4/20/2014

Mar de Historias: Terremotos



Cristina Pacheco

Al menos aquí, los vacacionistas pasaron a la historia. Nadie se pregunta cómo estarán pasándola en las playas atestadas, si volverán el domingo o si se acordarán de traernos los regalos prometidos: vainilla de Papantla, tierrita de San Juan de los Lagos, mole negro de Oaxaca, queso de tuna de San Luis. De lo único que seguimos hablando es del temblor.

Por el rumbo, gracias a Dios, no hubo desgracias personales. En la vecindad, como es muy antigua y no se le da mantenimiento, nos llevamos un sustazo tremendo. Por temor a quedarnos sepultados –como le sucedió a varios conocidos en 1985–, salimos tal como estábamos: Margarita apareció con la cara untada de mascarilla, Julián en calzones floreados, Rita envuelta en una cobija y con tubos en la cabeza: parecía marciana.

Lo más gracioso fue ver a Silvano en cueros. Se estaba bañando cuando oyó el quebradero de platos en la cocina y salió a la calle como Dios lo echó al mundo. Se veía chistosísimo. (Si no me hubiera sentido tan nerviosa le habría tomado una foto con mi celular.) Se lo decimos, le hacemos bromas y él se pone rojo, rojo.
No todo lo que pasó el viernes es motivo de risa. Tuvimos pérdidas. Al coche de Zeus le cayó encima la rueda de bicicleta que tenía en la azotea y le rompió el parabrisas. En el departamento de junto estallaron los vidrios de las ventanas y urge reponerlos. Un árbol de desplomó sobre el tanque estacionario de Sabritacos. Lili, mi perrita, se escapó. Para mí es una desgracia, pero nada en comparación a la que está a punto de sufrir mi primo Andrés.


II

El viernes, ya bien tarde, me llamó por teléfono. Le oí la voz ronca, como si acabara de levantarse. Pensé que iba a preguntarme cómo me había ido con el temblor, pero en vez de hacerlo me rogó que lo dejara dormir en mi casa. ¿Perdiste tus llaves? Las tire. En dónde? Impaciente, volvió a preguntarme si lo aceptaba como huésped por esa noche. ¿Qué iba a decirle? Pues que sí. Entonces te caigo al rato, dijo y colgó.

Aún no terminaba el noticiero cuando llegó Andrés. Estaba pálido y se veía alterado. No le hice preguntas, pero le ofrecí un café. No, gracias. Mejor una chela. Nunca compro. Ni modo. Levantó la cabeza. Tenía los ojos inflamados. Me senté junto a él: ¿Qué te pasa? Se cubrió la cara con la mano y se soltó llorando como un niño, cosa que jamás creí ver.

Sospeché que algo malo le había sucedido a Eugenia, su mujer. Me contestó que ella estaba bien, pero furiosa. ¿Contigo? Andrés se agarró de mi brazo y me juró que las sospechas de Eugenia eran injustificadas, que esta vez no le había mentido, que el perfume en su ropa era consecuencia del temblor. No entendí la relación entre una cosa con otra y se la pregunté. La casualidad, una desgracia. En serio, ¿no tienes una cerveza o algo?

Recordé que la portera atiende una miscelánea en su casa. Le pedí una cerveza. No tenía. Con la ley seca su clientela había agotado las existencia desde el miércoles. Le quedaba sólo una botella de Don Pedro. Se la llevé a mi primo. Andrés se sirvió medio vasito y bebió de un jalón. “ Lili se me escapó”, le dije para distraerlo de sus pensamientos. Levantó los hombros y seguí con la historia de mi perrita: A la hora del temblor salí con ella en brazos. No pude controlarla. Huyó. Nunca lo había hecho. Espero que vuelva.

Andrés me miró con los ojos húmedos: Dichosa perra. La envidio. Ella podrá volver a su casa, yo no. Eugenia me dijo que si me le aparezco manda traer a su hermano para que me rompa la madre por infiel, y no sé qué tanto más. Pero te juro que yo no tenía ni tengo nada que ver con esa señora, sólo la ayudé porque ella me lo pidió. Eso fue todo.

La situación parecía complicada. Sospeché que iba a llevarnos toda la noche. Le serví a Andrés otro medio vasito de brandy y yo me hice una jarra de café.

III
Andrés tardó en hablar. Sin mirarme aseguró que no tenía culpa de nada, que el viernes iba caminando rumbo a la estación del Metro cuando en la puerta de un edificio apareció una mujer que le gritó asustadísima: Va a temblar. Oí la alarma en el radio. Tengo miedo. ¿La conocías?, pregunté a mi primo. No, para nada. Ni siquiera la vi. Me llamó porque en esos momentos no había nadie más en la calle.

Hasta ahí todo era creíble. A la hora del temblor, para combatir el miedo, mis vecinos y yo nos habíamos aferrado a extraños que pasaban frente a nuestra vecindad. Estuve a punto de contarle a Andrés que Silvano había aparecido desnudo a mitad de la calle, pero no me dio tiempo de hacerlo porque siguió con su tema: “Pensé que la señora inventaba cuando de pronto sentí que el piso se movía y noté que los cables de la luz chicoteaban. Con desesperación, la mujer me tomó de las manos. Para tranquilizarla le dije: ‘No me voy. Cálmese, no va a pasar nada’”.

Fueron dos minutos horribles que a mí me parecieron una eternidad, dije. Andrés me hizo gesto de que no lo interrumpiera: Cayeron vidrios del edificio. La mujer empezó a temblar, para no caerse, y se acercó más a mí. Sentí su cabello húmedo en mi cuello y el olor de su perfume. Era muy fuerte, como los que usaba Eugenia antes de su alergia. Entonces pensé en mi mujer, en llamarla por mi celular, pero no pude hacerlo. La mujer se abrazaba a mí con una fuerza tremenda, como si no hubiera nadie más en el mundo, aunque a esas alturas ya todas las personas de la cuadra estaban en la calle mirando los árboles, las antenas, el anuncio espectacular, y los cables de la luz que se movían se tocaban lanzando chispas, mientras que la mujer, pegada a mí, apenas era capaz de mantenerse en pie.

Qué hiciste? Andrés me sonrió: Nada. Esperé. Poco a poco cesó el movimiento. Una anciana se hincó para darle gracias a Dios por el milagro de mantenernos a salvo; una niña mostró su miedo con retraso; un hombre avisó que no había señal en los celulares; una muchacha volvió a montar en su bicicleta y se fue. La mujer soltó mi mano, me pidió disculpas por su nerviosismo, me dio las gracias por haberla ayudado y entró en el edificio. No alcancé a verle la cara, pero se me quedó pegado su perfume.

Conozco a Eugenia. Adiviné lo que había sucedido y Andrés me lo confirmó: Cuando llegué a la casa mi mujer enseguida me olió el perfume y se puso como un energúmeno. Le dije que esta vez no había motivo para sus celos. Recordó todas mis infidelidades, juró que ya no iba a perdonarme y ordenó que me saliera de la casa. Desde ese momento me la he pasado buscando la forma de arreglar las cosas. No la encuentro. Aconséjame. Dime qué puedo hacer.

A estas horas ya se le habrá pasado el disgusto. Llama a Eugenia, explícale las cosas. Ya lo hice, pero sólo sirvió para que me corriera de la casa. Apenas puedo creer que todo este desastre se deba a un maldito perfume. Lo traigo pegado en la ropa, me llega hasta los huesos. Creo que no se me va a quitar ni aunque me bañe mil veces. Por la angustia con que volvió a gemir me di cuenta de que Andrés se había emborrachado. Guardé la botella de brandy, le trajé dos sábanas y le brindé el sofá: “Si descansas –le dije–, por la mañana verás las cosas menos trágicas”.

Andrés se fue temprano, sin despedirse. Me dejó una historia más relacionada con el temblor del viernes y el aroma intenso de un perfume floral, inolvidable.

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