Editorial La Jornada
El secretario general
de la Organización para la Cooperación para el Desarrollo Económicos
(OCDE), José Ángel Gurría, afirmó ayer que México se condena a tener un
Estado pequeñodebido a los escasos recursos con que cuenta para financiar sus actividades. De acuerdo con quien fuera subsecretario de Asuntos Financieros Internacionales de la Secretaría de Hacienda durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, y titular de esa dependencia en el gobierno de Ernesto Zedillo, si se quiere remediar el déficit crónico y proveer
mayor bienestar a la población con servicios públicos de calidad, el Estado debe
aumentar la recaudación, avanzar hacia un modelo fiscal más normal, más moderno y que dependa menos del petróleo.
Las declaraciones de Gurría combinan la exposición objetiva del marco
fiscal existente en México –cuya recaudación, expresada como porcentaje
del producto interno bruto (PIB), es la quinta más baja de América
Latina y representa menos de la mitad del promedio entre los países que
integran la OCDE– con el silencio o el cinismo con respecto a su propio
papel en el diseño, promoción y aplicación de dicho marco. En efecto, el
hoy funcionario internacional y asesor empresarial forma parte del
grupo de tecnócratas como Pedro Aspe Armella, Francisco Gil Díaz,
Guillermo Ortiz Martínez y Agustín Carstens que usaron sus altos cargos
para imponer un modelo fiscal regresivo y defectuoso, lleno de agujeros
legales fácilmente explotables por las corporaciones y los dueños de
grandes capitales, que en los hechos constituyó una legalización de la
evasión fiscal para los estratos más privilegiados.
Además de su carácter cínico, las recomendaciones de Gurría conllevan
una doble perversidad. Por una parte, debe tenerse presente que los
funcionarios financieros de los gobiernos neoliberales entienden la
formación de un sistema fiscal
modernoen términos de ampliación de la base tributaria, un eufemismo mediante el cual intentaron reiteradamente imponer un esquema aún más inequitativo; dicho modelo, cuya implementación se frenó gracias a la resistencia popular y al cálculo sobre lo impagables que resultarían sus costos políticos, pretendía gravar alimentos y medicinas con el impuesto al valor agregado (IVA), así como integrar de manera forzosa a la formalidad a sectores de la población que realizan actividades de subsistencia, como los pequeños campesinos o los vendedores ambulantes.
Por otra parte, en la jerga neoliberal, la necesaria tarea de reducir
la dependencia estatal de los ingresos petroleros no se traduce en el
establecimiento de gravámenes progresivos a las grandes fortunas
personales o corporativas, sino en la entrega incondicional de los
recursos naturales de la nación al sector privado. Es evidente que la
renuncia del Estado a la renta petrolera iría en perjuicio directo de
las mayorías beneficiadas por los programas sociales y que sólo
favorecería a los intereses privados que no se han resignado a perder el
control sobre los hidrocarburos mexicanos.
En suma, la postura del ex funcionario constituye un ejemplo
inmejorable del pensamiento tecnocrático, privatizador y marcadamente
oligárquico que devastó al país a lo largo de los pasados cinco sexenios
y que fue masivamente reprobado en las urnas hace casi dos años.
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