El mundo tiene puesta
la mirada en los comicios presidenciales que se realizan hoy en Estados
Unidos. Pero no es una mirada de esperanza sino de horror, por toda la
decadencia política, institucional y personal que ha salido a la luz en
el curso de las campañas y por las malas perspectivas para el mundo que
se desprenden de los antecedentes y los discursos de los finalistas,
Hillary Clinton y Donald Trump.
Ante el relevo presidencial en la máxima potencia mundial, hay la
convicción generalizada de que, gane quien gane este día, los cambios
con respecto a la administración de Barack Obama serán para peor.
El aspirante republicano amenaza con desmantelar los programas
sociales puestos en curso en los últimos ocho años, atropellar las
libertades civiles para imponer un gobierno claramente autoritario,
emprender una reforma fiscal que consolide los privilegios de las
grandes fortunas, quebrantar los frágiles acuerdos con Irán, perseguir a
los migrantes como si fueran criminales, especialmente los musulmanes y
los mexicanos, e incluso ha amagado con una guerra en contra de nuestro
país.
Clinton, por su parte, aunque más moderada en las expresiones, es una
operadora política de los intereses corporativos y una política
belicista e injerencista más próxima a las posturas republicanas
tradicionales que a las de su propio partido, el demócrata. El único
contraste real en los propósitos de ambos candidatos es entre el acento
aislacionista de Trump y la actitud globalizadora de la ex secretaria de
Estado.
Pero, más allá de las escasas ideas y propuestas formuladas por los
dos candidatos, en las campañas han imperado las descalificaciones
personales, las guerras de lodo, las filtraciones alevosas y los
insultos llanos, y ante ello el mundo ha podido hacerse una idea cabal
de la miseria política que padece Estados Unidos, el agotamiento de su
sistema representativo, la inoperancia de los medios informativos como
supuestos contrapesos del poder institucional y, sobre todo, la
existencia de un sector ciudadano tan huérfano de ideas que ha hecho
depositario de su confianza a un empresario racista, misógino, cínico,
ignorante, inescrupuloso, insolente y mendaz que convirtió tales
defectos en virtudes para imponerse al aparato republicano tradicional.
Frente a ese conglomerado de votantes los sectores más lúcidos de la
sociedad estadunidense fueron incapaces de dar un impulso definitivo al
interesante movimiento ciudadano impulsado por el senador Bernie Sanders
y terminaron entregando la postulación demócrata a una veterana del establishment,
carente de credibilidad y simpatía, y que tiene entre sus antecedentes
haber votado en favor de la guerra contra Irak que emprendió George
W.Bush y haber sido responsable, en buena medida, de la destrucción de
Libia mediante una intervención armada injustificable.
Una consideración necesaria es que quien ocupe la Casa Blanca a
partir de enero próximo, sea el que sea de los dos, habrá de
enfrentarse con frenos y hasta cercos institucionales y de grupos de
interés que le impedirán llevar a cabo sus peores o sus menos malas
propuestas de gobierno. Un antecedente de lo anterior puede observarse
en los ocho años en los que Obama ha ejercido la Presidencia, tiempo en
el que no pudo concretar algunas de sus más importantes promesas de
campaña, como la reforma migratoria y el cierre del campo de
concentración de Guantánamo.
Y es que los presidentes de Estados Unidos –como los del resto del
mundo– tienen un poder cada vez más acotado, no sólo por la separación
de poderes, sino por intereses corporativos transnacionales que usan a
los gobernantes para asegurar la satisfacción de sus fines.
Finalmente, México no tiene nada bueno que esperar en esta elección
presidencial estadunidense. Si Trump amaga con perseguir y deportar a
todos los connacionales indocumentados que residen en el país vecino y
construir un muro que selle la frontera común desde el Golfo de México
hasta el Pacífico californiano, Hillary Clinton es una consumada
representante de la arrogancia imperial y una eficaz ejecutora de los
poderes fácticos transnacionales que han causado tanta devastación
económica, social, institucional y ambiental en territorio mexicano
durante el ciclo de gobiernos neoliberales.
Tal vez sea momento de recordar, en todo caso, que el país que los últimos gobiernos mexicanos nos han presentado como
socio,
amigoy
aliadosigue siendo –como lo ha sido a lo largo de la historia nacional– la principal amenaza a nuestra seguridad nacional y a nuestra viabilidad como Estado soberano e independiente.
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