La Muestra
Vamos a jugar al infierno
Carlos Bonfil
Fotograma de El último Elvis, de Armando Bo
Love me tender. El último Elvis, primer largometraje de Armando Bo, realizador argentino de cortos publicitarios y coguionista de la cinta Biutiful,
de Alejandro González Iñárritu, es el recuento agridulce de la obsesión
de un hombre de 40 años, Carlos Gutiérrez (John McInerny), por encarnar
a su ídolo absoluto Elvis Presley. Sin tener el atractivo físico del
emblemático cantante de rock en la época en que seducía a multitudes,
su afanoso doble elige algo azaroso, incrementar con fuerte ingesta
calórica su masa corporal, enfundarse en brillantes trajes
entalladísimos y confiar en que su voz privilegiada opere el milagro de
restituir al Elvis de los últimos años.
Más allá del convencionalismo de su trama sentimental (el rencuentro
de una paternidad responsable por parte del hombre cuya obsesión le ha
provocado problemas laborales y una separación conyugal), la cinta
explora vetas más sugerentes. Una de ellas es la descripción de una
farándula poblada de celebridades (dobles de John Lennon, Barbra
Streisand, de la banda de rock Kiss) –a la manera de Mister Lonely
(2007), de Harmony Korine–, donde el Elvis de Carlos tiene una
aceptación variable, y que se sitúa en ámbitos de juego que son tristes
remedos de Las Vegas. En momentos más deslucidos, la estrella canta en
un asilo de ancianos. Esta dinámica de fulgurantes éxitos postizos e
inevitables frustraciones artísticas, se explora sólo a medias cuando
podía haber sido fascinante.
La película habría ganado un interés mayor concentrándose menos en
el drama de una inconvincente reconciliación familiar luego de un
accidente automovilístico y más en la recreación de las atmósferas de
simulación escénica. Piénsese en la obsesión realmente perturbadora del
personaje que se empeña a imitar a John Travolta en el magnífico Tony Manero
(2008), del chileno Pablo Larraín, y su actor Alfredo Castro, para
medir hasta qué punto el drama familiar aquí descrito se vuelve un
lastre innecesario o una situación insuficientemente manejada. Todo se
presenta en la cinta de modo parcial y fracturado, desde el mundo
laboral de Carlos hasta sus estupendas fugas a ese escenario que es su
vida verdadera.
La actuación de McInerny despliega justamente los registros de
vitalidad y desvarío que vuelven emotivo al personaje crepuscular. El
guión no acierta, sin embargo, a conferir al conjunto de la cinta una
energía semejante. Cabe señalar como grandes aciertos la actuación
contenida de la niña Margarita López, la Lisa Marie que observa
escéptica y paciente el extraño comportamiento de su padre, y el propio
desenlace de la cinta, una suerte de ritual macabro que mantiene vivo
el interés de los espectadores.
Vamos a jugar al infierno
Juegos de masacre. Doce años después de aquella ácida
radiografía de una juventud japonesa ensimismada en delirios
autodestructivos (El club del suicidio, 2001), el realizador de culto Shion Sono (Love exposure, 2008; El romance y la culpa,
2011), propone un giro sorprendente en su carrera con una comedia
sanguinolenta, suerte de manga-filme plenamente asumido, que de nueva
cuenta coloca como protagonistas a un grupo de jóvenes. El grupo de
cinéfilos enardecidos que responden al nombre de Fuck bombers
pretende irrumpir con fuerza en la realización fílmica con sus cámaras
de 8 mm y bajo la guía de su líder, el muy entusiasta Don Hirata
(Hiroki Hasegawa).
Shion Sono juega con dos registros temporales. En un primer momento
refiere los esfuerzos de esos aficionados juveniles y los
enfrentamientos de dos clanes de yakuzas (el de Muto y su
sanguinaria esposa contra el del jefe Ikegawa), y cómo esa lucha sin
cuartel afecta la carrera de Mitsuko, hija de los primeros y aspirante
a estrella de cine. En el segundo tiempo, diez años después, los Fuck bombers procuran rescatar la vocación suspendida de la joven, y de paso la propia, realizando con participación directa del clan del yakuza Muto la vieja película soñada, obra maestra del cine de acción y de las artes marciales.
Asistimos así a un gradual desbordamiento de artificios escénicos, retruécanos narrativos y delirios gore capaces de pasmar al Tarantino de Kill Bill (2003-04), al Robert Rodríguez de Machete (2010), o al Takeshi Kitano de Outrage (2010) y de Beyond Outrage (2012).
Todo en clave de parodia caricaturesca de un género que pareciéndose
agotar cada año, sorprende siempre con novedosas mutaciones. En la
lúdica incursión en el infierno que ahora propone Sono se mezclan la
añoranza por los formatos en vías de desaparición, las cintas de 35 mm,
las obsesiones de la cinefilia, el gusto por la tira cómica, las
leyendas locales y la divertida analogía de un estudio de rodaje con un
campo de batalla. El director veterano juega con sus jóvenes seguidores
cinéfilos; comprende y comparte sus fobias y manías, incluso sus
novatadas técnicas, y a lado suyo sale victorioso y engreído, con una
película terminada, dejando tras de sí toda una estela de cadáveres y
devastaciones. Pareciera esta cinta un paréntesis caprichoso en la
filmografía del autor. Sus próximas películas bien podrán tener
registros muy distintos. Por lo pronto, hay la libertad suprema de la
cinefilia, el fantasioso privilegio de un maestro siempre capaz de
sorprender de una obra a la siguiente.
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