crecimiento global
para 2025 (McKinsey Global Institute, 2015).
Pese a la visibilidad que el tema ha
ganado y a los avances observados en los últimos años, aún existen
brechas que deben ser cerradas. Por ejemplo, en todas las sociedades
occidentales los hombres ganan, en promedio, salarios mayores que los de
las mujeres (Blau, 2012).
Una situación tan generalizada
evidentemente está enraizada en la forma en cómo hemos organizado
nuestra sociedad a través del tiempo, generando una estructura de poder
en que las mujeres están subordinadas a los hombres. Sin embargo, está
también fuertemente relacionada con la forma en cómo nuestra sociedad ha
sido organizada para producir y consumir, generándose una estructura de
poder en la que el capital domina al trabajo. De hecho, para comprender
la persistencia de las marcadas desigualdades de género en nuestro
sistema económico, es preciso examinar la relación entre estas dos
estructuras: patriarcado y capitalismo.
La desigualdad de género en el sistema económico actual
Stilwell (2012), basándose en el modelo
marxista de circulación de capital, propone un marco analítico apropiado
para comprender a la desigualdad de género en el contexto del sistema
capitalista, descubriendo la funcionalidad de la desigualdad de género a
este sistema, debido a su contribución al cumplimiento de los
requisitos necesarios para la acumulación del capital, tal como se
explicará a continuación.
En este sentido, la primera condición
necesaria para la acumulación —y para el funcionamiento mismo del
sistema económico— es la reproducción de la fuerza de trabajo.
Esto implica el nacimiento, crianza y educación de los niños, cuidado y
labores del hogar, etc. En fin, todas las labores que permiten que la
fuerza de trabajo se encuentre en óptimas condiciones en los mercados.
Y, son los hogares, no el Estado ni las empresas, quienes asumen
directamente el costo de esto. Asimismo, dentro de los hogares son las
mujeres las que realizan la mayoría de estas actividades, que no son
remuneradas.
En México, por ejemplo, a 2014 las
mujeres dedicaban 54 horas a la semana a labores no remuneradas,
principalmente quehaceres domésticos y de cuidado; mientras que, los
hombres dedicaban cerca de 20. En Costa Rica en 2011 las mujeres
dedicaban cerca de 52 horas semanales a las labores no remuneradas, en
tanto que los hombres poco más de 21. En Perú, las mujeres dedicaban en
2010 cerca de 40 horas a la semana a trabajo no remunerado; los hombres
cerca de 16 horas. (CEPAL, 2018).
Sin embargo, si estas actividades no
remuneradas realizadas por la mujer, dedicadas casi en su totalidad a
quehaceres domésticos y de cuidado (es decir, a facilitar la
reproducción de la fuerza de trabajo) fuesen consideradas en las cuentas
nacionales, equivaldrían al 18% de la renta nacional en el caso de
México, al 11,5% en el caso de Costa Rica y al 14,1% en el caso de Perú
(CEPAL, 2016b).
A nivel global, las cifras son
contundentes: las mujeres aportan a la economía mundial cerca de 10
billones de dólares en trabajos de cuidado no remunerados (McKinsey
Global Institute, 2015). La acumulación del capital, característica
básica del sistema económico en que vivimos, se alimenta enorme y
gratuitamente este trabajo no remunerado que realizan las mujeres en el
hogar.
La segunda condición necesaria para la acumulación es la producción de plusvalor. El
plusvalor es un concepto desarrollado por Marx para hacer referencia al
valor adicional creado por el trabajador asalariado por encima del
valor de su fuerza de trabajo. En este contexto nos encontramos con una
realidad en la que las mujeres perciben salarios menores a los hombres
prácticamente en todo el mundo, creando cantidades mayores de plusvalor
(pues, aunque crean valor en prácticamente la misma medida que sus pares
hombres, su remuneración es menor).
En el mundo, los salarios de las mujeres
son en promedio 24% inferiores a los de los hombres (ONU, 2016) y esto
no necesariamente se debe a menores niveles de esfuerzo, dedicación o
formación. En nuestra región, América Latina[1],
las mujeres en el área urbana que trabajan a tiempo completo ganan en
promedio apenas el 84% respecto a lo que ganan los hombres (CEPAL,
2016a).
Además, en nuestro planeta existe una
división del trabajo asalariado determinada por los roles de género
creados en nuestra sociedad. En ese sentido, no es de extrañarse que en
nuestra mente ciertos trabajos sean considerados como ‘exclusivos para
mujeres’ y otros como ‘trabajos de hombres’ y, habitualmente, los
trabajos asociados a la mujer suelen ser peor remunerados que los de los
hombres. En nuestra región, el 80% de las mujeres empleadas están
laborando en áreas de baja productividad, lo que significa, aparte de un
salario inferior, un menor acceso a la seguridad social, a la
tecnología y a la innovación (CEPAL, 2017).
Pero, como ya se indicó, aún cuando
desempeñan las mismas funciones que los hombres, las mujeres suelen
percibir salarios menores, lo que se traduce, al igual que en el caso
anterior, en una mayor cantidad de plusvalor, lo que a su vez que
permite una mayor acumulación. Además de ello, las mujeres
frecuentemente se encuentran con techos de cristal, es decir, con barreras invisibles que limitan su ascenso laboral al interior de las organizaciones.
La tercera condición tiene que ver con la realización
de ese plusvalor, es decir, con que las mercancías producidas sean
vendidas, cerrando el ciclo y permitiendo al dueño del capital contar
con una cantidad mayor de dinero que la que tenía inicialmente. En este
sentido, el rol de la mujer en el hogar suele ser el foco principal de
las campañas publicitarias de objetos de consumo diario (que venden la
imagen de una mujer feliz junto a su familia gracias al consumo de
cierta marca de mantequilla, o el uso de cierto producto de limpieza,
etc.)
Además, los cánones estéticos y sociales
predominantes suelen ejercer cierta presión sobre las mujeres para
comprar una cantidad mayor de artículos que los hombres, sobre todo en
el área de cuidado personal. Pero, además, diversos estudios muestran la
existencia de un ‘impuesto rosa’ (Pink tax, en inglés),
haciendo referencia a que productos destinados para el consumo de
mujeres, pese a ser equivalentes o casi totalmente similares en su
composición a los existentes para hombres, suelen ser más caros que
estos últimos.
Por ejemplo, un estudio reciente
del Departamento de Asuntos del Consumidor de Nueva York encontró que
los productos para el cuidado del cabello de las mujeres cuestan en
promedio un 48% más que el de los hombres, los jeans un 10% más e,
incluso, los juguetes para niñas un 11% más. En Ecuador, un estudio
llevado a cabo en la ciudad más poblada del país demostró que en
fragancias y perfumes, los productos destinados a mujeres pueden costar
hasta un 18% más que los destinados a hombres, los antitranspirantes
hasta un 12% más y los artículos de limpieza hasta un 16 más.
Comentarios finales
Como empezamos enunciando, el mundo en
que vivimos se caracteriza por notorias disparidades. Sin embargo, estas
disparidades son fundamentales para que el sistema económico dominante,
o más bien dicho, para que aquellos que manejan el sistema dominante
puedan mantenerse en el poder. Entre aquellas disparidades se encuentran
las existentes entre hombres y mujeres, y estas no responden
necesariamente a diferencias biológicas o de esfuerzo, sino a los roles
que nuestra sociedad ha asignado a hombres y mujeres a lo largo de la
historia.
Pero no sólo existe discriminación en lo
referente a los aspectos económicos, también la hay en la
representación política, en la educación, en la cobertura de la
seguridad social, en el acceso a oportunidades, a tecnología,
innovación, etc., siendo esto especialmente visible en los países menos
desarrollados.
Aunque hemos visto que la discriminación
por motivos de género termina siendo perjudicial para la sociedad y la
economía y, de hecho, es una situación criticable en sí misma, esta ha
prevalecido, entre otros motivos, debido a su funcionalidad para que
quienes tienen el poder dentro del sistema económico lo sigan teniendo, a
través de la acumulación de capital y, con ello, de poder económico y
político.
Ventajosamente, en los últimos años el
debate en torno a la desigualdad de género ha sido incorporado en la
academia, en el diálogo social y en la agenda política alrededor del
mundo, lográndose avances sustanciales. Sin embargo, es fundamental que
comprendamos que la desigualdad de género se enmarca en el contexto de
un sistema que requiere de la existencia de disparidades para subsistir.
Comprenderlo allana el camino para lograr transformaciones reales.
[1] En un artículo reciente se presentó un panorama completo sobre la desigualdad económica de género en nuestra región.
Referencias:
Banco Mundial. (2012). Gender equality in development. World Development Report 2012. Washington D.C.
Blau, F. (2012). Gender, Inequality, and Wages. (A. Gielen & K. Zimmermann, Eds.). Oxford University Press.
CEPAL. (2016a). Nota para la igualdad N°18. Persiste la brecha salarial entre hombres y mujeres.
CEPAL. (2016b). Autonomía de las mujeres e igualdad en la agenda de desarrollo sostenible. Santiago.
CEPAL. (2017). Nota para la igualdad N°22. Mujeres: las más perjudicadas por el desempleo.
Herdoíza, M. (2015). Construyendo Igualdad en la Educación Superior. Quito: SENESCYT / UNESCO.
CEPAL. (2018). CEPALSTAT. Bases de datos y publicaciones estadísticas. Comisión Económica para América Latina.
McKinsey Global Institute. (2015). The power of parity: How advancing women’s equality can add $12 trillion to global growth.
ONU. (2016). El progreso de las mujeres en el mundo 2015-2016. Transformar las economías para realizar los derechos. ONU Mujeres.
Oxfam. (2018). Premiar el trabajo, no la riqueza. Oxford.
Stilwell, F. (2012). Political Economy. The Contest of Economic Ideas (3 ed.). Oxford University Press.
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