Hermann Bellinghausen
No todos los muertos pesan lo
mismo. Diversos autores (Asa Cristina Laurell en estas páginas)
destacan que, pese a la virulencia y los efectos sociales de la epidemia
mundial, en nuestro país las principales causas de muerte siguen siendo
otras; algunas verdaderamente absurdas. No que sean desdeñables los más
de 7 mil muertos (al 24 de mayo) y el millar de paisanos en la capital
mundial de la muerte viral. Norman la vida de todos, aún de los
negacionistas y los idiotas felices. ¿Son más importantes que los
decesos del hambre por miseria, las diarreas y neumonías infecciosas,
las plagas del otrora llamado subdesarrollo? Sí, lo son. Pregunten si no
a los médicos, un poder en primera línea estos días.
En un delicioso texto desde París, Vilma Fuentes comenta el poder
médico y nos remite a Michel Foucault con un toque de Molière; deduce
que
el verdadero poder cambió de manos y pasó a la de los expertos médicos(La Jornada, 11 de mayo). Ahora, ¿qué poder? El político, ciertamente, pero con base en un hecho crudo: su capacidad para salvar o no vidas, mitigar la propagación del mal, atender al enfermo con lo posible. Pocas veces vimos un sometimiento más absoluto de la libertad individual a la autoridad de los médicos. El aislamiento es brutal pero
benéfico. No queda de otra. Ya ni el cáncer, tan enajenador de la voluntad de quien lo padece, sometido por entero a una ciencia médica que se presenta como única opción sensata para salvar la vida.
No es novedad que exista este poder, expandido hacia los superpoderes
reales del mercado farmacéutico, la educación superior, las políticas
sanitarias públicas. Para su infortunio, las farmacéuticas y la medicina
empresarial parecen fuera del juego de la pandemia, que antes que a las
drogas favorece a los fabricantes de panoplia (respiradores, tubos,
jeringas, máscaras, uniformes herméticos).
En este repunte del poder médico, que debe revolcar en su tumba a
Iván Illich, vemos en acción resortes de control e influencia que ya
existían. Para reducirnos a las
figuras, vale la pena revisar quienes han llevado la voz cantante. Para bien y para mal, la cuna de este poder está en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Si observamos el debate técnico-político que polariza la opinión general y define las políticas y retóricas del gobierno tanto como las municiones de sus detractores y rivales, vemos en acción a dos ex secretarios de Salud que fueron también rectores de la UNAM (Ramón de la Fuente y José Narro), además de otro subsecretario, Julio Frenk, creador desde su boceto del Instituto Nacional de Salud Pública y típico producto de exportación académica. Añadamos el micrófono al que está obligado el actual rector de la UNAM, Enrique Graue.
En la otra esquina están el actual secretario de Salud, Jorge Alcocer
Varela, distinguido inmunólogo y reumatólogo del Instituto Nacional de
la Nutrición, y la estrellita marinera, su subsecretario Hugo
López-Gatell, epidemiólogo. De la UNAM ambos, sin embargo están fuera de
la aristocracia que monopoliza la UNAM y controló durante sexenios las
instituciones de salud gubernamentales.
La UNAM lleva casi medio siglo a cargo de médicos, desde que el
salvaje golpe de mano de Luis Echeverría en 1972 extirpó de la rectoría
su única oportunidad progresista de la historia al entregarla al
biomédico Guillermo Soberón. Culminaba la toma del poder universitario
que el gran cardiólogo Ignacio Chávez dejó inconclusa al ser
defenestrado en 1966. Desde entonces un mismo grupo político y hasta
familiar encabeza la UNAM, determinante aún en los periodos en que el
rector formal no ha sido médico, pero sí parte o aliado del grupo.
Sonará trivial, pero estamos hablando de familias encumbradas, con la
excepción de Narro (además, quien cuenta con menos credenciales de
excelencia académica y tiene trayectoria más turbia). Predomina el
preclaro pedigrí del gremio. Soberón, yerno de Chávez, dio cuerpo a una
casta que incluía al siquiatra Ramón de la Fuente, el pediatra Silvestre
Frenk y el menos político oftalmólogo Enrique Graue Glennie. El debate
visible (mediático si se quiere) lo llevan sus vástagos, enfrentados
(salvo De la Fuente) con las actualidades autoridades sanitarias
responsables de administrar los vivos y los muertos.
Montados en la ola mundial de empoderamiento médico, aún allí donde
presidentes fanáticos operan como sus anticuerpos, los médicos del poder
dan a diario las municiones numéricas, clínicas, epidemiológicas y
escatológicas para entrematarnos en los medios y las redes sociales, y
pronto, quizá, las calles. Su
razónmanda, casi parecen lo menos malo, pero no olvidemos que muchos de ellos son autores intelectuales y materiales del desmantelamiento del sistema público de salud. Citemos La cruel pedagogía del virus (Clacso, 2020, amablemente proporcionado por Elena Kahn), lúcido breviario sobre las vías sociales que la pandemia abre ante nosotros donde Boaventura de Sousa Santos pone el dedo en la llaga obvia:
La pandemia sólo agrava una situación de crisis a la que ha sido sometida la población mundial. Es por ello que implica un peligro específico. En muchos países, los servicios de salud pública estaban mejor preparados para enfrentar la pandemia hace 10 o 20 años de lo que lo están hoy.
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