Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
El 4 de septiembre de 2023, después de que una decisión cupular nombró a Xóchitl Gálvez abanderada del Frente Amplio Por México, un grupo de intelectuales se presentó en su habitual programa nocturno de los lunes. Ahí discutieron abiertamente si era conveniente o no denunciar que la que viene el 2 de junio será lo que ellos llaman una «elección de Estado». Un airado Jorge Castañeda decía que «López Obrador va a poner todos los recursos al servicio de su candidata. Ahora, ¿qué hacer ante eso? ¿denunciar cada prenda de una elección de Estado? Sí, pero puedes infundirle cierto desánimo a tu gente si estás todo el tiempo friegue y friegue que vamos a perder». Luego resume la disyuntiva: «hay buenas razones para hacer la denuncia cotidiana de la elección de Estado, y hay buenas razones para decir mejor dejemos eso, infundamos un sentimiento de optimismo, de sí se puede».
La discusión jamás se centró en aportar a su audiencia las evidencias de que el Presidente interviene ilegalmente en las elecciones, o en respaldar con pruebas su dicho de que se utiliza dinero público en favor de la candidata del partido gobernante. Eso lo dan por hecho, sabiendo que los simpatizantes de la oposición darán el salto de fe ante su palabra incuestionable de «expertos». El debate ese día era sobre la conveniencia de promover tal idea, ponderando la desventaja del posible desánimo que infunde en los votantes, frente a la magra, pero todavía visible oportunidad de convencer a la ciudadanía a salir a votar en favor de la candidata de la oposición.
La solución a su dilema se fue aclarando en el transcurso de los meses siguientes. La designación de Gálvez resultó ser un fracaso y la muestra de ello es que el periodo de precampañas no logró mover las tendencias: Claudia Sheinbaum la sigue aventajando por casi el doble de puntos en las encuestas. La oposición recurrió entonces a lo que mejor sabe hacer: montar una campaña negra en contra de Andrés Manuel López Obrador, apoyada en su brazo mediático.
En las últimas semanas hemos visto arreciar esta campaña, con el añadido de que se cimenta ahora en reportajes publicados desde fuera de México, de los cuales el de Tim Golden en ProPublica el 31 de enero y el de Anabel Hernandez en Deutsche Welle publicado un día antes habían sido los más difundidos. El denominador común de estos reportajes es el de reabrir ante la opinión pública, y sin ningún sustento judicial o nueva información, investigaciones iniciadas hace años por la DEA que el Departamento de Justicia de Estados Unidos dio por cerradas, a falta de evidencia concluyente de que colaboradores cercanos al actual Presidente hubieran recibido dinero del narcotráfico en 2006.
Esta semana, una nota del New York Times recupera la estrategia: refiere que algunos agentes indagaron si aliados de AMLO recibieron dinero del narcotráfico cuando él ya era Presidente, pero, afirma “Estados Unidos nunca abrió una investigación formal a López Obrador y los funcionarios que estaban haciendo la indagatoria al final la archivaron”.
El caso es que la nota presenta la ausencia de una investigación como si tuviera valor periodístico. Esto lo logran con dos argucias: primero, poniendo en la mesa la sospecha de que la decisión de no investigar se debe, no a la falta de evidencia contundente, sino al amilanamiento político: “Para Estados Unidos, perseguir cargos penales contra altos funcionarios extranjeros, es algo inusual y complejo. Sería especialmente complicado armar un caso legal contra López Obrador” y a continuación rememora el pasaje de la crisis diplomática causada por la detención del General Cienfuegos. Esta sospecha de que el Gobierno de Estados Unidos no investiga a AMLO por un supuesto temor político se presenta en la antesala de la campaña presidencial de Estados Unidos, cuando la injerencia en la política mexicana tomando como pretexto el combate a los cárteles de la droga es parte central de la agenda electoral. Dicho en términos planos, en esta coyuntura en la que coinciden los calendarios electorales de los dos países, «se juntó el hambre con las ganas de comer».
La segunda razón por la que la nota del New York Times considera que hablar, ya no digamos de una investigación cerrada, sino de una que nunca fue iniciada tiene carácter noticioso estriba en el precedente que abrieron las notas -también insustanciales- de Tim Golden y Anabel Hernández. Y no podemos obviar de este contexto la campaña, demostradamente artificial, según ha investigado y evidenciado Julián Macías Tovar (@JulianMaciasT), de colocar en trending topic varios hashtags que vinculan al Presidente con el narco, mediante cientos de miles de cuentas pagadas. Y así, lo que le da “credibilidad” a la acusación de que el Gobierno de López Obrador está coludido con el narcotráfico no es en absoluto la evidencia factual, sino otras acusaciones previas -igualmente carentes de evidencia-. Se trata, pues, de sustituir la verdad y el principio de la carga de la prueba -el que dicta que quien acusa es quien tiene responsabilidad de probar lo que dice- por la apelación a la credulidad: lo que digo es cierto porque otros ya dijeron algo parecido.
Los filósofos distinguen entre dos teorías de la verdad: una de ellas, la teoría de la correspondencia, define a una proposición verdadera como aquella que corresponde con los hechos, es decir, la que retrata fielmente los acontecimientos del mundo externo al lenguaje. La otra teoría, la de la verdad como coherencia, considera que para que una proposición sea verdadera basta que no contradiga verdades aceptadas. Es decir, la verdad, en esta perspectiva, es una cuestión meramente discursiva: consideramos verdadero aquello que coincide con lo que ya creemos de por sí, sin que se involucre ningún nexo con la realidad, cuya existencia misma es puesta en duda por los coherencistas. Tal vez la señal más acabada de que los comentaristas políticos de los medios convencionales en México adoptan esta visión de la verdad como coherencia y no como correspondencia con la realidad es aquella consigna recién lanzada por Raymundo Riva Palacio: “la verdad ya es irrelevante”.
Hay tres objetivos en la campaña que trata de vincular a López Obrador con el narcotráfico: el primero, como dijimos, es poner en la arena electoral de Estados Unidos su capacidad de injerencia en México -es por eso que cobran especial protagonismo los medios internacionales como ProPublica y The New York Times-. El segundo objetivo, regresando al párrafo con el que abrimos esta columna, es el de reforzar la narrativa de una supuesta «elección de Estado», narrativa que pasa por sembrar la percepción de que la campaña de Claudia Sheinbaum estará financiada por dinero ilegal y favorecida por la voluntad autócrata del Presidente. Esta percepción es fundamental para deslegitimar el resultado de la elección del 2 de junio que, como sabe de antemano, la oposición perderá de manera apabullante. El tercer propósito, más largoplacista pero no menor, es el de manchar la reputación de un dirigente político cuya más alta -y muy legítima- ambición es la de dejar un legado para la historia y un cambio cultural que lo sucederá por décadas después de su partida.
López Obrador llega a la recta final de su mandato tal como llegó a él después de cada uno de sus tres intentos: en medio de una avalancha de difamaciones, acusaciones infundadas, campañas de odio y calumnias sin evidencia que, como sabemos, van dirigidas a él pero con dedicatoria y especial saña contra su base popular. A quienes hemos sido testigos de su perseverancia no nos extrañará ver que, de nuevo, y como ha sucedido en tantas otras ocasiones, salga fortalecido y aún más arropado por sus simpatizantes, especialmente en el momento de su retiro de la vida política. Queda ahora en manos de Claudia Sheinbaum abrir su campaña este primero de marzo con un discurso tajante en contra del injerencismo estadounidense, en defensa de las decisiones soberanas del pueblo de México y en defensa de la democracia como la concebimos: el respeto a la voluntad popular que expresará su respaldo a un proyecto no sólo en en las urnas sino en cada una de las decisiones que definen su vida pública.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en El Colegio de México. Se especializa en el estudio del significado en lenguas naturales como el español y el purépecha. Además de su investigación académica, ha publicado en diversos medios textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje, ideología y política.
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