Luis Linares Zapata
La incidencia del coronavirus
en los países y ciudades va revelando la diversa afectación que padecen
sus distintas capas sociales. Mientras más se baje en la pirámide
económica mayor será el contagio padecido. La alcaldía de Iztapalapa de
la gran metrópoli muestra sus dolores en infectados y muertes. Su
composición de clase media baja y diversos grados de pobreza los revela.
Hay en medio de esta pandemia una penetrante descripción del presente
mexicano; un tiempo incierto y nerviosos lugares con su compleja
inequidad. De similar manera, Nueva York arroja una contabilidad
desigual de fallecimientos de afroestadunidenses y mexicanos respecto
del resto de la población blanca.
Este será el principal asunto que se ha ido apreciando a medida que
avanza la pandemia: la pertenencia a determinada posición en la escala
socioeconómica. En los estratos de escasos recursos las personas no
pueden sujetarse, con disciplina, al aislamiento. No lo pueden hacer
porque sus posibilidades para resguardarse del contagio son
crecientemente nulas para cumplir con los requerimientos de resguardo
hogareño y sana distancia. Multitudes en los distintos asentamientos se
ven compelidas a buscar el diario sustento en las calles de sus
ciudades. Las consecuencias de ello, con toda precaución incluida, se
pueden entrever en algunas de sus líneas y contornos básicos. Será
inevitable apreciar que el fenómeno viral tendrá un peso considerable en
cómo se integre y moldee el futuro de cada sociedad.
¿Qué tanto afectará al México de mañana lo que ocurre hoy? ¿Cuáles y
de qué naturaleza serán los cambios en la vuelta a la normalidad? Aún es
prematuro sacar con suficiente claridad las conclusiones, pero con
seguridad la densa desigualdad será el fondo condicionante de las
respuestas. Las escalas de valoración, las prioridades para situar los
recursos estarán determinados por lo que se está viviendo todos los
días. Es posible argumentar, con base en los terribles efectos de la
pandemia, motejada española, que conllevó, en buena parte del mundo, las
mejores organizativas de sistemas de atención a la salud. Antes de esa
siniestra aparición, que dejó millones de muertes, la atención de la
salud era sumamente defectuosa, clasista en su mejor versión.
Las dos guerras mundiales condujeron a las diversas sociedades
europeas a pugnar por el llamado estado de bienestar. Una pretensión
que, puede decirse, se logró instaurar en varios de los países de esa
región. Esta estructura, física, política y de oportunidades, cuyos
rasgos e instituciones subsisten hasta estos días, facilitó una mejor
defensa contra el coronavirus, muy a pesar de los embates privatizadores
de la salud propiciado por el neoliberalismo. Los trabajos
desencadenados por la traumática experiencia guerrera del siglo pasado,
empujaron hacia las sociedades igualitarias como horizonte asequible.
Estas grandes líneas de acción, extraídas de ambas tragedias, no
pudieron seguir en la ruta de la justicia y recayeron en pautas
desiguales. Pero el avance, respecto de la estricta separación entre las
clases que dominaba el panorama europeo previo, fue un acicate de la
transformación.
El famoso economista francés, Picketty, arguye, en su revisión de la
relación entre el capital y el trabajo durante siglos, que la peste
negra del siglo XIV puso en evidencia la servidumbre prevaleciente en la
sociedad. Concluye que, posteriormente, pudo abolirse pero, en otros
lugares y circunstancias, también se reforzó. En lo primero porque había
menos trabajadores y al movilizarse, alcanzaron mejores condiciones.
Pero, en otros entornos, los terratenientes, impelidos por esa misma
disminución de la servidumbre, la sujetaron con férreas armas de normas y
fuerza.
Es posible que, por más que la pandemia ponga en evidencia la
desigualdad imperante, tanto en sociedades avanzadas como en las de
relativo atraso, no se concreten los intentos igualitarios, deseados por
algunos. Mucho dependerá tanto de las capacidades como de la conciencia
que desarrollen los movimientos reivindicadores en formación.
Habrá que superar innumerables obstáculos que se oponen a todo
cambio. Las políticas públicas derivadas deberán montarse en criterios
de equitativa eficacia. Las estructuras fiscales, por ejemplo, que
tantos requiebros ocasionan y pasiones desatan, serán asuntos cruciales
por venir. Su adecuación a las aspiraciones igualitarias bien se sabe,
desatarán debates con apreciables costos. Otro aspecto que se discute
con ardor, para al menos paliar el quiebre productivo y su vertiente de
pobreza y desempleo, apunta al uso de la deuda soberana. Ésta suscribe,
sin duda, una grosera concentración de la riqueza, tal como enseñan
experiencias pasadas. Servir la deuda, además de la condicionante en
soberanía e independencia, tiene incrustado un ingrediente clasista y de
poder elitista innegable.
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