La
última y más humillante derrota de la legendaria lagarta Papillona: la
disecaron. A ella, un símbolo del anhelo de libertad, la mantienen en
cautiverio aún después de su muerte. Encerrada en un ataúd de cristal,
encerrado a su vez en una habitación sin ventanas en el Parque- Museo La
Venta en Villahermosa. A ella, la altiva, la memoriosa, la fugitiva, la
libertaria, la amiga más cercana (y vecina) de la cabeza Olmeca, la
que cavó varias veces túneles para escapar hacia la Laguna de las
Ilusiones y lo logró, antes de ser capturada: ¡La disecaron!
Éramos
niños, las voces alarmadas (y atónitas) anunciaban a través del radio:
el inmenso cocodrilo que habitaba el estanque más grande del Parque-
Museo La Venta, había desaparecido de su plácido hábitat en el que
convivía con su corte de tortuguitas. Villahermosa era entonces una
ciudad muy pequeña. Por semanas no se habló de otra cosa. Las versiones
variaban: sus guardias llegaron a alimentarlo y no lo encontraron. No,
fue el veterinario quien la buscaba con una jeringa de dos metros porque
el animalote andaba gripiento, pero oh, sorpresa, su cuerpo desmesurado
no apareció por ningún lado. Esta narración se refiere en buena parte a
ella en masculino, porque por años y años se supuso que era un macho.
Los
niños corrimos al parque Juárez para intercambiar impresiones: unos
buzos revisaron el estanque de orilla a orilla y era un hecho rotundo:
ni las luces de nuestro animal mitológico. ¿Se lo robaron? ¿En un
tráiler? Pepo, que era una especie de líder de los boleros y adoraba las
historias sanguinolientas, nos juró que había escuchado (en las
escaleras del Palacio Municipal), a dos señores “importantes” que
narraban el hallazgo (junto al estanque) de miembros humanos
“diseminados”. Antes de ser subido al tráiler, el cocodrilo habría dado
cuenta de algunos de sus captores. “Se lo merecían”, comentaron las
Manzanitas, unas gemelitas de caritas redondas y chapeadas que ocuparon
sus infancias en repartir limosnas y “merecimientos”.
“Ahora lo
van a convertir en bolsas y zapatos”, insistían las Manzanitas,
mirándose sus piecitos e imaginándose - quizá - ya calzadas con la piel
de nuestra bestia mítica. Nunca me gustaron esas niñas. Por cantidad de
personas como ellas, una sentía que la ciudad se convertía por momentos
en un estanque bardeado. Minúsculo. Como un espacio de cautiverio. Sobre
todo para las niñas con los cabellos restirados con dipitidoo en una
cola perfecta. Y los zapatitos de charol. Las que ya conocíamos nuestro
futuro completito y con detalle. Las niñas buenas. Las niñas decentes.
Inscritas en un “deber ser de la femineidad” que entonces, no dejaba
mucho hacia donde moverse. Yo soñaba con tomar un barco en el Puerto de
Veracruz para fugarme a Francia. A París, para más detalle, y unirme a
la corte de la gitana Esmeralda y de su cabra. Libre. Eso soñaba. Aunque
en algún lugar sabía muy bien que “El jorobado de nuestra señora” era
una novela. “Nada de eso existe en la realidad”, decía la madre
superiora. “París sí existe, hermana”. “Pero queda muy lejos”. Pues más
lejos nos quedaba el cielo, y era laboriosísimo intentar llegar. Y sin
embargo, todos los días nos aplicábamos.
Nadie, (ni
extraterrestre, ni humano) secuestró a nuestro cocodrilo. La versión del
OVNI que sobrevoló la laguna también fue ampliamente comentada, su
acuatizaje tuvo testigos, los marcianos habrían llegado a recuperar
algunas piezas olmecas a las que se ha relacionado con ellos de manera
insistente, pero como pesaban mucho, desistieron. Para no irse con los
tentáculos vacíos, se llevaron al cocodrilo que cohabitaba con ellas en
el Parque-Museo. “Quizá pensaron que era un espécimen humano”, dijo don
Amador, que era un hombre culto y el principal propagador de la línea de
investigación de la visita extraterrestre.
La
historia resultó infinitamente más increíble y más bonita. El cocodrilo
se liberó a sí mismo. El animal magnífico cavó un túnel que lo condujo
derechito hacia la Laguna de las Ilusiones. Las voces en el radio
alcanzaron decibeles nunca escuchados: “El lagarto se dio a la fuga”.
Comenzó la caza. Lo llamaron “Papillon”, (en francés: mariposa), en
memoria del personaje de la novela de Henri Charrière (¿recuerdan la
película?), quien después de varios intentos logró fugarse de un penal
de alta seguridad en la Guayana francesa. “¿Un túnel?” Mis rezos
incluyeron esa vez a todo el santoral, a las cortes celestiales en
pleno: “que no lo atrapen, por favor, que no lo atrapen. Que logre
llegar hasta el Puerto de Veracruz de los lagartos”. Cavó el túnel con
sus patitas. ¿Quizá también a mordiscos? El anhelo de libertad. Las
familias enteras nos volcamos hacia las orillas de la laguna.
Todos
creíamos verlo. Todos corríamos y señalábamos de un lado hacia el otro.
“Allí está. Es él”. Podría jurar que una sola vez, de las tantísimas
veces que fui a visitarlo cuando vivía en Villa y después, lo vi libre:
su inmensa cabeza sobresaliendo del agua, su cola agitándose feliz como
un rehilete. Inmenso, sorprendente. Descocado. Podría jurarlo, pero es
mentira. Por el radio nos enteramos que lo habían atrapado. Y no sólo,
que por primera vez después de todos esos años de cautiverio, un
lagartólogo experto lo había analizado con minucia y había hecho una
descubierta inaudita: Papillon, en realidad era una hembra. Mi corazón
infantil estuvo al borde de la taquicardia por admiración intensa: Ella
lo había logrado. La primera feminista tabasqueña del mundo animal.
Papillona
se convirtió en un ícono del anhelo de libertad. La atraparon, es
cierto. Volvió a su estanque y a su diálogo apenas interrumpido con la
cabezota olmeca. Humillada y magnífica. Sometida y más glamorosa que
nunca. Cuando me fui de Villahermosa le regalé un libro de poemas de
Pellicer, y otro de José Carlos Becerra, para que los leyera al
atardecer (son muy hermosas las caídas de la tarde sobre la laguna) con
su corte de tortuguitas encimosas. Es un espacio tan bello El Museo La
Venta, con su naturaleza desbordada. Sus lianas. Sus ceibas. Le presenté
a mis hijos, la visité con ellos. Como tantísimas/os tabasqueñas/os –
sin duda- mantuve con ella nuestro lenguaje secreto. Era eterna. Allí
estuvo y allí estaría siempre. ¿Cómo podría ser de otra manera? Era la
guardiana de las piezas olmecas, de la Laguna de las Ilusiones, de la
ciudad. La guardiana del cielo tan azul de Tabasco. Inmóvil y memoriosa.
La guardiana de la selva y de nuestros orígenes.
El 22 de enero
de 2014 Papillona murió, se calcula que alrededor de los ochenta años,
pero podría haber vivido cien. Dejó de comer. Dicen que la afectaron los
cambios climáticos. Quizá también ese deseo imperioso de libertad la
atacó de nuevo, a ella, quien logró escaparse tres veces. Quien se quedó
casi ciega en una de esas fugas, cuando los anzuelos de unos pescadores
dañaron sus ojos. El impostergable deseo de libertad. Como dos meses
antes, durante nuestra visita a Villa y a su estanque, mi hijo Jerónimo
me dijo: “¿Y cómo sabes que es la misma Papillona de tu infancia?”
“¿Cómo?” “¿Y si se murió y colocaron allí a una idéntica?” ¿Morirse la
Papillona? ¿A quién se le podría ocurrir una cosa semejante? La sola
idea me dejó como catatónica. “Ninguna jamás podría ser ni siquiera
parecida. La reconozco. La heroína de nuestra infancia, es Ella”.
Ayer
regresé al museo al aire libre de La Venta. Entrando a la derecha hay
una habitación desangelada y sin una sola ventana. No lo podía creer:
allí está su cuerpo. A la Papillona libertaria le arrebataron su cuerpo.
La convirtieron en un objeto inanimado de exhibición, prisionera en un
ataúd de cristal, con las mandíbulas abiertas. ¿Murió así Papillona en
el momento de su paro respiratorio, o alguien tuvo a bien forzar la
pose? Su piel ahora como de plastiquito. Horrible. Estereotipada. Como
si hubiera sido una lagarta cualquiera. Ella, la que cavó tres túneles.
¿Cómo pudieron hacerle esto?
“Por su importancia histórica dentro
de la cultura tabasqueña, se buscó su conservación por medio del arte de
la taxidermia, y así continuar admirando a este gran ejemplar,
simbólico personaje de Tabasco”. ¿Lo pueden creer? ¿Quién que conozca su
“importancia histórica” quiere “admirar” ese despojo que la denigra?
Podrían haber incinerado su cuerpo y esparcido sus cenizas sobre la
Laguna de las Ilusiones, para que la alcanzara por fin, para que se
quedara en ella por siempre. Podrían haberla enterrado junto a la cabeza
olmeca en una ceremonia fúnebre con marimba y tamborileros.
Pienso
en “Muerte sin fin” del poeta tabasqueño José Gorostiza y su “lleno de
mí, sitiado en mi epidermis”. Allí está el cuerpo de la Papillona,
retenido a fuerzas en el mundo tangible, sitiada en ese cascarón
artificial en el que convirtieron lo que alguna vez fue su piel. Allí
está con esos colores raros que nunca fueron los suyos, humillada,
prisionera, mirando hacia el infinito con sus ojos de canica. Además,
para hablar de ella, volvieron a su nombre en masculino. No visiten
nunca esa sala en el museo. Acérquense a la orilla de la laguna e
imagínenla: libre, feliz, con su cabeza que avanza apenas asomada a la
superficie. Su cuerpo kilométrico. Su cola que da vueltas como un
rehilete. Imagínense una nube que dice: “Aquí yace (¿qué hacen las
lagartas sino nadar, mirar, reflexionar, recordar y sobre todo:
“yacer”?)… la lagarta más hermosa del mundo”.
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