4/10/2016

Cuerpos sin nombre



Ilán Semo
La Jornada
La rectitud de la diferencia. En Medios sin fin. Notas sobre política Giorgio Agamben recuerda el breve artículo que Hannah Arendt publicó en 1943 en The Menorah Journal con el título: Nosotros los refugiados. Un texto que adquirió celebridad sólo hasta los años 80, en que la autora planteaba uno de los paradigmas centrales que habrían de distinguir a los tiempos que corren. Para Arendt la figura del refugiado encerraba el núcleo de las transformaciones de lo político que aguardaban a las sociedades occidentales. Arrancados de sus países por las guerras, la violencia y la vida precaria, los refugiados –Agamben extiende la figura a la de los actuales migrantes– que habían perdido todos sus derechos en su éxodo, acabarían por renunciar a integrarse a una nueva identidad nacional, no obstante la hostilidad que esto les acarrearía, para contemplar lúcidamente su situación y convertirse en los agentes de una nueva conciencia histórica. Esa conciencia que haría a un lado las aporías de los derechos ciudadanos, incluso de los derechos humanos, para situar la defensa de las formas de vida en el centro de la defensa de la vida misma.
Porque si algo han mostrado (y se han demostrado) las comunidades mexicanas en Estados Unidos es que la única forma de resistencia a una sociedad que reduce su propio mundo del trabajo (y no sólo el de los mexicanos) a sombras, cuerpos sin nombre y cifras es preservar esa condición que, mucho antes que los derechos ciudadanos, homologa la existencia con el derecho asumido a la diferencia. Y es esta formidable y lúcida sabiduría la que hoy enardece a la extrema derecha estadunidense, dedicada a encontrar chivos expiatorios –sujetos impolíticos– para imponer condiciones extremas –las condiciones que implica la crisis actual– a toda la sociedad de ese país.
El mercado de las sombras. Ya lo sabemos: la lógica de la migración de trabajadores de México a Estados Unidos se rige por el principio del secuestro perfecto. Si los trabajadores emigran es porque ahí se abren las esclusas –siempre subrepticiamente– para garantizar que las industrias que requieren competitividad global –frente a China, por ejemplo– mantengan regímenes de vida y trabajo propios a los siglos XVII y XVIII, ¡ante los ojos de todas las autoridades estadunidenses! Cruzar la frontera norte en calidad de ilegal implica hoy una riesgosísima aventura, que además cuesta entre 8 mil y 12 mil dólares. Nadie quien la haya cruzado, volvería –en sus cinco sentidos– a intentarlo. Sin oficializarlo, el migrante es prácticamente secuestrado, incluso por la fantasmagoría del sueño americano. Hay cientos de miles de padres, hijos, hermanos, esposos que nunca han vuelto a encontrarse con los suyos en México. La ilegalidad legaliza la autorretención de un trabajador que además es parte intrínseca de la economía del adentro en Estados Unidos.
Por otro lado, si las industrias de Chicago y Detroit emigran hacia México no es tan sólo porque los salarios sean más bajos. Según esta lógica, ¡Haití –donde los salarios son los más bajos del continente– tendría que concentrar una parte de la inversión del mundo entero! Las industrias emigran porque la relación entre la productividad y los salarios es más óptima en México que en Estados Unidos. La inversión moderna busca ante todo maximizar utilidades, no salarios bajos en sí. No es casual que las mayores productividades se concentren en países con sueldos cuantiosos (Alemania, Canadá, Inglaterra, etcétera). La productividad es un fenómeno complejo. Requiere de la conjunción de muchos e intrincados factores: infraestructura, transporte, calificación de la mano de obra, sistemas de información, entre otros. Al menos para el mercado estadunidense, China, Japón y México llenan estos requisitos.
México es, a su vez, el segundo socio comercial de Estados Unidos. En la balanza, nuestra economía induce probablemente más trabajos en el norte de los que absorbe.
El mutismo como política. Lo que todo mundo parece olvidar en el actual trance retórico de la campaña electoral en Estados Unidos es la indiferencia y el desdén con que la política oficial mexicana ha tratado a las comunidades de migrantes. Indiferencia que se extiende ya desde los años 90 hasta la fecha. Lejos de apoyar a las comunidades mexicanas, que abastecen al país con uno de sus principales ingresos externos –las remesas–, la política ha sido el mutismo; darles una y otra vez la espalda. ¿No sería ya hora de convertir a los mexicanos que viven en Estados Unidos en sujetos de una política de Estado? Política de Estado en todos los ámbitos que ello implica: defensa de derechos humanos, educación, salud, derechos electorales, etcétera. El problema no sólo es que el actual régimen estadunidense los convierte en ciudadanos de segunda clase, sino que para el Estado mexicano lo son de tercera clase.
Seamos sinceros: el proyecto que se inició en México a partir de la irrupción del salinismo en los años 90 –y que continúa hasta la fecha– colocó a los designios del país en manos de las oportunidades que se abrirían en Estados Unidos. A partir de 2008, esas oportunidades se han ido estrechando visiblemente. Pero el grado de simbiosis y docilidad de la tecnocracia mexicana con el establishment de Washington ha alcanzado tal grado que la vida les parece impensable sin esa simbiosis. Y como de costumbre, se olvida que Estados Unidos puede dar virajes de 180 grados en un abrir y cerrar de ojos.

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