6/03/2014

Veronese abdica

Carmen Boullosa
Veronese tenía muy poco de loco, pero argumentó actuar como los dementes cuando la Inquisición lo llamó a justificar por qué había pintado en La última cena a bufones, enanos, un apóstol escarbándose los dientes con el tenedor, y (la gota que colmara el vaso) alemanes, que era decir “herejes”.
En el contexto de la contrarreforma, ¿el pintor se estaba burlando de la imaginería católica?. Los inquisidores hicieron comparecer a Veronese: “¿Sabe usted que en Alemania y otros países infestados de herejía se acostumbra vilipendiar y ridiculizar los asuntos de la Santa Iglesia Católica con pinturas plagadas de absurdos, para adoctrinar con sus falsedades a gente ignorante que no tiene sentido común?” El pintor se justificó: “Nosotros los pintores nos permitimos las mismas licencias que los poetas y los locos”. No sólo estaba usando un escudo, también decía una verdad: Veronese comprende (y comparte) la razón del poeta.
La atmósfera de la pintura en cuestión no tiene un ápice de divina —como sí la hay en otras La última cena del Renacimiento—, ni de armónica, solemne o serena. Van llegando los turcos con sus turbantes, a sumarse a los de exóticos vestidos, la variedad de personas que atraía Venecia; los pajecitos africanos vestidos con ropas brillantes y costosas juegan desordenados, los alabarderos de palacio se emborrachan; se exhibe la opulencia de la casa. Alrededor de la mesa no hay armonía, las columnas subrayan las divisiones entre los comensales, no hay una conversación común o que alguien presida. Bajo las voluptuosas ángeles carnales que junto a los capiteles y las columnas presiden el jolgorio, Jesús, con su aureola (la única del grupo) parece el único en abstraerse; atrae la atención de Pedro y Juan; Judas está sentado justo enfrente de ellos (entre él y su silla guarda su maletita de dinero), viste ropas coloradas y elegantes. Este Judas ensimismado tiene la dignidad de un obispo —y la corrupción del funcionario—.
Se comprende que los inquisidores se sintieran irritados ante la exhuberancia terrenal y mundana del genial Veronese. Cuando le preguntaron a Veronese por qué pintó a los guaruras enfrancachelados, Veronese contestó que porque le pareció lógico, en sus palabras: “porque me pareció apropiado y posible que el patrón, del que me habían dicho que era rico y generoso, tuviera sirvientes como éstos”. Con esta misma lógica severa —lo apropiado y posible que dicta la imaginación literaria, la lógica de la poesía— explicó cuán lógico le parecía que San Pedro cortara la carne y otro apóstol se limpiara los dientes. Lo que busca el poeta son las cosas elementales, la esencia que hay al imaginar lo real. La lógica del poeta revela la verdad, busca el origen de una razón de ser. Si la luz está presente, el poeta viaja en ésta hasta encontrar la fuente.
La monumental exposición que hoy acoge (y que ha reunido) la National Gallery de Londres muestra en su extensión la genialidad de Veronese. No tiene el espíritu desequilibrado de otros grandes. No es un místico, ni un arrebatado. Es un genio y un poeta. A los quince ya pintaba como maestro. Los lienzos que creó a los veinte años tienen la penetración sicológica del sabio —y el virtuosismo maduro del mejor pincel colorista jamás habido (aunque estas categorizaciones siempre huelan a arbitrarias, hay que decirlo).
“Esto no es pintura: es magia que provoca un hechizo en quien la ve”, escribió de él en 1660 Mario Boschini. Lo más mágico de los hechizos de Veronese es la calidad terrenal del pintor, su contacto con lo inmediato. Es lo mágico de la poesía. Por lo mismo nadie más enraizado con el carácter de las cosas y los personajes.
Después de la comparecencia, la Inquisición lo dejó libre, pero le impuso un castigo: debía pintar en el lienzo de La última cena a María Magdalena y borrar los estrambóticos y herejes. Veronese optó por otra: abdicó del título. Dejó la imagen intacta pero le cambió el nombre, la llamó La cena en casa de Levi. Quedó con sus privilegios de gran pintor, de gran poeta: recrear en una imagen su ciudad y preservar sin mella su honestidad de artista.

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