Bernardo Barranco
Ante los escándalos y
denuncias registradas por los medios de comunicación, la Iglesia
católica ha jugado un desacertado papel. Primero niega los hechos. A
partir de 2002 con las revelaciones del Boston Globe, ante la
avalancha de denuncias en todo el mundo. La Iglesia se dice víctima de
complots internacionales para desacreditarla. Se pretende atrincherar
como una ciudadela asediada por enemigos que buscan destruirla. Las
víctimas son olvidadas e incluso concebidas como amenazas porque, según
la lógica de la autovictimización, son manipuladas para alimentar la
hostilidad internacional. En suma, a la Iglesia católica le ha costado
aceptar la pederastia como un mal endémico y bajo el pontificado de
Francisco quiere, pero no puede. La inercia institucional es demasiado
pesada para que opere un cambio profundo a corto plazo.
Sin duda la Iglesia enfrenta una gran crisis histórica de
credibilidad. Sus números han decaído y sobre todo sus ingresos se han
mermado dramáticamente a causa de la desconfianza y desaprobación de su
conducta. La crisis de pederastia ha sacudido la autoridad moral de una
institución cuya materia prima son justamente los valores.
A lo largo de una década emergieron vicios institucionales que
conmovieron a la opinión pública. La cultura del silencio, el disimulo
para proteger a los sacerdotes depredadores, la reticencia a colaborar
con la justicia secular, es decir, el encubrimiento institucional de
criminales. Como dice el teólogo Tamayo: “La pederastia se convierte no
sólo en una agresión sexual individual, sino en una práctica legitimada
estructural e institucionalmente –al menos de manera indirecta– por la
jerarquía eclesiástica en todos sus niveles en una cadena de
ocultamiento que va desde la más alta autoridad eclesiástica hasta el
pederasta, pasando por los eslabones intermedios del poder religioso”.
Nombres de cardenales encubridores han desfilado, como Bernard Law
(Boston), Hans Hermann Groër (Viena), Jeorge Pell (Sídney) entre muchos
otros. Y en México emerge la figura del cardenal Norberto Rivera
Carrera. Sin duda, Rivera será recordado por el encubrimiento cómplice
de diversos pederastas sicópatas, como Marcial Maciel, a quien defendió a
ultranza, y al cura retorcido Nicolás Aguilar, acusado de violar a
centenares de niños.
Rivera decía seguir los lineamientos de Roma y que los medios eran
los culpables de querer destruir su imagen. En una cárcel de mujeres en
diciembre de 2007 acusó a los medios de
prostitutospor querer dañar su imagen. Rivera nunca se hizo responsable de encubrir pederastas ni asomó nunca una dosis de autocrítica. Predominó la soberbia y despreció los señalamientos de la sociedad. La dificultad proviene del hecho de que la palabra de la Iglesia no puede reducirse a sus discursos ni a sus declaraciones. No basta el cómo difundir un precepto si no se acompaña de una comunicación integral que abarque la congruencia. Resalta la importancia del lenguaje no verbal hasta un lenguaje simbólico coherente. ¿Cómo creerle al cardenal Rivera que no ha encubierto a pederastas, como él pregona, cuando hasta el último, públicamente, defendió con ardor a Marcial Maciel? ¿Cómo confiar en la opción por los pobres si Rivera sólo se pavonea públicamente con los ricos? Pasaba puentes vacacionales con los empresarios más connotados de México y España, en los lugares más exclusivos del mundo, además de portar suntuosa joyería personal. ¿Cómo validar su desapego a los bienes materiales cuando ha pasado por numerosos escándalos centaveros? Las papas del Papa, Viotran o copyright de la Virgen de Guadalupe, la disputa con el nuncio Justo Mullor por los dividendos de la penúltima visita del Papa a México en 1999, entre otros muchos altercados. La comunicación más poderosa es principalmente no verbal. La Iglesia puede dictar los grandes principios de la castidad y encontrarse enredada en lamentables casos de pedofilia; cuestionar con pasión a los matrimonios igualitarios, cuando todos sabemos que la homosexualidad dentro de la Iglesia es un hecho inocultable. Puede alabar la fraternidad, la humildad y la caridad en la Iglesia y no ser capaz de sofocar asuntos sórdidos de rivalidades de poder dentro de las diócesis, el Episcopado e incluso en la curia vaticana. Cualquier observador sensato se preguntaría, bajo las actuales circunstancias, si en efecto la Iglesia es experta en humanidad.
La Iglesia católica debe retractarse públicamente de las afirmaciones
de la CEM en 2002 cuando Sergio Obeso, arzobispo de Jalapa, sentenció
que la
ropa sucia se lava en casa. A pesar que se trataba de crímenes graves, tipificados por la ley y sancionados por el Código Penal, los obispos así lo expresaron, que no querían entregar a sus hijos a las autoridades civiles. El mensaje era claro: se impone una soberanía religiosa sobre las soberanías seculares del poder mexicano. Se imputa un clericalismo de cristiandad, es decir, autorreferencial y autoritario. Desde entonces, el gobierno, bajo diferentes signos políticos, no ha expresado extrañamiento alguno a pesar que se violaban principios de la ley y de la propia Constitución.
Fruto del proceso de secularización y de los escándalos de abuso
sexual a menores por parte de clérigos, la Iglesia ha perdido el
monopolio de la moralidad en México. Frente a la crisis de valores, con
ingenuidad la 4T cree encontrar en las iglesias, valiosas aliadas para
restituir el tejido social dañado. La postura pasa por alto que las
iglesias viven y son parte de la crisis de valores. La pederastia es un
ejemplo, entre otros. De manera dramática la influencia de la Iglesia
católica sobre la sociedad ha declinado de manera notable. Ya no es
capaz de limitar, y mucho menos controlar, lo que piensan, dicen y hacen
sus propias feligresías. A excepción del poder político, se presenta un
evidente declive en la dominación simbólica de la Iglesia en la
construcción de sentidos en la sociedad y en los medios.
La Iglesia debe a la sociedad mexicana muchas explicaciones, tiene muchas deudas, en especial el encubrimiento de criminales.
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