Editorial La Jornada
La inquietud sobre este tema es ineludible, en primer lugar por la hipoteca que supone para las finanzas públicas de esa entidad fronteriza. Debe recordarse que, en el contexto de las negociaciones para la restructuración de la deuda del gobierno de Saltillo, el congreso coahuilense autorizó, el pasado miércoles, el uso total del impuesto sobre nómina como garantía
a los acreedores, en lo que constituyó una decisión impresentable: el Legislativo local no sólo no corrigió la actitud de voraz endeudamiento con que se condujo el gobierno de ese estado durante la administración de Humberto Moreira, sino que comprometió por dos décadas un recurso que constituye el principal ingreso fiscal de la entidad –fuera de las participaciones federales–, con el único fin de garantizar el pago y, en consecuencia, la ganancia de los bancos.
Es conveniente detenerse, por lo demás, en la dimensión propiamente política de esta circunstancia. La estratosférica deuda pública en Coahuila se había convertido en un tema incómodo, por decir lo menos, para el PRI y su actual dirigencia –se recuerdan, por ejemplo, los ataques emprendidos en contra de Moreira por el ex titular de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, y la reciente denuncia interpuesta ante la Procuraduría General de la República por esa misma dependencia– y un punto de golpeteo y de conflicto entre ese partido y el gobierno federal y la dirigencia del blanquiazul.
En tal contexto, resulta relevante que las instituciones bancarias del país decidan respaldar financieramente a la administración priísta en Coahuila –actualmente encabezada por Jorge Torres–; que den, con ello, un espaldarazo tácito al propio Moreira, y que lo hagan en un momento político prelectoral. La lectura resulta inevitable: enmedio de la pugna entre la dirigencia priísta y el partido que aún detenta el poder, los banqueros parecen haber tomado partido en favor de la primera, y ello sería indicativo, a su vez, de un desplazamiento de las simpatías del sector privado del panismo al priísmo, con miras a reforzar posiciones de intereses a corto y mediano plazo. A fin de cuentas, los dueños de los capitales en México no suelen dar pasos en falso, y en política no hay favores, sólo intercambios.
Un elemento a tener en cuenta es el historial de saqueo y perjuicio nacional que caracteriza la relación de las administraciones tricolores del ciclo neoliberal y el sector financiero: los botones de muestra emblemáticos son la opaca privatización bancaria llevada a cabo durante el salinato –que se saldó, a la postre, con un desorden generalizado en ese sector– y el rescate
de los mismos, ocurrido en el sexenio de Ernesto Zedillo, operación que consistió en transferir al conjunto de los mexicanos las deudas astronómicas que dejaron los banqueros y que han seguido gravitando con efectos nefastos en la economía a lo largo de las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón.
Con tales antecedentes, la operación de salvamento del gobierno coahuilense, más que una decisión de índole financiera pareciera el anuncio del realineamiento de los grandes capitales que hace seis años fueron los más resueltos promotores de la candidatura presidencial de Felipe Calderón. La perspectiva insoslayable es una nueva oleada de pagos de favores recibidos y facturas pendientes entre los dueños del poder y los amos del dinero, y de las consecuentes afectaciones para la sociedad mexicana.
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