El argumento de la violencia
como causa de la migración ha cobrado relevancia en años recientes y hay
razones evidentes que sustentan la afirmación. No se trata de
situaciones de guerra civil, como en la década de los 80 en
Centroamérica, donde la violencia armada fue el detonador de los grandes
flujos de salvadoreños, guatemaltecos y nicaragüenses.
La violencia en el siglo XXI es de varios tipos e impacta de forma
diferente la migración. En México el monopolio de la violencia lo tiene
el crimen organizado y, en menor medida, las fuerzas armadas. La mayoría
de los homicidios son bajas de los propios cárteles que se matan entre
sí por el control de las plazas o por la lucha de facciones al interior
de cada grupo.En Centroamérica son las maras o pandillas las que monopolizan la violencia entre bandas por el control de territorios, contra los distintos estamentos policiales y contra la sociedad a la que, de alguna manera, extorsionan o agreden.
En ambos casos el narcotráfico es un factor fundamental, pero la dimensión del negocio entre los cárteles mexicanos y centroamericanos es considerable. Igual que la presencia e influencia de pandillas es inversamente proporcional en uno y otro caso.
Por lo general se mide la violencia por el número de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes. Tanto México como El Salvador, Guatemala y Honduras tienen índices bastante altos. Pero las diferencias, ausencias y tendencias son importantes para el análisis.
Para empezar, en la región hay tres países que tienen índices bajos de violencia y se mantienen estables en los últimos cuatro años (2016-2019): Costa Rica (12 homicidios en promedio), Panamá (10) y Nicaragua (7.5) aunque de este último faltan datos y hay una violencia política considerable. No obstante, esto marca una diferencia geográfica relevante, el sur de Centroamérica es mucho menos violento que el norte.
Por su parte, El Salvador tiene el índice más alto de homicidios (65 en promedio), aunque ha ido mejorando y pasó de 83 homicidios en 2016 a 58 en 2019. En segundo término figura Honduras con 45, y en tercer lugar Guatemala con 24. Y aunque la literatura sobre el tema de violencia en Centroamérica hace referencia y agrupa indistintamente al llamado Triángulo norte, hay diferencias muy importantes. Para empezar, no es lo mismo El Salvador y Honduras que Guatemala. Por otra parte, casi nadie se fija en Belice, que también tiene un índice muy alto de homicidios (36.5) y es parte de la ruta del narcotráfico. México ostenta un índice de 24 homicidios en promedio, similar al de Guatemala.
De acuerdo con altos funcionarios de Acnur (comunicación personal),
el argumento de la violencia como recurso para solicitar refu-gio en
México tiene un comporta-miento diferenciado de acuerdo con la
nacionalidad y coincide en términos generales con los índices de
homicidios: 30 por ciento en el caso de los salvadoreños, 20 por ciento
de hondureños y 10 por ciento de guatemaltecos. Se trata de una
violencia sistémica, que afecta a todos los sectores sociales y que
incide en la vida cotidiana y familiar de amplios sectores de la
población. A esto se suman causas que operan de forma simultánea a la
violencia: la pobreza, precariedad laboral, desempleo y persecución
política.
A la violencia ejercida por particulares hay que añadir la violencia que podríamos calificar como de
La impunidad institucional, de todo órgano de gobierno y que incluye a ciertas instituciones particulares, afecta de manera directa a la población en el devenir cotidiano y en su proyección a futuro. El resultado es un hartazgo generalizado, un cansancio generacional, una desilusión permanente porque, una y otra vez, te ves obligado a votar por el menos peor.
Estos contextos que se repiten en muchos países, no sólo en Centroamérica, son un caldo de cultivo propicio para emigrar. En cinco años Venezuela expulsó a 4.5 millones. En 2014 sólo 2.3 por ciento de la población venezolana vivía fuera, en 2019 la cifra creció a 16, la segunda en Latinoamérica después de El Salvador, donde 25 por ciento de la población emigró.
La impunidad institucional y la violencia sistémica se han convertido en las principales causas de la emigración en el siglo XXI.
A la violencia ejercida por particulares hay que añadir la violencia que podríamos calificar como de
impunidad institucional, que incluye corrupción, ineficiencia, amiguismo, clientelismo, nepotismo, oportunismo, etcétera, y que rara vez se cuestiona o sanciona. Es la violencia ejercida sobre una parturienta que espera horas o días para ser atendida en un centro de salud; la del juez o funcionario que traspapela papeles; la de la justicia que nunca llega; la del policía o fiscal que no investiga; la del burócrata que sólo busca entorpecer el trámite; la del maestro que falta a clases; la del aviador que ostenta varias plazas; la del banco que impone comisiones y tasas de interés excesivas; los concursos de tra-bajo amañados; la emisión de leyes ad hoc para compensar financiamientos de campañas político-electorales; los planes de retiro privatizados que no permiten vivir dignamente a los jubilados.
La impunidad institucional, de todo órgano de gobierno y que incluye a ciertas instituciones particulares, afecta de manera directa a la población en el devenir cotidiano y en su proyección a futuro. El resultado es un hartazgo generalizado, un cansancio generacional, una desilusión permanente porque, una y otra vez, te ves obligado a votar por el menos peor.
Estos contextos que se repiten en muchos países, no sólo en Centroamérica, son un caldo de cultivo propicio para emigrar. En cinco años Venezuela expulsó a 4.5 millones. En 2014 sólo 2.3 por ciento de la población venezolana vivía fuera, en 2019 la cifra creció a 16, la segunda en Latinoamérica después de El Salvador, donde 25 por ciento de la población emigró.
La impunidad institucional y la violencia sistémica se han convertido en las principales causas de la emigración en el siglo XXI.
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