Alexander Naime Sánchez-Henkel*
Piensa en una jungla
con enredaderas espinosas entretejidas en matorrales tortuosos, frutas
caídas, rayos de sol coníferos, animales de rama en rama, arriba,
mamíferos en abundancia, jaguares, un billón de ranas, insectos cruzando
tu camino, abajo. El virus está en todas partes y en ninguna parte. Su
código genético tan minúsculo para hospedarse en cualquier cosa viva.
Pero nadie puede decirte en qué insecto, mamífero, pájaro o planta se
esconde. Tú avanzas, destruyendo todo con tu maquinaria y tu
conocimiento.
Piensa en la especie humana, no en ti, sino en tu especie. Las
posibilidades de encuentros humanos en pequeñas calles y en aviones, de
aquí a allá, acumulando basura, objetos, cuerpos en abundancia
escupiendo, riendo, sudando, tosiendo, llorando, tocando, estornudando,
besando, chillando, hablando, chocando, gruñendo. El virus está en
ellos, pero nadie puede decirte en qué humano se ha infiltrado.
Sin duda, esta enfermedad no nos está encerrando porque sí. Su
presencia es resultado indeseado de las cosas que seguimos haciendo que
reflejan la convergencia de dos crisis en nuestro planeta: la ecológica y
la sanitaria.
Las actividades de la humanidad están desintegrando ecosistemas
naturales. La tala, la infraestructura invasiva, la agricultura, la caza
y el consumo de animales salvajes, la ganadería, la extracción de
minerales, la expansión urbana y suburbana, la contaminación química,
las islas de basura en el océano, el cambio climático. Conocemos los
márgenes generales de ese problema. Esto no es nuevo. Pero ahora, con la
tecnología y el comportamiento humano, millones de criaturas, la
mayoría de ellas desconocidas o mal entendidas, están en contacto con
nosotros. Y esos millones de criaturas que están integradas en
relaciones ecológicas que limitan su abundancia y su rango geográfico
incluyen los virus. ¿Por qué se salen de su hábitat?
Los virus comúnmente habitan un tipo de animal o planta, con quienes
mantienen relaciones íntimas, antiguas y dependientes pero benignas. Son
especies milenarias que al ver su ecosistema destruido –como toda
especie en este planeta que de repente se encuentra incitada,
desalojada, privada de su hábitat– tienen dos opciones: encontrar un
nuevo hábitat o extinguirse. No es que nos ataquen específicamente. Es
que los humanos estamos tan obscenamente disponibles que ofrecemos una
magnífica oportunidad de hábitat con todos los miles de millones de
cuerpos humanos conectados globalmente.
Por eso, estas patologías que pasan de especie a especie representan
la amenaza más importante y creciente para la salud mundial.
Justo en febrero, investigadores del Laboratorio de Ecología de
Enfermedades y Una Salud, de la Facultad de Medicina Veterinaria y
Zootecnia de la UNAM, comunicaron respecto al coronavirus que la
conservación y estudio de hábitats naturales es un asunto de salud
pública imprescindible, pues la transformación del paisaje y el comercio
de animales favorecen enfermedades virales que conocemos muy poco,
sostienen. Por eso la necesidad crítica, desde Salud, de vigilar la
salud ambiental e identificar patógenos en formas de vida no-humana para
actuar con certeza y precisión en la distancia emocional del siguiente
brote, dicen, porque están dengue, ébola, estreptococos, salmonela,
malaria, H5N1, H1N1, hepatitis E, VIH y otros cientos inevitables por
surgir.
Suena razonable, ¿no? Al comer y enjaular animales, al asediar
hábitats, al arrinconar y exterminar especies, y al consumir ecosistemas
que ni siquiera conocemos contraemos también sus bacterias, sus virus,
sus enfermedades. Esta realidad añade a la emergencia sanitaria de hoy,
la urgencia del problema eco-sanitario de ayer, y de mañana. ¿Y qué se
hace? Por ahora esa lucha se posterga, se pospone, se cancela. Mientras
la enfermedad nos arresta, la destrucción del ambiente prospera.
* Sociólogo
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