Jesús Cantú
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- El actual gobierno federal retomó la ruta del
salinismo tanto en la aprobación de las llamadas reformas estructurales
(que quedaron pendientes por la crisis de 1994 y los 12 años de
gobiernos panistas) como en la creación de órganos autónomos simulados,
es decir, con autonomía constitucional formal y jurídica, pero
capturados fundamentalmente por el Ejecutivo –y su partido en el
gobierno–, que así actúa más libre e impunemente, pues lo hace sin
aparecer formalmente en escena.
Durante el sexenio
salinista se concretó la autonomía al Banco de México y fueron creados,
jurídicamente con ese carácter, el Instituto Federal Electoral y la
Comisión Nacional de Derechos Humanos; sin embargo, en los hechos, el
entonces presidente Carlos Salinas mantuvo siempre el control de los
mismos a través de los miembros de sus órganos de gobierno.
Cuatro
sexenios después la receta se repite, con las adecuaciones que el
actual reparto de poder demanda. Así, el Ejecutivo y el PRI aseguran su
predominancia, pero aceptan compartir la integración de los órganos de
gobierno con las dirigencias del PAN y el PRD. Los ejemplos más claros
de esto son la conformación del Consejo General del Instituto Nacional
Electoral (Proceso 1953) y la del órgano de gobierno del Instituto
Federal de Acceso a la Información (Proceso 1957). En el caso de los
Consejos del Instituto Federal de Telecomunicaciones y de la Comisión
Federal de Competencia Económica sucede lo mismo, pero en ese caso el
reparto se hace con las televisoras, las empresas de telecomunicaciones y
los oligopolios con prácticas monopólicas.
Las voces
que demandaban la creación de más órganos con autonomía constitucional
se multiplicaron, luego de los buenos resultados obtenidos tras la
conquista de la autonomía real de Banxico, a partir de la alternancia en
el Ejecutivo en 2000, y del IFE con la designación del Consejo
1996-2003; incluso, por los avances en materia de transparencia y acceso
a la información que impulsaron los primeros consejos del IFAI.
La
demanda se mantuvo a pesar de que la involución empezó desde octubre de
2003, cuando el PAN y el PRI impusieron su mayoría calificada en la
Cámara de Diputados para repartirse las nueve posiciones del Consejo
General del IFE; y se reforzó cuando Felipe Calderón aprovechó sus
atribuciones para designar a sus incondicionales en el IFAI, impulsar a
su secretario de Hacienda como gobernador del Banco de México, y enviar a
su secretario de Economía a la Presidencia del Instituto Nacional de
Geografía y Estadística, una vez que se le concedió formalmente su
autonomía.
En la última reforma constitucional en
materia político-electoral también se agregó el apartado “C” al artículo
26 constitucional para dotar de autonomía constitucional al Consejo
Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval),
que opera, desde su creación en enero de 2004, con la Ley General de
Desarrollo Social, como “un organismo público descentralizado” que tiene
buenos resultados.
Conforme al artículo 82 de la
citada ley, el consejo lo presidía el titular de la Secretaría de
Desarrollo Social y lo integraban “Seis investigadores académicos, que
sean o hayan sido miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI),
con amplia experiencia en la materia y que colaboren con instituciones
de educación superior y de investigación inscritas en el Padrón de
Excelencia del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología”. Su designación
era responsabilidad de la Comisión Nacional de Desarrollo (instancia
integrada por las seis secretarías del gobierno federal vinculadas con
la política social; los 32 secretarios de desarrollo social de las
entidades federativas; un representante de cada una de las asociaciones
nacionales de alcaldes; y los presidentes de las comisiones de
desarrollo social de las Cámaras de Diputados y Senadores), a través de
una convocatoria pública y el voto secreto de todos sus miembros
presentes.
Los resultados, hasta el momento, son
positivos: los expertos en la evaluación del desarrollo social (en todos
sus ámbitos) mantenían sus plantas académicas y utilizaban el
conocimiento que desarrollaban en sus instituciones para mejorar los
instrumentos e indicadores del Coneval; adoptaron un bajo perfil y nunca
pretendieron iniciar una carrera política.
Los
reportes e informes generados por el Coneval son fundamentales para
identificar los impactos de la política gubernamental: permitieron
identificar los avances en el combate a la pobreza extrema, con el
programa Oportunidades, entre 2000 y 2006, así como el incremento en el
número y porcentaje de pobres y pobres extremos como consecuencia de las
políticas públicas del gobierno ante la crisis económica de 2008 y
2009.
Apenas el pasado lunes 27, unos días después de
que Hacienda tuvo que ajustar su pronóstico de crecimiento para este
2014, el Coneval revelaba que el poder adquisitivo del ingreso laboral
cayó casi 6% en el primer trimestre de este año con respecto al mismo
periodo del año anterior, y un 33%, en los últimos nueve años; y en la
víspera del Día del Niño, informaba, en un estudio elaborado
conjuntamente con Unicef, que 53.8% de los 40 millones de mexicanos
menores de 17 años viven en pobreza.
En teoría, la
autonomía constitucional debiese perfeccionar el diseño y desempeño de
Coneval. El problema está en que viene acompañada de un nuevo perfil de
consejeros y un nuevo procedimiento de designación. Las nuevas normas
constitucionales establecen que el presidente y los seis consejeros
“deberán ser ciudadanos mexicanos de reconocido prestigio en los
sectores privado y social, así como en los ámbitos académico y
profesional; tener experiencia mínima de 10 años en materia de
desarrollo social…”, con lo cual ya no es indispensable ser investigador
adscrito a una institución de educación superior, que parece ser una de
las claves de los buenos resultados obtenidos hasta hoy.
Y
ahora serán las dos terceras partes de los diputados presentes quienes
los elegirán, lo que hasta hoy significa una garantía de que se escogerá
a los más leales a las dirigencias partidistas, sin importar las
competencias y/o credenciales de los designados.
Los
órganos autónomos tienen mucho sentido en el cumplimiento de tareas
fundamentalmente técnicas que deben ser realizadas por instancias ajenas
a los tres poderes formalmente constituidos, como parte de los pesos y
contrapesos indispensables para el funcionamiento de una democracia.
Pero en la práctica, en México, se han convertido en una simulación que
permite al Ejecutivo y sus aliados ejercer el poder a través de sus
personeros, sin pagar las consecuencias y, además, tener más posiciones
con sueldos muy jugosos para sus clientelas.
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