Cristina Pacheco
La Jornada
Haces bien en pensarlo
antes de tomar una decisión, la que sea. Si no lo quieres ¡dícelo a
Ernesto! Mejor eso a tenerlo nada más por darle gusto. En caso de que
decidas recibirlo, es el momento ideal para que lo hagas. Tú y Ernesto
trabajan: podrán con los gastos –no son pocos, te lo digo por
experiencia. Otra cosa a favor: el jardincito de atrás para que juegue
el bebé. ¿Por qué te ríes? No digo que todo vaya a ser felicidad:
tendrás problemas con él, habrá días en que te darán ganas de
estrangularlo... Por favor, no vuelvas con lo mismo. Ya me explicaste
los motivos por los que no quieres aceptar. Los entiendo. Pensaba igual
que tú. Por fortuna cambié de opinión. No tienes idea de cuánto puede
unir a una pareja la llegada de un pequeño.
Muchas veces me he preguntado qué sería de mi relación con Alberto si
no hubiéramos tenido a Pablo. Para empezar, divorciados ya no
mantendríamos ningún contacto; pero es todo lo contrario: nos hablamos
dos veces al día, está al pendiente de lo que se me ofrece, salimos a
pasear. Siento que Alberto y yo tenemos muchas más cosas en común que
mientras fuimos esposos. ¿Y sabes a quién se lo debo? ¡A Pablo! Me
parece increíble haber llegado a quererlo tanto, sobre todo cuando
pienso que al principio lo veía como un estorbo, alguien que iba a
interferir en nuestra intimidad. Te juro que antes de conocerlo, lo
odiaba. No me creas: exagero.
II
Alberto y yo jamás consideramos la posibilidad de una
adopción. Empezamos a hablar de eso por una casualidad: él tuvo que ir a
Monterrey para atender asuntos de trabajo. A su regreso me dijo que en
el avión había conversado con una pareja de ancianos que llevaban en un
transportador a su mascota –una perrita blanca, divina– y le habían
dicho que ese animal era su gran compañero.
Durante la cena, Alberto volvió a hablarme de su encuentro con la
pareja y al fin me preguntó si me gustaría tener una mascota. Le dije
que ni loca. Me llamó tonta y yo a él iluso. ¿No se daba cuenta de que
el departamento era muy chico y los dos trabajábamos muchísimo? Si no
teníamos tiempo para nosotros, menos para encargarnos de cuidar a un
animal. No le importaron mis argumentos. Más de una semana insistió con
lo de la mascota, pero como yo me mantenía irreductible siempre
terminábamos peleando.
De pronto, Alberto dejó el tema. Pensé que lo había olvidado. Me
sentí vencedora hasta que al siguiente domingo me confesó que estaba
decidido a tener una mascota; es más, ya había visitado una clínica de
adopción para estudiar posibilidades. Enmudecí. Él aprovechó para
hablarme de su entusiasmo por un cachorro:
Pablo. Refrendé mi negativa de aceptar un animal en mi casa.
También es la mía. Aquí hago lo que se me dé mi gana, gritó Alberto, y se fue dando un portazo.
Ahora puedo decírtelo: muy poco después de casarnos, Alberto y yo
empezamos a tener desavenencias, cosa muy natural en un matrimonio; pero
aquella noche me di cuenta de que estábamos al punto de la ruptura. Se
lo conté a Luisa, mi compañera de trabajo, y ella me dio un consejo:
“¿Quieres que tu relación con Alberto mejore? Cede un poco: dile que lo
has pensado bien y estás dispuesta a tener a Pablo.
Cuando le di la noticia, Alberto se puso contentísimo, me dio
las gracias y prometió ocuparse de todo: comida, baño, escuela, visitas
al doctor y al peluquero. Ansiaba que conociera a Pablo y me propuso que
al día siguiente, a la hora de la comida, fuéramos a recogerlo. Tanta
urgencia me chocó, pero no dije nada y decidí mostrarme feliz en el
momento de ver
al nuevo miembro de la familia.
Cuando llegamos al centro de adopción no tuve que fingir nada: me
enamoré del cachorro a primera vista; me pareció tan lindo, tan
gracioso... Lo tomé entre mis brazos y trató de escapar, se retorció,
lanzó unos chilliditos pero enseguida se quedó dormido –prueba, según el
veterinario, de que Pablo empezaba a tenerme confianza.
III
Luisa tuvo razón hasta cierto punto: con la llegada de
Pablo, Alberto y yo volvimos a ser una pareja, a compartir un objetivo:
hacer feliz al cachorrito. Cuando lo sacábamos a pasear y las personas
se deshacían en elogios, Alberto no disimulaba su orgullo. Pensé cuánto
más feliz sería mi marido –entonces aún no estábamos divorciados– si
quien despertara tanta admiración fuera un hijo.
Por desgracia, estoy imposibilitada para dárselo. Se lo confesé a
Alberto desde que planeamos casarnos. Él me aseguró que no le importaba;
por otra parte, en el mundo ya había demasiada gente como para agregar
una más. Le pregunté qué pensaría su familia. Me respondió que no
necesitábamos darle explicaciones.
Mis suegros fueron discretos. Mi cuñada Gloria no. A cada rato me preguntaba cuándo íbamos a
encargar. Al principio le respondía vaguedades; pero después, harta de su insistencia, le dije que no pensábamos tener familia. Le hablé de la sobrepoblación y se le ocurrió una frase inolvidable:
Pero ese no es asunto nuestro, ¿o sí?
Tuyo no, porque eres marciana. Me tomó a broma.
IV
Con la llegada de Pablo, Alberto y yo disfrutamos de una
etapa muy feliz, lástima que estuviera prendida con alfileres: nuestra
vida íntima era un desastre. No tenía caso seguir y consideramos la
posibilidad de divorciarnos. Todo fue civilizado y pacífico, no como
entre otras parejas que, en iguales circunstancias, se matan por
quedarse con lo material.
Ni en ese ni en ningún otro sentido tuvimos problemas hasta que surgió la pregunta:
¿Con quién vivirá Pablo?Los dos aspirábamos a eso, y en defensa de nuestro deseo volvimos a la etapa de los pleitos salvajes. Por fortuna, llegamos a un acuerdo: Pablo viviría dos semanas conmigo y dos con Alberto, pero manteniendo siempre el contacto.
Cuando Pablo se va me quedo triste, pero me consuelo pensando que en
unos cuantos días volverá. Entre un momento y otro, las conversaciones
telefónicas con Alberto son cada vez más largas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario