CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Con la
reforma energética aprobada nos fue prometido un cambio sustancial en el
sector: un mayor, mejor, más económico y más seguro acceso de los
mexicanos a los beneficios que esa industria genera; que bajarían los
precios de la oferta energética para todo tipo de consumidor; que habría
mayores volúmenes disponibles tanto de hidrocarburos como de capacidad
de generación eléctrica, y que dicha oferta sería más confiable, segura y
de mayor calidad.
La promesa es que eso se alcanzaría liberando al sector, por fin, de
todos los males derivados del populismo –plasmado en el dominio nacional
íntegro de la riqueza petrolera y eléctrica y hecho efectivo
principalmente por medio de dos brazos del Estado, Petróleos Mexicanos
(Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE)– y de la
supuestamente onerosa y parasitaria carga de los trabajadores no
solamente en la operación, sino en la conducción de la industria
energética.
A poco más de tres años de aprobada la reforma constitucional, es
palpable que, en lo referente a la producción petrolera, se buscaba más
que nada sobreexplotar los yacimientos en la mayor medida posible y
exportarlos en masa también con la mayor rapidez posible. Toda vez que
con la reforma se trataba de ejercer un cambio, resulta obligado señalar
que nada de esto es nuevo. El rasgo definitorio de la supuestamente
novedosa política petrolera resulta ser el mismo que se puso en marcha
desde el sexenio de José López Portillo.
A diferencia de las medidas de racionalización de las reservas
petroleras aplicadas desde entonces por las grandes potencias
capitalistas, principalmente Estados Unidos, el gobierno de López
Portillo optó por la exportación alegre de crudo, política que fue
criticada constante y agriamente por el ingeniero Heberto Castillo,
quien solía afirmar que detrás de cada barril de petróleo crudo
exportado a Estados Unidos se iban nueve mexicanos detrás a ese país en
busca de empleo.
Así, en vez de cambiar de rumbo o al menos reformar el paradigma
seguido desde los años setenta del siglo pasado, éste se reforzó y se
dio la bendición jurídica a la extracción desmedida de petróleo para
convertirla en capital líquido, en divisas, principalmente dólares
estadunidenses, para financiarizarlo, como se expresa en la jerga
económica neoliberal que aún domina.
Lo sucedido en los más de tres años transcurridos a partir de la
aprobación de la mal llamada “reforma” no ha sido sino un afianzamiento
práctico, financiero, político y jurídico de extracción irracional y
exportación a mansalva de los preciados hidrocarburos que se tornó
tradicional desde que Cantarell, descubierto en 1974, entró en
operaciones en 1979.
Otro aspecto de las promesas de la “reforma energética” que no se
corresponde con la realidad es el magro aumento de las reservas
observado hasta ahora. Aun cuando se aseguró que éstas se ampliarían
enormemente, ello no ha ocurrido; más todavía, cada vez se vuelve más
difícil reponer con nuevos descubrimientos el petróleo extraído, es
decir, elevar la llamada “tasa de reposición de reservas”. En este
sentido, nuevamente la realidad nos lleva a observar una situación que
no ha corregido, enderezado ni reformado el modelo petroenergético
instituido desde hace 35 años, sino que lo ha reforzado.
En lo que toca al gobierno de Enrique Peña Nieto, no son aceptables
los argumentos de que el desplome del precio internacional del petróleo y
la incertidumbre geopolítica en el mercado internacional del crudo
dieron al traste con gran parte de las expectativas prometidas: haber
hecho “las cuentas de la lechera” sobre variables que México no controla
es una justificación inaceptable. Lo único cierto es que el modelo
petrolero extractivista, irracional y cortoplacista se toparía tarde o
temprano con variaciones y retos inevitables en una industria mundial
como es la petrolera.
Haber confiado en que el modelo privatizador o liberalizador a
mansalva llevaría al mejor cuidado de nuestros recursos y a que los
inversionistas privados generaran nuevo valor agregado de manera
gradual, además de reemplazar así la participación en la renta petrolera
perdida por el Estado, no puede entenderse sino como una ilusión.
La creciente deuda de Pemex y del sector público no son casualidades
ni fatalidades, sino resultantes de la aplicación persistente de un
liberalismo dogmático al que se sumaron la ineficiencia y buenas dosis
de corrupción que dicho modelo ampara en el desempeño distorsionado de
la acción pública, la permisividad de la acción privada, o ambas
combinadas.
Y, para colmo de todo, es obligado señalar que Pemex sigue siendo
rentable antes de impuestos, pese a que los precios del barril de la
mezcla se ha llegado a cotizar en casi 20 dólares por unidad.
Ni qué decir de la entrega del proceso “río abajo” o downstream de la
industria a los agentes privados, que abarca todas las actividades
posibles en todas las áreas: exploración, extracción, distribución,
almacenamiento, refinación, procesamiento petroquímico y
comercialización. Por ejemplo, en 2015 México alcanzó el nivel más alto
de importación de gasolinas de toda su historia, cercano a 130 millones
de barriles –que integraron 60% de su consumo–, contra casi sólo 40% de
gasolina producida en el país; conjunto de gasolinas que ahora será
comercializado en nuestro mercado interno por particulares, quienes se
beneficiarán con un mínimo riesgo y esfuerzo. Es el caso de Oxxo y Gulf,
entre otras compañías.
A más de tres años de haber sido aprobada y puesta en marcha la tan
aplaudida “reforma energética”, encontramos que la aplicación de las
mismas viejas políticas –las cuales han erosionado al sector energético
nacional en beneficio de intereses privados nacionales y extranjeros–
están dejando promesas incumplidas, fracasos, nuevos y mayores riesgos y
decenas de miles de desempleados. Vino viejo en odres nuevos… l
* Profesores de la Facultad de Economía de la UNAM e integrantes del Foro Petróleo y Nación.
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