10/01/2011
La tienda de raya emocional
María Teresa Priego
“Somos culpables en busca del delito”. ¿En dónde leí la frase? Me la quedo. Con su comicidad, que casi siempre no aplica. La posibilidad de sentir culpa es un principio básico de salud emocional. Como ser capaces de sentir empatía. La culpa es necesaria. Tiene sus noblezas. Humaniza. Cuestiona. Pero no me refiero hoy a esa culpa “sana” que padece quien en la realidad infligió un daño. Y que sería muy inquietante y pathos negar o desconocer. Pensaba en otras culpas. Las de la tienda de raya. Culpas injustas, desproporcionadas. Imaginarias.
Las que responden a “la voz del amo” (Lacan) y no a la realidad. Culpas de las que podemos o no ser conscientes y que arrastramos como al esqueleto en el ropero. Generadas por decires introyectados en la infancia y adolescencia. Palabras del Gran Otro que no osamos deconstruir. Percibidas como verdades absolutas. Culpas impuestas de antemano. “Soy culpable, y me castigo”.
Periodos desasosiego: ante ciertas experiencias la culpa nos entierra los dientes. Nos empeñamos en despeñarnos. Y como modus vivendi: repetición del descalabro (pesaroso o disimulado). Los dientes de la culpa tan enterrados que se convierten en nuestra manera de vivir y elegir. Nuestra manera de estorbarnos. Cuando la culpa subyace enquistada, con su carga de angustia, una se vacía la sopa hirviendo en un brazo. Se olvida de una cita. Sale corriendo de aquello que le gusta. Se impide amar a quien ama (aunque haga como que lo ama). Acepta maltratos inaceptables. Se hace echar del trabajo.
Congela su sexualidad. O la malbarata. Sube de peso o adelgaza en exceso. Una se castiga. A cada quien sus intensidades y sus maneras. La culpa es una emoción persecutoria, con frecuencia inconsciente. Ésa es la monserga. Cuando no es grave. Ése es el espanto. Cuando sí lo es. ¿Culpable? ¿Hay una razón en la realidad? ¿O me atrapa mi real interior? ¿De qué dimensiones es mi inclinación silicio-flagélica? Si existe. A la culpa de contenidos imaginarios la padecemos y la actuamos. Quien se sienta libre de autopersecuciones culpígenas, mejor que no arroje la piedra. Sería una pena castigarse con un chipote en la cabeza.
La culpa se vive como si una/o tuviera una deuda imaginaria que no termina de pagar. ¿Cuál deuda? ¿Con quiénes sellamos ese pacto de lealtad que podría llevarnos a actuar contra nosotros mismos? Porque una demanda exterior (no podemos o no queremos responder) activa el mecanismo. A veces, porque perseguirnos se nos da. No sobra indagar. La culpa puede llevarnos a elegir el malestar. Sentir pánico ante nuestros logros. Nuestros talentos. Ante el bienestar y felicidad. Ante el placer. Es cruel. Y me importa este tema, porque actuar el castigo a una/o misma/o pareciera tan absurdo que resulta facilísimo de negar: “¿Culpa ante los propios atributos luminosos?”. ¿Quién podría preferir inventarse/crearse limitaciones que no tiene? ¿Quién estaría dispuesta/o a negarse a sí misma/o con tal de no hundirse en la culpabilidad? Quien haya aprendido una retorcida lección familiar: aquello luminoso y bueno que es suyo, se lo “arranca” a un otro amado.
El hermano al que le hacen sentir que entrar a la universidad es “despojar” a su hermano que no lo logró. La hija que si vive una sexualidad feliz “despoja” a la madre que transmitió que no la tiene. La hermana “culpable” de tener un hijo que su hermana no pudo. Hasta el infinito. Entre mujeres: esa culpa que atraviesa el cuerpo y sus inconmensurables. “Espejito. Ella tiene que ser la más bonita. Díselo. Dile lo horrorosa que soy. Porque si me odia me sale bigote, barba. Me vuelvo desneuronada. Y ya nadie me va a querer”. Analizamos obstáculos interiores desde el “miedo al fracaso”. Racional y lógico: “No me inscribo a la universidad, tengo miedo de no aprobar”. Considerar otra opción: “No me inscribo en la universidad, podría irme bien, y no lo merezco”. “Mi logro implicaría ir más allá de personas amadas, que no tuvieron las mismas oportunidades”. “No puedo dejarme ir a la felicidad, temo que sobrevenga un castigo peor que la privación que ahora me impongo”.
En 1936. Carta de Freud a Romain Rolland: “Culpa ante la realización del deseo”. La atribuyó a “lealtad a los orígenes”. “Empatía filial”. (“Compasión filial”) Podría venir de una demanda paterna/materna inconsciente: “Si te construyes distinto a mí, si hay territorios en los que vas más lejos que yo, me abandonas”. Freud narra cómo por fin logró realizar un sueño antiguo: la Acrópolis. Cuando estuvo allí, no se atrevía a entrar. Tomar posesión de su logro. Se sentía culpable de conocer una belleza que su padre nunca vio. Ir “más allá”. Cuenta de esta emoción dolorosa: miedo al logro. Podemos percibir la realización de nuestros deseos como traición a seres amados. Implican diferenciarse. Separarse. Romper pactos no dichos. Quizá el miedo al logro y al bienestar, y/o la tendencia al castigo, son la respuesta condicionada por exigencias transmitidas en la familia con claridad no dicha: “No puedes tener lo que yo no tengo”. Legado de angustia que aliena el derecho a buscar la felicidad. Sin deudas desvitalizantes. Sin prohibiciones arbitrarias. Sin tienda de raya. Escritora
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