Arturo Alcalde Justiniani
El grito desesperado de
los jornaleros agrícolas de San Quintín, Baja California, exhibe esa
cara de México que busca ocultarse para mantener un sistema de
explotación e impunidad a costa de miles de hombres, mujeres, niños y
niñas, que se ven obligados a aceptar condiciones de trabajo y de vida
infames para medio subsistir.
Han pasado casi tres semanas de aquel 18 de marzo, hoy día histórico,
en que los jornaleros decidieron suspender sus trabajos, abandonar la
colecta de jitomate, fresa y mora para plantear un pliego petitorio con
reclamos elementales:
un salario de 300 pesos diarios por su arduo
trabajo,
respeto a las prestaciones laborales de la ley federal del
trabajo,
seguridad social y
respeto a las mujeres.
Indigna leer su
octava demanda:
no más tolerancia al acoso sexual de los mayordomos de cuadrilla y/o ingenieros encargados de los ranchos.
La respuesta patronal y gubernamental ha sido lenta, apoyada en
tácticas dilatorias, para evitar contraer compromisos, a pesar de que la
mayoría de los puntos reclamados son obligatorios por ley. Su
estrategia ha consistido en doblegar el movimiento por hambre y la
amenaza de acciones represivas. Los ofrecimientos para resolver el
conflicto son inaceptables: tan sólo un incremento de 20 pesos diarios,
que equivale a 15 por ciento de su salario. Los jornaleros, en una
actitud conciliatoria, han reducido su petición al orden de 270 pesos.
Apenas supera el límite de pobreza planteado por el Coneval.
Los trabajadores en las 148 colonias de San Quintín plantean los
mismos problemas que sufren millones de jornaleros a lo largo y ancho
del país, incluyendo diversas regiones del norte en Sinaloa, Sonora,
Chihuahua y el resto de Baja California. En cada estado existen
historias comunes; lo que es claro es que forman parte de un gigantesco
sector abandonado de las políticas oficiales. Su realidad cotidiana es
escalofriante: a la falta de servicios elementales como agua, drenaje y
habitación, se acumulan los bajos salarios y los riesgos derivados de la
exposición a agroquímicos, pesticidas y fertilizantes. Buena parte son
indígenas y migrantes en su propio país que se ven obligados a abandonar
sus lugares de origen, porque debido a las políticas neoliberales el
campo está arrasado.
La mayoría carece de seguridad social, a pesar de que existe
obligación para ello. En el caso de San Quintín sólo 20 por ciento está
afiliado al IMSS y existe tan sólo un hospital de esta institución; se
les cobra el transporte a sus lugares de trabajo y ante cualquier
intento de reclamo son reprimidos con la pérdida del empleo, con la
amenaza de no volver a ser contratados en ningún lugar. En fin, son
víctimas de toda clase de zopilotes.
En virtud de que el sistema de pago está vinculado al destajo, los
jornaleros se apoyan en el trabajo de sus parejas y sus hijos. Basta
señalar que 45 por ciento de la población es femenina. El producto de la
labor de todos ellos se suma al pago que se hace al padre o madre de
familia; en el mejor de los casos, únicamente el jornalero es
considerado asalariado. La necesidad de la gente que trabaja es tal, que
la labor de los menores no se resuelve impidiéndoles su trabajo, razón
por la cual fracasan las políticas que se limitan a prohibir el trabajo
de los niños, sin asegurar, en cambio, ingresos para que la familia no
se vea obligada a hacer este esfuerzo.
Cada ocasión que explota un problema social salen a relucir
los parásitos que actúan como cómplices en la postración de los más
débiles. En este caso se trata de una red de actores que toman ventaja
de la indefensión de los jornaleros. Los líderes de los sindicatos
oficiales, con las siglas de siempre, forman parte de esta lista. Por
ello el primer punto del pliego petitorio es
la revocación del contrato colectivo firmado por la CTM y la CROM con la Asociación de Agricultores, por las graves violaciones a nuestros derechos laborales y humanos. Cualquiera se hubiera imaginado que el reclamo fuera el respeto al contrato colectivo, pero no fue así, porque, como existe en todo el país, se trata de un convenio de trabajo de protección patronal.
En la medida en que pasan los días crece la solidaridad nacional e
internacional con estos luchadores en favor de la vida, no sólo por lo
justo y elemental de sus reclamos, sino porque se ha exhibido la maraña
de intereses que explican su estado de indefensión, encabezados por los
propietarios de las empresas agroexportadoras, muchos de ellos,
funcionarios gubernamentales que han hecho grandes negocios con este
modelo de explotación, aprovechando sus relaciones políticas para lograr
que los gobiernos abdiquen de su función fiscalizadora y actúen en
complicidad para lograr que la ley sea letra muerta.
A pesar de algunas bajas, el paro de labores logró importantes
logros; por un lado, ha roto el bloqueo informativo y sus demandas se
extienden en el país; por el otro, ha convocado a una creciente
solidaridad al otro lado de la frontera, donde las principales
organizaciones gremiales se han pronunciado en su favor concretando una
acción binacional sin precedente. Esto fortalece el movimiento, no sólo
por la ayuda directa a los jornaleros, sino por la capacidad de
presionar a los empresarios en el propio terreno del mercado al que
exportan.
El gobierno y los empresarios saben que estos movimientos son una
chispa difícil de apagar, en un pajar de tantas iniquidades, por ello se
verán obligados a negociar en términos distintos a los planteados hasta
ahora, con los jornaleros y con su asociación, la Alianza de
organizaciones por la justicia social. Basta un poco de flexibilidad e
inteligencia para entenderlo.
Los jornaleros, además del avance que lograrán para mejorar sus
condiciones de vida y laborales, tendrán como ganancia haber
experimentado el poder de su fuerza organizada de una manera autónoma.
Hasta ahora, sólo los empresarios contaban con una organización que
representara sus intereses: la Asociación de Agricultores, que es una
especie de Coparmex; ahora los jornaleros tienen su alianza, que llegó
para quedarse. Ahora y en el futuro tendrán que negociar con
trabajadores que tuvieron la capacidad de construir y presentar un
reclamo común. Apoyar sus demandas es un deber ético y social.
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