Lydia Cacho
Hay
tantas formas de morir como ceremonias para enfrentar el duelo. A veces
se muere de golpe cuando el corazón henchido de vida, de cansancio, de
experiencias, de hartazgo, encuentra un alto en su camino y dice
¡basta! Con esa muerte, las personas que amaron a quien dejó de latir
en sus vidas, se hacen siempre la más añeja pregunta, la más absurda e
importante: ¿cómo es posible? si ayer estaba tan contento abrazando a
sus hijos o si apenas le vi tan llena de vida y tan sonriente.
Hay
siempre dos muertes: la de quien se va y la de quienes le sobreviven,
con una pequeña pérdida vital que se parece a una advertencia, al
vacío, a la melancolía del no ser que nos espera. Así, las familias de
quienes esperaban a sus seres queridos que tomaron un avión que cayó al
mar, se niegan al duelo, llenas de ira, desesperadas por hallar una
respuesta en tecnicismos que nunca les darán paz emocional. No importa
si el más docto ingeniero aeronáutico, especialista en fallas humanas y
mecánicas, les muestra un documento que prueba de forma irrefutable que
el desplome fue accidental. No importa si la línea aérea reconoce que
fue una falla humana, como lo fue la del capitán del barco en Corea del
Sur. Nada les consolará, la espera y la consternación por recibir una
respuesta inútil son parte de la ceremonia del adiós. Quienes creen en
Dios le maldicen, quienes dudan de su existencia le buscan en las horas
aciagas. Todos los días mueren miles de personas. Cada minuto en el
planeta alguien llora una pérdida que parece irreparable.
Hay
quienes mueren en la vejez, luego de haber acumulado saberes, amores y
éxitos; hay quienes eligen la hora de su muerte y pasan cada vez más
tiempo en cama y menos horas en el bullicio de lo cotidiano. Sus
pulmones se cansan y me parece, porque mi abuelo me lo dijo cuando
eligió morir, que perder el aliento a cierta edad es una prerrogativa
válida. No para quienes quedan, pero sí para quienes se han alistado
para morir. Hay quienes con la enfermedad a cuestas, aprenden a temer a
la muerte y a vivir con ella en el goteo diminuto de los medicamentos.
Le hablan al óbito como si fuera un cachorro amoroso recostado a los
pies de la cama, le acarician para que no les sorprenda sin estar
preparadas para la partida y el desgajamiento de la integridad. A pocas
cosas le tememos más que a la decrepitud de la enfermedad. No importa
la edad: la pérdida de la dignidad de un cuerpo deshojado, endeble y
adolorido es un miedo común a desconocidos y famosos.
Algunas
pérdidas nos aturden con mayor intensidad; las madres de las víctimas
del avión accidentado lloran porque el cuerpo de los suyos se hizo uno
con la sal marina; temen por el sufrimiento que imaginan; sueñan haber
llegado en una balsa y extender sus brazos. La muerte en la lejanía
duele más que la que trae consigo la certeza de un beso de despedida.
El
fallecimiento de personas admiradas por sus dones artísticos o
literarios representan, además, una pérdida comunitaria. Habría que
agradecer a las grandes mujeres que estuvieron siempre al lado de
grandes escritores, como José Emilio Pacheco o García Márquez. Esas que
se encargaron de hacer su vida perfecta para que ellos fuesen
imperfectos, las que les impulsaron para escribir lo mejor, para dejar
el ego en la bañera y ser más humanos y mejores escritores. Las que
aseguraron el éxito de sus amados, siempre solidarias; porque todos los
grandes hombres son una persona común en casa. Para entender los
méritos de un gran escritor, hay que reconocer a quienes, en parte,
hicieron posible su gloria.
@lydiacachosi
Periodista
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