Porfirio Muñoz Ledo
La Escuela de Administración del gobierno de la ciudad convocó a un debate que tituló Régimen semipresidencial, ¿salida al estancamiento? La diversidad de posiciones que afloraron, aparentemente en el mismo sentido, reveló la ausencia de una matriz conceptual común y, tal vez, intenciones divergentes. La cuestión central es la naturaleza del régimen que se desea, ya que, en aras de un supuesto consenso, algunos sólo buscan la adaptación coyuntural del sistema presidencial y otros pregonamos una modificación estructural de la forma de gobierno.
En la lógica del “gradualismo”, los que pretendemos un cambio de régimen podríamos volvernos compañeros de ruta de quienes se conformarían con premios de consolación o trueque de chambas. Traté de disipar algunas dudas que favorecen la confusión y estimulan el rechazo. Primero, la sospecha de que esta propuesta distrae la atención sobre cambios más profundos en la vida nacional. Recordé nuestra prédica tenaz por una reforma integral del Estado mediante un proceso constituyente. Ello no obsta para que propongamos iniciativas pertinentes sobre cualquiera de sus capítulos, como los derechos humanos, la Constitución Política del Distrito Federal, la democracia participativa, los medios de comunicación, la política exterior y tantas otras que hay.
Ésta es particularmente urgente por la cercanía de las elecciones y la polarización política que conlleva. Un gobierno eficiente, fundado en una mayoría estable y congruente, podría desatar cambios mayores y rescatar al Estado, ahora secuestrado por los intereses particulares, sometido al imperio de los poderes fácticos y vaciado de soberanía por pactos inconfesables con el extranjero. La diferencia central entre los distintos proyectos es la imposibilidad cultural que muchos tienen de abandonar la matriz presidencialista que fue amplificación del caciquismo, cuna del autoritarismo y lápida de las libertades ciudadanas.
Recordé que no todas nuestras constituciones respondieron a ese molde: la de Cádiz fue una monarquía constitucional, la de Apatzingán proscribió el poder personal, estableció un triunvirato y lo supeditó al Supremo Poder Legislativo, y la Convención de Aguascalientes decretó el sistema parlamentario. Los cambios verdaderos exigen audacia e imaginación. Según el conocido aforismo: no son para una elección, sino para una generación. No se trata de prever desprendimientos partidarios que podrían encontrar acomodo en gabinetes de tutti frutti. El proyecto es un nuevo pacto constitucional que obligue a formar gobiernos mayoritarios, con pactos legislativos y programas explícitos, cualquiera que sea el resultado de las elecciones y la composición de las fuerzas políticas. No es procedente que la formación de coaliciones sea opcional o facultativa para el Ejecutivo.
Como lo afirmó Alejandro Encinas, ello sólo incrementaría las potestades presidenciales y sería paradójicamente contrario al parlamentarismo que se desea. Sería además superfluo, ya que sin ninguna reforma podrían integrarse al gabinete militantes diversos. Lo esencial no es la coalición sino la mayoría, que puede obtenerse con uno o varios partidos, pero que sea obligatoria para la formación de un gobierno. Marcelo Ebrard propuso un cambio de régimen, ya que el presidencialismo está agotado, lo que implica necesariamente “la separación entre la jefatura del Estado y la jefatura del gobierno”; una proveniente del sufragio popular y otra de la mayoría del Congreso. Desechó las “coaliciones momentáneas” y se pronunció por gobiernos consistentes en torno a genuinas coincidencias programáticas.
En todo caso, por “soluciones de mayor envergadura que vean mucho más allá del 2012”. Sugirió, además, que “el jefe de Estado conserve potestades importantes”, entre otras razones, “por nuestra vecindad con los Estados Unidos” y coincidió en que éstas pudieran ser la política exterior, el mando de las Fuerzas Armadas y la seguridad interior; además de su carácter de cabeza del sistema federativo y defensor de la integridad nacional. Invitamos a un análisis serio de los elementos que componen un régimen semipresidencial y de su relación con el modelo representativo, el sistema de partidos y la construcción de ciudadanía. Sobre todo a levantar la mira para orientarnos a la reconstrucción del poder público y el reparto equitativo de todos sus beneficios. Diputado del PT
La Escuela de Administración del gobierno de la ciudad convocó a un debate que tituló Régimen semipresidencial, ¿salida al estancamiento? La diversidad de posiciones que afloraron, aparentemente en el mismo sentido, reveló la ausencia de una matriz conceptual común y, tal vez, intenciones divergentes. La cuestión central es la naturaleza del régimen que se desea, ya que, en aras de un supuesto consenso, algunos sólo buscan la adaptación coyuntural del sistema presidencial y otros pregonamos una modificación estructural de la forma de gobierno.
En la lógica del “gradualismo”, los que pretendemos un cambio de régimen podríamos volvernos compañeros de ruta de quienes se conformarían con premios de consolación o trueque de chambas. Traté de disipar algunas dudas que favorecen la confusión y estimulan el rechazo. Primero, la sospecha de que esta propuesta distrae la atención sobre cambios más profundos en la vida nacional. Recordé nuestra prédica tenaz por una reforma integral del Estado mediante un proceso constituyente. Ello no obsta para que propongamos iniciativas pertinentes sobre cualquiera de sus capítulos, como los derechos humanos, la Constitución Política del Distrito Federal, la democracia participativa, los medios de comunicación, la política exterior y tantas otras que hay.
Ésta es particularmente urgente por la cercanía de las elecciones y la polarización política que conlleva. Un gobierno eficiente, fundado en una mayoría estable y congruente, podría desatar cambios mayores y rescatar al Estado, ahora secuestrado por los intereses particulares, sometido al imperio de los poderes fácticos y vaciado de soberanía por pactos inconfesables con el extranjero. La diferencia central entre los distintos proyectos es la imposibilidad cultural que muchos tienen de abandonar la matriz presidencialista que fue amplificación del caciquismo, cuna del autoritarismo y lápida de las libertades ciudadanas.
Recordé que no todas nuestras constituciones respondieron a ese molde: la de Cádiz fue una monarquía constitucional, la de Apatzingán proscribió el poder personal, estableció un triunvirato y lo supeditó al Supremo Poder Legislativo, y la Convención de Aguascalientes decretó el sistema parlamentario. Los cambios verdaderos exigen audacia e imaginación. Según el conocido aforismo: no son para una elección, sino para una generación. No se trata de prever desprendimientos partidarios que podrían encontrar acomodo en gabinetes de tutti frutti. El proyecto es un nuevo pacto constitucional que obligue a formar gobiernos mayoritarios, con pactos legislativos y programas explícitos, cualquiera que sea el resultado de las elecciones y la composición de las fuerzas políticas. No es procedente que la formación de coaliciones sea opcional o facultativa para el Ejecutivo.
Como lo afirmó Alejandro Encinas, ello sólo incrementaría las potestades presidenciales y sería paradójicamente contrario al parlamentarismo que se desea. Sería además superfluo, ya que sin ninguna reforma podrían integrarse al gabinete militantes diversos. Lo esencial no es la coalición sino la mayoría, que puede obtenerse con uno o varios partidos, pero que sea obligatoria para la formación de un gobierno. Marcelo Ebrard propuso un cambio de régimen, ya que el presidencialismo está agotado, lo que implica necesariamente “la separación entre la jefatura del Estado y la jefatura del gobierno”; una proveniente del sufragio popular y otra de la mayoría del Congreso. Desechó las “coaliciones momentáneas” y se pronunció por gobiernos consistentes en torno a genuinas coincidencias programáticas.
En todo caso, por “soluciones de mayor envergadura que vean mucho más allá del 2012”. Sugirió, además, que “el jefe de Estado conserve potestades importantes”, entre otras razones, “por nuestra vecindad con los Estados Unidos” y coincidió en que éstas pudieran ser la política exterior, el mando de las Fuerzas Armadas y la seguridad interior; además de su carácter de cabeza del sistema federativo y defensor de la integridad nacional. Invitamos a un análisis serio de los elementos que componen un régimen semipresidencial y de su relación con el modelo representativo, el sistema de partidos y la construcción de ciudadanía. Sobre todo a levantar la mira para orientarnos a la reconstrucción del poder público y el reparto equitativo de todos sus beneficios. Diputado del PT
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