Además de que cada vez hay más personas solicitantes de refugio en
México, las mujeres que buscan la asistencia humanitaria están llegando a
nuestro país en peores condiciones de vulnerabilidad que hace 20 años,
lo que dificulta su integración a la sociedad.
Así lo afirmó José Luis Loera, coordinador de la Casa Refugiados, que opera desde hace más de dos décadas en esta capital, durante el encuentro “Ellas y ellos tienen la palabra. Asilo y personas refugiadas frente al desplazamiento forzado”, realizado en la Universidad Iberoamericana.
El experto, que colabora con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) –de la Secretaría de Gobernación–, explicó que en 2015 recibió a 260 personas con la condición de refugiadas (mujeres y hombres), pero en los primeros cuatro meses de este 2016 se han atendido a más de 200 personas, de las que 43 por ciento son mujeres de todos los grupos de edad.
Loera abundó que hace 20 años, cuando más de un país en el mundo enfrentaba conflictos bélicos, las mujeres desplazadas contaban con una red de apoyo y familiar muy consolidada, y en general el tejido social no estaba tan fragmentado como ahora.
Algunas de ellas, incluso, venían de participar en cooperativas, comunidades eclesiales de base y hasta sindicatos, por lo que al llegar a la Casa Refugio consolidaron juntas redes de promotoras para la salud mental, por ejemplo.
Ellas mismas recientemente integraron el grupo Mujeres Monarcas, dedicado a que las refugiadas, muchas ya adultas mayores, compartan sus experiencias y construyan lazos con otras mujeres en su condición.
José Luis Loera observó que actualmente están siendo expulsadas de sus países muchas mujeres jóvenes que fueron víctimas de trata de personas, esclavas de pandilleros, y víctimas de violencia sexual dentro de sus propias familias.
Se suma que durante sus trayectos migratorios enfrentan múltiples violencias, por lo que –aseguró el especialista– ellas requieren más atención psicológica, psiquiátrica y hasta para el combate a las adicciones.
Hoy, 90 por ciento de las personas refugiadas que recibe la organización son de origen centroamericano (en su mayoría de Honduras y El Salvador), pero también apoya a gente proveniente de países africanos como Camerún, Congo y Eritrea; de Asia, como Afganistán, Irak y China; y de Sudamérica, como Argentina y Colombia.
Loera precisó que el ser mujer agudiza la condición de vulnerabilidad de las personas refugiadas, mucho más si son indígenas o afrodescendientes.
Si antes emigraban más hombres solos que solicitaban la condición de refugiados, ahora hay cada vez hay más familias en esta situación que necesitan lugares para vivir, estudiar y trabajar sin ser discriminadas, o que se les soliciten documentos oficiales con los que no cuentan.
MUJER MONARCA
Nélida Cecilia Herrera Ardina lleva 18 años fuera de Colombia. Hoy, acompañada de su hijo de 19, explicó cómo el apoyo que brinda una sociedad de acogida a una persona que ha sido expulsada de su país por la violencia es determinante para que puedan continuar con una vida digna.
El 26 de noviembre de 1998, en el pueblo de María Angola, las mujeres de una familia presenciaron cómo un grupo paramilitar de las ya desaparecidas Autodefensas Unidas de Colombia se llevó a sus hermanos por la fuerza a la mitad de la noche, encapuchados y con hachas en las manos.
Al día siguiente, las mujeres encontraron los cuerpos torturados y sin vida de sus hermanos. Ni el Ejército, que llevaba una semana en la zona, supo explicar los hechos.
En pleno contexto de guerra interna en Colombia, la mujer decidió irse a la ciudad de Valledupar y luego a Cartagena, donde no consiguió trabajo para empezar una nueva vida. Con el tiempo se percató que pueblos enteros habían sido desplazados de sus casas, se trataba de vecinos y personas conocidas suyas.
Con apoyo de otras personas, Nélida viajó a Costa Rica, el único país que no le pedía visa. Sin suerte para encontrar trabajo, la mujer llegó finalmente a la Ciudad de México para encontrarse con su esposo.
Por un mes vivió en un hotel capitalino y tenía miedo de salir a la calle. Fue con el tiempo y gracias a que conoció a la organización civil Sin Fronteras y la Casa Refugio, que logró recuperarse de los hechos y empezó a sentirse “menos sola”.
Ahora, a sus 54 años de edad es toda una Mujer Monarca –como se hacen llamar las refugiadas que participan colectivamente– y de esta manera apoya a otras mujeres, las escucha, no les pide que no lloren porque “siempre duele, aún duele, y contribuye para que con el tiempo también consigan integrarse a este país”.
Así lo afirmó José Luis Loera, coordinador de la Casa Refugiados, que opera desde hace más de dos décadas en esta capital, durante el encuentro “Ellas y ellos tienen la palabra. Asilo y personas refugiadas frente al desplazamiento forzado”, realizado en la Universidad Iberoamericana.
El experto, que colabora con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) –de la Secretaría de Gobernación–, explicó que en 2015 recibió a 260 personas con la condición de refugiadas (mujeres y hombres), pero en los primeros cuatro meses de este 2016 se han atendido a más de 200 personas, de las que 43 por ciento son mujeres de todos los grupos de edad.
Loera abundó que hace 20 años, cuando más de un país en el mundo enfrentaba conflictos bélicos, las mujeres desplazadas contaban con una red de apoyo y familiar muy consolidada, y en general el tejido social no estaba tan fragmentado como ahora.
Algunas de ellas, incluso, venían de participar en cooperativas, comunidades eclesiales de base y hasta sindicatos, por lo que al llegar a la Casa Refugio consolidaron juntas redes de promotoras para la salud mental, por ejemplo.
Ellas mismas recientemente integraron el grupo Mujeres Monarcas, dedicado a que las refugiadas, muchas ya adultas mayores, compartan sus experiencias y construyan lazos con otras mujeres en su condición.
José Luis Loera observó que actualmente están siendo expulsadas de sus países muchas mujeres jóvenes que fueron víctimas de trata de personas, esclavas de pandilleros, y víctimas de violencia sexual dentro de sus propias familias.
Se suma que durante sus trayectos migratorios enfrentan múltiples violencias, por lo que –aseguró el especialista– ellas requieren más atención psicológica, psiquiátrica y hasta para el combate a las adicciones.
Hoy, 90 por ciento de las personas refugiadas que recibe la organización son de origen centroamericano (en su mayoría de Honduras y El Salvador), pero también apoya a gente proveniente de países africanos como Camerún, Congo y Eritrea; de Asia, como Afganistán, Irak y China; y de Sudamérica, como Argentina y Colombia.
Loera precisó que el ser mujer agudiza la condición de vulnerabilidad de las personas refugiadas, mucho más si son indígenas o afrodescendientes.
Si antes emigraban más hombres solos que solicitaban la condición de refugiados, ahora hay cada vez hay más familias en esta situación que necesitan lugares para vivir, estudiar y trabajar sin ser discriminadas, o que se les soliciten documentos oficiales con los que no cuentan.
MUJER MONARCA
Nélida Cecilia Herrera Ardina lleva 18 años fuera de Colombia. Hoy, acompañada de su hijo de 19, explicó cómo el apoyo que brinda una sociedad de acogida a una persona que ha sido expulsada de su país por la violencia es determinante para que puedan continuar con una vida digna.
El 26 de noviembre de 1998, en el pueblo de María Angola, las mujeres de una familia presenciaron cómo un grupo paramilitar de las ya desaparecidas Autodefensas Unidas de Colombia se llevó a sus hermanos por la fuerza a la mitad de la noche, encapuchados y con hachas en las manos.
Al día siguiente, las mujeres encontraron los cuerpos torturados y sin vida de sus hermanos. Ni el Ejército, que llevaba una semana en la zona, supo explicar los hechos.
En pleno contexto de guerra interna en Colombia, la mujer decidió irse a la ciudad de Valledupar y luego a Cartagena, donde no consiguió trabajo para empezar una nueva vida. Con el tiempo se percató que pueblos enteros habían sido desplazados de sus casas, se trataba de vecinos y personas conocidas suyas.
Con apoyo de otras personas, Nélida viajó a Costa Rica, el único país que no le pedía visa. Sin suerte para encontrar trabajo, la mujer llegó finalmente a la Ciudad de México para encontrarse con su esposo.
Por un mes vivió en un hotel capitalino y tenía miedo de salir a la calle. Fue con el tiempo y gracias a que conoció a la organización civil Sin Fronteras y la Casa Refugio, que logró recuperarse de los hechos y empezó a sentirse “menos sola”.
Ahora, a sus 54 años de edad es toda una Mujer Monarca –como se hacen llamar las refugiadas que participan colectivamente– y de esta manera apoya a otras mujeres, las escucha, no les pide que no lloren porque “siempre duele, aún duele, y contribuye para que con el tiempo también consigan integrarse a este país”.
Especial Por: Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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