La Jornada
El uso faccioso de la
ley se caracteriza por estar encaminado al control de la población, la
implantación del terror y la violación sistemática de los derechos
humanos. Es decir, una clara desviación de poder. Tiene de fondo algunos
de estos elementos. Por un lado, el intento de las instituciones de un
Estado criminal por mantener sus privilegios, y por otro el sometimiento
de la población mediante el terror provocado por la amenaza del
imperio de la ley, en especial contra quienes se organizan para defender toda forma de vida, derechos y bienes comunes.
Tiene igualmente de fondo la generación de leyes criminalizantes en
diversos ámbitos, como el penal o administrativo, e incluso en marcos
relacionados con la llamada seguridad nacional. Se legaliza lo ilegal.
Pues bien, en los últimos años se confirma en el país este tipo de
caracterizaciones del uso faccioso de la ley. Recordemos que en
repetidas ocasiones se ha denunciado que en sus tres niveles los
gobiernos generan marcos normativos contrarios a la vigencia y goce de
los derechos humanos. Los ejemplos pueden ser muchos, al menos desde
2012.
La gravedad del asunto es que se inscriben en contextos en los que se
da este uso faccioso de la ley. En medio de una crisis de derechos
humanos, y de situaciones en las que las personas no ven garantizada una
vida libre de miseria y de violencia, donde el Estado en su conjunto
debiera transformar de raíz los problemas que asuelan al país; lo que
predomina, en efecto, es la censura, la represión y la criminalización
de las voces disidentes.
Así se asoma un autoritarismo del siglo XXI, que con el discurso de
la legalidad y el estado de derecho somete a las personas y pueblos a
decisiones unilaterales, que por lo general son tomadas y llevadas a
cabo por unos cuantos. Por ejemplo, el proceso de discusión en torno a
la reglamentación del artículo 29 constitucional está mediado por este
clima de criminalización de la protesta social. Por ello es que términos
y definiciones ambiguas relacionados con
graves peligrosy
violencia, entre otros, acuñados en dicha ley, saltan a la vista.
Este debate se abrió a principios de 2014, cuando organizaciones
defensoras de garantías ya advertían sobre la construcción de una ley
que en exceso y de manera arbitraria restringiría derechos humanos en
medio de un clima adverso para las protestas sociales. Vale entonces la
pena preguntarse si a los legisladores les interesa integrar las
propuestas y atender las preocupaciones de la sociedad civil.
Por otro lado, reglas como la aprobada recientemente por el Congreso del estado de México, denominada ley Eruviel,
se suman a la larga lista de legislaciones que habilitan el uso de la
fuerza. Aunque cabe mencionar que ese uso de la fuerza pública inscrito
en la desviación de poder se convierte en realidad en la legalización y
habilitación de la represión y la criminalización de la defensa y el
ejercicio de derechos, como el de protesta, reunión y libre expresión.
Esta ley asume que el uso de la fuerza es
prioritario, ya que en la misma redacción obvia asumir el principio internacional que establece que el Estado debe usar la fuerza como el último de los recursos en situaciones de conflicto. Además, las manifestaciones públicas también son concebidas como violentas, y en repetidas ocasiones a lo largo del texto se evade integrar el paradigma de la seguridad, basado en concebir que la principal labor de las fuerzas de vigilancia es precisamente proteger a las personas, y no, como se dice en la ley, las instituciones o bienes materiales, sean públicos o privados.
Es decir, esta ley coloca de nueva cuenta en situación de
vulnerabilidad a las personas que debido a sus intereses y procesos de
exigencia de derechos se manifiestan en el espacio público. No queda más
que exigir que esta ley no prospere, y que las instituciones autónomas
hagan un arduo trabajo de evaluación de este tipo de legislaciones.
Hoy para México es urgente aplicar los estándares internacionales de
derechos humanos y las buenas prácticas en materia de control del uso de
la fuerza y rendición de cuentas, en las que se reconozca que la
centralidad de todo diseño legislativo se asienta sobre las obligaciones
del Estado de respetar, proteger y garantizar los derechos de las
personas y pueblos. Sirva esto también para recordar que los estándares
internacionales más recientes, como la resolución aprobada por la ONU
sobre la promoción y protección de los derechos humanos en el contexto
de las manifestaciones pacíficas (A/HRC/31/L.21) –gracias en gran parte
al trabajo del relator especial sobre los derechos a la libertad de
reunión pacífica y de asociación, y del relator especial sobre las
ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias–, son parte del
derecho internacional de los derechos humanos que los legisladores de
todo el país deben observar a detalle, ya que en estos documentos se
condensan orientaciones para garantizar derechos.
En este documento se hace por ejemplo un llamado a los estados a garantizar que
su legislación y sus procedimientos internos relativos a los derechos a la libertad de reunión pacífica, de expresión y de asociación, y al uso de la fuerza en el contexto de la aplicación de la ley, estén en conformidad con sus obligaciones y compromisos internacionales y se implementen de manera efectiva; y [que] deben proporcionar capacitación adecuada a los funcionarios que ejerzan funciones de aplicación de la ley, en particular respecto del uso de equipos de protección y de armas no letales(número 4). Por desgracia en México se hacen leyes, como las arriba mencionadas, que dan la espalda a los derechos humanos y se niegan a reconocer que la centralidad de la dignidad de las personas y pueblos es brújula para el Estado.
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