Al involucrar a la derecha republicana que tiene la invasión de México como un tema de campaña, a la DEA que quiere responsabilizarnos de su fracaso en el país que más drogas consume en el mundo, al mezclar a la derecha española y argentina, a través del Atlas Network, y al celebrar que medios como el New York Times o Univisión difamen al Presidente mexicano tratando, sin éxito, de ligarlo al crimen organizado, la oposición local convirtió la campaña presidencial en una batalla entre soberanía nacional e intervencionismo yanqui. Habían pasado muchas cosas y ninguna en ocho meses. En un inicio, allá por el 15 de junio de 2023, sus creadores habían planteado que Xóchitl Gálvez era mejor candidata que Claudia Sheimbaum porque no se le podía decir fifí y era “desparpajada” y tenía “humor”. Esa fue la razón que expuso Aguilar Camín en su destape por Latinus. Silva-Herzog Márquez fue un poco más lejos. Según él, la “experiencia de vida” de Gálvez “desactivaba la retórica oficial”. Pero de esa fecha a hoy, lo que sucedió fue el estancamiento de la candidata X, y un aumento de la gente que la rechazaba, del 32 por ciento en septiembre de 2023 a enero de 2024, en que el 51 por ciento declaró que nunca votaría por ella. Según las últimas encuestas, PRI-PAN y PRD no lograrán ni siquiera los votantes del 2018, cuando tenían dos candidatos presidenciales.
Entonces, los calderonistas tomaron en sus manos la campaña. La llegada del censor de Felipe Calderón, Max Cortázar, el 23 de noviembre pasado, señaló un punto de inflexión donde ya no se trataba de competir sino de ensuciar. El calderonismo pasó a intoxicar las redes sociales y los medios corporativos con el mensaje del Presidente-narco, en abierta proyección hacia López Obrador de lo que, en la realidad, habían hecho Felipe Calderón y Genaro García Luna. Los calderonistas convierten cualquier debate en una narcomanta. No conocen otra cosa. Y, en su afán de desacreditar la elección que casi sin lugar a dudas van a perder por mucho, decidieron buscar apoyos en Estados Unidos y en España de los sectores más anti-mexicanos, esos que nos ven como indocumentados, narcotraficantes, o indios todavía malagradecidos porque los “civilizaron”. Así, de un plumazo, con la gira de Gálvez por Nueva York, Washington y Madrid, movieron el debate electoral hacia el tema de la soberanía nacional contra el intervencionismo extranjero. Se colocaron ellos solos del lado de la injerencia.
Pero esta columna no es sobre Felipe Calderón y Max Cortázar, sino sobre los mexicanos que aplaudieron su estrategia de recurrir a una especie de Gran Vigilante, los Estados Unidos, para que ponga en su lugar al populista “López”, como lo ha hecho en casos como el de Honduras. De hecho, una columnista de Miami en el diario Reforma, Peniley Ramírez, fantaseó con esa posibilidad. Ya Enrique Krauze se había excitado con el ensueño de que Joe Biden “moderara” al Presidente de México, en un artículo del New York Times de marzo de 2021. Es la mentalidad colonizada de siempre de las derechas mexicanas: a cambio de que Estados Unidos o Europa ponga en orden a los sublevados les ofrecen todos los recursos naturales y todas las facilidades para el saqueo.
Pero los desarraigados que aprueban estas intervenciones son los que experimentan una sensación de no-pertenencia. Son los hijos del neoliberalismo como colonización. Son los que se abstienen, que descreen de todo lo que no conocen, que sostienen que “todos son iguales” con la fiaca de no pensar en el presente colectivo. Pertenecer y participar de la vida pública de tu país es algo que les suena a ser parte de un rebaño. Es interesante lo que logró hacer con ellos la mentalidad colonizada. Al distanciarse de la vida colectiva, del sentido de pertenencia a una patria, han logrado sentirse orgullosos, destacados culturalmente, de una manera casi aristocrática. Una emoción, como escribe el filósofo español, David Sánchez Usanos, “como si fuera la marca de aquellos libres e independientes que no participan de la mediocridad que caracteriza a la masa”. En el desarraigo hay mucho de esa emoción por no pertenecer a la masa con la que se esterotipa lo vulgar, es decir, lo colectivo. Y en la defensa de la soberanía nacional ellos ven el reguardo del rebaño. Pero en el desarriago también hay un componente de pensar que el Estados Unidos de los cincuentas o la Europa del siglo XIX siguen existiendo y que su égida civilizatoria fue algo positivo. Son los que reivindican los imperios, el de Iturbide y el de Maximiliano de Habsburgo, y a Porfirio Díaz por su versallismo de oropeles. Es una idea a la que se aferran, aunque Estados Unidos sea hoy mismo una cultura sin capacidad para resolver sus guerras imperiales, la desigualdad racial, y el uso indiscriminado de armas y drogas. Pero el desarriago como marca aristocrática va un poco más allá del desprecio por las masas y se justifica con un supuesto “retorno” a la socialización primaria: la familia, el vecindario, la comunidad. Como si la experiencia privada fuera un tipo de pertenencia colectiva y no, como es, sólo psicológica. La integración social que supone la sensación de pertenencia a un país les supone a los desarraigados perder su individualidad en un rebaño, en lo indistinto. Pero como dice el mismo Sánchez Usanos: “No hay súbdito más dócil que el individuo solitario y desarrigado. Esos desarraigados que pueblan nuestro arte y nuestra cultura no se encuentran en contradicción con el capitalismo ni desde luego suponen una amenaza para el poder establecido; sí lo son, quizá, para su propia salud física y mental y, tomados como modelos o arquetipos, sí ejercerían una acción disolvente respecto a la sociedad de la que son síntoma”.
Pero veo algo más en el desarraigo de los que votarán por una oposición que tiene su principal apoyo, no entre los electores mexicanos, vivan o no en el país, sino entre las élites que dirigen las agencias de Estados Unidos o el New York Times, y que los miran con condescendencia, que los miran con displicencia y menosprecio como lo hacen con Juan Guaidó, Zelenski, o Javier Milei. Y es todo el trabajo que no han hecho desde la elección de 2018. No se trata, en su caso, sólo de generar una propuesta de país que no sean un montón de quejas contra el Presidente López Obrador, sino, de verdad, de trabajar en lo que perdieron. La oposición tiene que hacer un duelo.
Pensemos en lo que es el duelo: “el sujeto es habitado de modo obsesivo por las representaciones ligadas a la imagen del objeto perdido, devenido objeto interno, y en la que ha de encarar las expectativas que depositó en la relación ahora abruptamente concluida” (Evaristo Prieto Navarro). En el duelo no hay más que dos caminos: o uno se extingue con el objeto perdido o uno acepta la pérdida y dirige sus energías a seguir viviendo sin ella. Pero la oposición jamás reconoció la pérdida y empezó a enfrascarse a sí misma en una fantasía donde nunca perdían, aunque perdieran 23 estados de la República, donde se sintieron heróicos al enfrentar a un “dictador” que era un Presidente electo y que los dejaba asolearse en el Zócalo, y que enarbola la idea de que regresarán al poder presidencial aunque sea ayudados por un Gran Padre Protector, que es la DEA.
En política, rehuir el duelo enferma a las sociedades. Es el caso de la Alemania post-nazi, como bien lo estudió Margarete Mitscherlich en 1973. Al nunca reconocerse en la pérdida, los alemanes inventaron una fantasía de no-responsabilidad por los millones de víctimas inocentes y crearon una justificación en la que fueron seducidos, hipnotizados, por el liderazgo hitleriano. En su terrible derrota, los alemanes prefirieron verse a sí mismos como acompañantes que no intervinieron en el genocidio con el que todo terminó. Prefirieron verse como espectadores de lo que ocurrió y no como activos defensores del régimen nazi, partícipes, beneficiarios. Eso, al menos, es lo que estudia Mitscherlich y a esa evasión de la responsabilidad sobre las víctimas, atribuye toda una cadena de deformaciones sociales que enlista así: “La indiferencia ante los asuntos públicos, el inmovilismo, provincianismo y sentimiento de superioridad frente a otros, la vacuidad emocional, la obsesión por el consumo y la entrega ciega e irreflexiva a la compulsión por la reconstrucción nacional tras la devastación bélica, sin volverse a mirar el pasado, delatan la inexistencia de una tarea de duelo resuelta o, lo que es peor, ni siquiera planteada”.
En el caso mexicano veo esa falta de trabajo de duelo por las víctimas de la corrupción y, por supuesto, de la simulada guerra contra el crimen organizado de Calderón que mató, desapareció y desplazó a cientos de miles de mexicanos. En ciertos sectores se convalidó la corrupción como un rasgo idiosincrático del país, y se aprobó el mal de exterminar supuestos criminales en las calles, a cambio de un supuesto progreso que nos libraría de lidiar con ellos. Corrupción y guerra interna son las dos cosas que no han tenido un duelo moral de la parte de la élite mexicana que los convalidó. Para eso, la historia funciona como auxiliar de una autocrítica que jamás se realizó ni a la supuesta transición democrática plagada de fraudes y dinero ilegal, ni al modelo neoliberal que tuvo en México una de sus resultados más desastrosos —las famosas 14 familias dueñas del ocho por ciento de la riqueza nacional—, ni la guerra que exponenció los niveles de violencia y crueldad.
No hubo autocrítica. Jamás escuchamos a los candidatos del PRIAN o a las organizaciones de Claudio X. González hablar de su responsabilidad en el desastre que entregaron. Todo lo contrario: reivindican partes de la guerra contra el crimen; sostienen la idea de que toda superación de la pobreza es “esfuerzo y más trabajo”; no aceptan que no pagaban impuestos a cambio de financiar al PRI y al PAN, no hablan de su propia corrupción, ni siquiera aceptan que tienen a un Secretario de Seguridad preso por narcotráfico en Estados Unidos. Todo lo que son, no lo asimilan en una autocrítica sino que lo protectan sobre la persona del Presidente y su familia. Han racionalizado falsamente sus responsabilidades diciendo que este Gobierno es peor de corrupto o más violento que los sexenios de ellos. Proyectan su propia responsabilidad en un mal ajeno y fantasioso: un dictador aliado al narcotráfico. Se entregan a fantasías de que las encuestas mienten, que hay un voto “oculto” por Gálvez, que el New York Times los apoya.
La oposición, de 2018 a la fecha, ha sido autocomplaciente, sin vergüenza, amnésica, sin asumir sus responsabilidades históricas y, por supuesto, irritada con una realidad que odia. Por eso critican que expliquemos con la historia reciente el desastre nacional del que son responsables. “Le echan toda la culpa a los sexenios anteriores”, repiten maquinalmente, sin siquiera asumir que en ese pasado están los crímenes, los saqueos, y la degradación nacionales. Se envuelven en una fantasía de vivir en una dictadura que les permite fantasear que son “como los estudiantes de 1968”, que son demócratas en defensa de las libertades, que son republicanos. No lo son. Viven en la burbuja de evitar a toda costa reconocer sus responsabilidades políticas, históricas, y morales, aunque la realidad les esté demostrando que se han quedado anclados en su propio pasado: el fraude del 2006 y la guerra que siguió.
No de otra forma me explico la toma de los calderonistas de las campañas del PRIAN, gastándose millones de dólares en trollcenters que ensucian el debate y lo pasan al reino de las amenazas y los insultos, en la cultura de la narcomanta, que es la única que conocen. Que se alíen a los sectores anti-mexicanos para dañar al obradorismo. Que no puedan todavía reconocer que hubo un país dañado y roto por sus acciones. No solamente no lo han reconocido sino que piensan huir hacia adelante en su propia degradación. Van por el intervencionismo. Reivindican como propio el carácter de vendepatrias. Mentirán hasta acabar exhaustos. Perderán la elección como nunca lo han hecho pero se salvarán a sí mismos de la derrota histórica, política, y moral que se han negado, durante estos seis años, a aceptar.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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