10/01/2011

Contrarreforma




Ilán Semo

La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) avaló finalmente los cambios al artículo 16 de la Constitución de San Luis Potosí, en los que se criminaliza a la mujer que pasa por la dramática situación de verse obligada a interrumpir un embarazo. Un aval similar fue otorgado a las modificaciones que se realizaron a la ley básica de Baja California. Con ello, la política promovida por el Partido Acción Nacional y la jerarquía eclesiástica para impulsar leyes locales que penalicen la libertad del derecho a decidir abarca a dos nuevas entidades.

Cabe destacar que el debate en el seno de la Corte mostró una institución que hoy en día está entrecruzada por la pluralidad y la libertad de que gozan los jueces para expresar su opinión libremente. La discusión fue ardua y, en momentos, álgida. Por lo pronto, atrás parecen haber quedado los tiempos del régimen autoritario en que ese tribunal fungía como una simple oficina de trámites de las necesidades y las necedades de la Presidencia. Un hecho que habla de un cambio sin duda relevante en la cultura jurídica del país. Seguramente todavía es difícil encontrar un ambiente similar en los tribunales estatales y locales, pero nunca se pierde la esperanza de que exista un trickle-down-effect también en el ámbito de las prácticas jurídicas. Olga Sánchez Cordero, Fernando Franco, Juan N. Silva Meza, José Ramón Cossío y otros más fueron los ministros que se opusieron abierta y radicalmente a esta involución legal. Sus argumentos quedarán en la memoria inmediata de un debate que seguramente se prolongará en los próximos años: la discusión en torno a la soberanía del cuerpo femenino.

¿Quién tiene el derecho y la potestad para regular (y hasta gobernar) las acciones por las que una mujer opta en el orden más elemental y más radical de su existencia, que es su cuerpo mismo? ¿El Estado? ¿La Iglesia? ¿La familia? ¿O simple y sencillamente ese yo desde el que habla y decide cualquier ser? Constreñir la soberanía sobre la intimidad del cuerpo es constreñir los tejidos más profundos de la libertad misma (y no sólo la de las mujeres). No hay que olvidar, si se quiere una metáfora aritmética, que la mitad de la libertad general, o más, es femenina. Es reducir el mundo femenino a la condición que preveía el orden premoderno: la condición no de una ciudadana, sino de un súbdito, atada al orden público mas por el principio de subalternidad que por el principio moderno de la autonomía.

El debate entre quienes están por el derecho a la vida y quienes lo están por la libertad de decidir se ha vuelto complejo y, sin duda, nada fácil. Pero es evidente que quienes apoyan la opción pro-vida de esta disyuntiva en lo último en que están interesados es en el bienestar y en la integridad de las mujeres. Su apuesta es a la demografía y no a esa historia profunda, dramática e íntima en la que se resuelve cualquier destino. Porque un recién nacido es un destino completo, y mucho más aún.

Lo relevante aquí, desde la perspectiva del contexto social y político en que se otorga el aval, es que continúa esa línea –que comienza desde el año 2000– de radical reducción de la laicidad del Estado. La jerarquía eclesiástica (para diferenciarla de la Iglesia en general, que es un universo compuesto por un vasto espectro de organizaciones y opciones) ha vuelto, una vez más, a intentar ejercer el control de los corredores donde sucede el proceso de toma de decisiones políticas. En el año 2000, la sociedad mexicana votó por la democracia, no por el retorno a esa seudoteocracia (revestida de república, la república católica si es que se admite el oxímoron) que gobernó al país durante la primera mitad del siglo XIX. La jerarquía eclesiástica no parece haber aprendido que un Estado cercado por una sola institución tan poderosa es un Estado destinado a la disfuncionalidad, a fracasar en el cumplimiento de sus tareas civiles. Digamos un Estado incapaz de producir los lugares que le permitan marcar las jurisdicciones de su poder real.

En este sentido, habría que pensar si la administración del PAN, que se inició en 2000, no debería ser caracterizada más como una política de la contrarreforma que por un afán de continuar con la modernización y la democratización del país. Ese anhelo profundo que inspiró las movilizaciones y las condiciones que hicieron posible que el régimen priísta cediera ante la demanda de su sustitución. La Iglesia actual parece atrapada en su miedo más antiguo: el miedo a la modernidad. El dilema es que está cubriendo al país con esa sombra.

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