Raúl Zibechi
Decir que las mujeres, con sus
hijos e hijas, son el corazón de las resistencias, es tan cierto como
insuficiente. Hace falta convivir en la cotidianeidad de los abajos para
comprobar los tremendos cambios que se registraron en apenas una década
y media, desde el ciclo de luchas anterior (entre finales de los 90 y
comienzos de la década de 2000, en Sudamérica) hasta las renovadas
luchas de estos años.
En el movimiento piquetero argentino, entre 1997 y 2002
aproximadamente, las organizaciones tenían mayoría de mujeres, un 55-60
por ciento de quienes acudían a las asambleas. Las razones que
encontramos en aquellos momentos son que ellas tomaron en sus manos la
alimentación de sus hijos, mientras los varones estaban deprimidos,
porque la desocupación les imposibilitaba seguir siendo los proveedores
de sus familias y, por lo tanto, perdieron el papel central que habían
tenido.
En los movimientos de las periferias urbanas actuales, el porcentaje
de mujeres siguió creciendo. En un reciente intercambio con un
movimiento territorial en Córdoba, en Barranca de Yaco, periferia muy
pobre de la ciudad, comprobamos que son mujeres más de 90 por ciento de
quienes asisten a las asambleas. Además de la asamblea semanal, a la que
acuden unas 90 personas, el movimiento puso en pie una asamblea
quincenal de mujeres, lo que revela que la participación femenina
empieza a modificar las relaciones entre géneros y no está sólo volcada a
conseguir alimentos.
Ellas son mayoría también en los grupos de trabajo en las huertas y
en la albañilería, por lo que desbordan el involucramiento tradicional
en espacios como los comedores y las meriendas de los chicos. El papel
de las mujeres ha cambiado no sólo en la cantidad de mujeres
involucradas, sino también en la calidad de los trabajos que hacen.
Lo más sorprendente fue conocer un pequeño pueblo del norte de
Córdoba, Sebastián Elcano, de apenas 2 mil 500 habitantes rodeados de
cultivos de soya a 180 kilómetros de la capital. En el pueblo hubo
varios feminicidios, el último hace apenas un mes. Las mujeres se
concentraron en repudio del asesinato, convocadas por la Federación de
Organizaciones de Base (FOB). La mayoría de las movilizadas acuden
semanalmente a las asambleas del movimiento.
Por lo menos dos mujeres del pueblo acudieron a los últimos
Encuentros Nacionales de Mujeres, en Mar de Plata en 2015 y en Rosario
este año, y unas cuantas compañeras viajan tres horas hasta Córdoba para
las marchas del Ni una menos. El movimiento de mujeres impacta
incluso en pequeños pueblos rurales, donde el poder de los caciques y
de la policía es muy fuerte aún.
Este potente crecimiento de las mujeres en movimientos está enviando
mensajes muy profundos al mundo de las luchas emancipatorias, que
deberíamos no sólo tener en cuenta, sino aprender y compartir. Algunas
de las realidades que constatamos, tanto en las ciudades como en las
zonas rurales, tienen puntos en común con otras luchas como las bases de
apoyo del EZLN, las que se registran entre pueblos indígenas y negros,
entre movimientos campesinos y en multitud de experiencias concretas
como las comunidades urbanas de la Organización Popular Francisco Villa
Independiente en la ciudad de México.
Quisiera compartir algunos rasgos que encuentro en los
movimientos actuales, sin pretender agotarlos ni jerarquizar cada uno de
los aspectos que expongo.
El primero es que la presencia masiva de mujeres modifica los rasgos
más patriarcales de las organizaciones. Esto no sucede de forma mecánica
ni reactiva, sino que es consecuencia de un largo trabajo de las
mujeres, acompañadas por sus hijas e hijos que ya no están tan moldeados
por la dominación patriarcal. En rigor, debe decirse que la masiva
presencia de mujeres
abre la posibilidadde que se mueven hacia relaciones distintas. Porque también hemos comprobado, en asambleas donde nueve de cada diez son mujeres, que ellas demandan la palabra masculina, sobre todo en movimientos urbanos de las periferias pobres.
Lo segundo es que las resistencias más profundas asumen formas
comunitarias. Dicho de otro modo, para resistir y seguir siendo, los
pueblos crean comunidades. Podemos decir que la comunidad es la forma
política que asumen los pueblos cuando resisten la acumulación por
despojo/cuarta guerra mundial. En este sentido, la comunidad no
prexiste, sino que es producto de la lucha (como la clase en E. P.
Thompson).
La tercera es que las resistencias se ordenan en torno a la
reproducción. Este rasgo, como los anteriores, es de carácter
estructural, aunque a muchos les suene extraño. El capitalismo realmente
existente, condena a muerte o a desaparición física y simbólica a las
mayorías de abajo, y por lo tanto resistir es sostener la vida; por
tanto, reproducirla.
Tenemos aquí tres aspectos que marchan juntos: comunidad,
reproducción y mujeres, con sus hijos e hijas. Que integran también a
los varones no violentos, como ha hecho la organización de mujeres
campesinas e indígenas de Paraguay (Conamuri). Creo que Cherán es un
buen ejemplo de cómo se anudan las comunidades con la reproducción de la
vida y las mujeres.
Sólo cabría agregar dos cuestiones. Una, que el camino seguido no es
el que creen los académicos: primero leyeron a Simone de Beauvoir y a
otras feministas, y luego cayeron en que debían hacer las cosas de ese
modo. Las lecturas sirven, pero en general vienen después que se aprende
a poner el cuerpo, nunca antes. O sea, no sirven para explicar la vida
real, que sólo se explica por sí misma.
Dos, que las tareas de reproducción son femeninas, pero no
necesariamente de mujeres. Parir es de mujeres. Pero la reproducción es
asegurar la vida y puede ser sostenida por unas y otros. Si me perdonan
algunos revolucionarios, diría que los movimientos antisistémicos son
femeninos en un doble sentido: la mayoría de quienes los integran son
mujeres (aunque no siempre), pero son cualitativamente femeninos en el
sentido de cuidar y sostener la vida, aunque seamos varones los que
acompañemos.
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