Hace
unos días, Nestora Salgado cumplió un año en la cárcel. Mireles lleva
ya más de dos meses de confinamiento, junto con algunos cientos de
autodefensas michoacanos. La represión se extiende a otros sectores: a
las comunidades que luchan contra los megaproyectos, al movimiento
estudiantil de la capital, a las comunidades zapatistas, etc. En pocas
palabras, el país vive una situación de represión a los movimientos
sociales como no se veía desde hace tiempo.
Ante esto, el amplio espectro que compone a la izquierda mexicana se ha visto, en la enorme mayoría de los casos, incapaz de responder consecuentemente al desafío represor impuesto por el gobierno federal. Esto se debe, en esencia, a dos factores.
Por un lado, y como anillo al dedo para desmentir a aquéllos que creían que el retorno del PRI implicaría por sí mismo un regreso a la dictadura priísta en su época de oro, buena parte de la represión ha sido llevada a cabo por el PRD. Hay una verdadera división del trabajo entre los órganos del gobierno: El PRI pone la estrategia, el PRD pone a los policías. Esto provoca, en el corto plazo, que ciertos de sus legisladores, o una parte de su base, se molesten, le den la espalda a la dirección nacional y busquen llevar a cabo iniciativas más en sintonía con el “espíritu verdadero” del sol azteca. De mantenerse esta tendencia, lo que provocará en el mediano o largo plazo es la pérdida de su identidad política propia.
Podemos parafrasear la célebre frase de Voltaire acerca del sacro imperio romano y decir que el PRD ya no es ni democrático, ni revolucionario, ni tampoco un partido: es un aglomerado de clientelas (por consecuencia, estructuralmente incapaz de ser democrático) en una búsqueda desesperada del poder y de las prebendas que vienen con él.
Es fácil darse cuenta de que cualquier iniciativa contestataria que venga del interior del PRD sin romper con él está condenada a ser eso: una contestación discursiva para cubrir un acomodamiento más fructífero.
Lo interesante es que la ofensiva represora del PRI ha sido recibida con una apatía apabullante por parte de sectores que uno esperaría serían más afines. No hablamos de López Obrador, de quien sería utópico esperar cualquier solidaridad y que incluso ha regañado a las autodefensas por hacer cosas que le corresponden al estado (en ese tenor, no es casualidad que Fernández Noroña, quien hace unos días le escribió una carta abierta que señalaba varias críticas por porte de la izquierda a AMLO, no haga mención alguna de los presos políticos: el amplio espectro de la izquierda pejista-perredista es completamente indiferente al encarcelamiento de alrededor de 400 personas).
Nos referimos esencialmente al neo-zapatismo. El EZLN no sólo no buscó acaudillar un movimiento campesino con el que tenía clarísimas afinidades, sino que no ha levantado la voz ahora que éste ha sido reprimido. La causa de lo anterior es que Marcos y compañía parecen definir al movimiento de autodefensas como un sector del narco que buscó movilizar a los campesinos como parte de la lucha intestina. Las consecuencias de tal análisis son transparentes: no es lo mismo un preso político, por quien por principio hay que pedir la liberación, incluso si uno no está de acuerdo con su conducción política, que un narcotraficante opuesto al gobierno.
Así el neo-zapatismo se disocia de movimientos campesinos a los que sólo él podría, en la actual situación política, proporcionarles una dirección política y empujarlos a la izquierda. Es un desplazamiento analítico errado que lleva a consecuencias políticas profundamente sectarias, ante todo porque el propio EZ ha sido víctima del recrudecimiento de la represión. A su dirección le han dejado de interesar esas demandas sociales que no se enuncian en un discurso estrictamente identitario y autonomista. El EZ se erige así, paradójicamente, en recipiendario del discurso del gobierno federal (transmitido a su vez por el perredismo) que define a los movimientos armados como “paramilitares” y los vincula al narcotráfico.
Este grave pecado por omisión no puede sino debilitar al zapatismo mismo, y luego a todos los movimientos rurales a lo largo y ancho del país que luchan contra el gobierno.
La situación no es sencilla, y el desequilibrio de fuerzas puede parecer demasiado grande como para desembocar en una salida favorable. Durante las últimas semanas, sin embargo, ha habido un proceso aún incipiente pero importantísimo de creación de redes de solidaridad (el Comité Nestora Libre) a lo largo del país (y en Estados Unidos, aprovechando los lazos que unen a las comunidades campesinas mexicanas con el vecino del norte), en donde han confluido los distintos movimientos que sufren la represión.
La conformación de una red nacional o comité contra la represión parece un camino largo y tortuoso, pero es también el único que puede juntar en el nivel nacional las fuerzas otrora dispersas de una serie de movimientos locales. Es lo único que, al visibilizarlos, puede elevar el costo político de mantener a los presos en las cárceles. Pero esto requiere del esfuerzo organizativo de todos aquellos sectores e individuos que, tocados o no directamente por la represión, extiendan su solidaridad para con aquéllos que han perdido la libertad.
Ante esto, el amplio espectro que compone a la izquierda mexicana se ha visto, en la enorme mayoría de los casos, incapaz de responder consecuentemente al desafío represor impuesto por el gobierno federal. Esto se debe, en esencia, a dos factores.
Por un lado, y como anillo al dedo para desmentir a aquéllos que creían que el retorno del PRI implicaría por sí mismo un regreso a la dictadura priísta en su época de oro, buena parte de la represión ha sido llevada a cabo por el PRD. Hay una verdadera división del trabajo entre los órganos del gobierno: El PRI pone la estrategia, el PRD pone a los policías. Esto provoca, en el corto plazo, que ciertos de sus legisladores, o una parte de su base, se molesten, le den la espalda a la dirección nacional y busquen llevar a cabo iniciativas más en sintonía con el “espíritu verdadero” del sol azteca. De mantenerse esta tendencia, lo que provocará en el mediano o largo plazo es la pérdida de su identidad política propia.
Podemos parafrasear la célebre frase de Voltaire acerca del sacro imperio romano y decir que el PRD ya no es ni democrático, ni revolucionario, ni tampoco un partido: es un aglomerado de clientelas (por consecuencia, estructuralmente incapaz de ser democrático) en una búsqueda desesperada del poder y de las prebendas que vienen con él.
Es fácil darse cuenta de que cualquier iniciativa contestataria que venga del interior del PRD sin romper con él está condenada a ser eso: una contestación discursiva para cubrir un acomodamiento más fructífero.
Lo interesante es que la ofensiva represora del PRI ha sido recibida con una apatía apabullante por parte de sectores que uno esperaría serían más afines. No hablamos de López Obrador, de quien sería utópico esperar cualquier solidaridad y que incluso ha regañado a las autodefensas por hacer cosas que le corresponden al estado (en ese tenor, no es casualidad que Fernández Noroña, quien hace unos días le escribió una carta abierta que señalaba varias críticas por porte de la izquierda a AMLO, no haga mención alguna de los presos políticos: el amplio espectro de la izquierda pejista-perredista es completamente indiferente al encarcelamiento de alrededor de 400 personas).
Nos referimos esencialmente al neo-zapatismo. El EZLN no sólo no buscó acaudillar un movimiento campesino con el que tenía clarísimas afinidades, sino que no ha levantado la voz ahora que éste ha sido reprimido. La causa de lo anterior es que Marcos y compañía parecen definir al movimiento de autodefensas como un sector del narco que buscó movilizar a los campesinos como parte de la lucha intestina. Las consecuencias de tal análisis son transparentes: no es lo mismo un preso político, por quien por principio hay que pedir la liberación, incluso si uno no está de acuerdo con su conducción política, que un narcotraficante opuesto al gobierno.
Así el neo-zapatismo se disocia de movimientos campesinos a los que sólo él podría, en la actual situación política, proporcionarles una dirección política y empujarlos a la izquierda. Es un desplazamiento analítico errado que lleva a consecuencias políticas profundamente sectarias, ante todo porque el propio EZ ha sido víctima del recrudecimiento de la represión. A su dirección le han dejado de interesar esas demandas sociales que no se enuncian en un discurso estrictamente identitario y autonomista. El EZ se erige así, paradójicamente, en recipiendario del discurso del gobierno federal (transmitido a su vez por el perredismo) que define a los movimientos armados como “paramilitares” y los vincula al narcotráfico.
Este grave pecado por omisión no puede sino debilitar al zapatismo mismo, y luego a todos los movimientos rurales a lo largo y ancho del país que luchan contra el gobierno.
La situación no es sencilla, y el desequilibrio de fuerzas puede parecer demasiado grande como para desembocar en una salida favorable. Durante las últimas semanas, sin embargo, ha habido un proceso aún incipiente pero importantísimo de creación de redes de solidaridad (el Comité Nestora Libre) a lo largo del país (y en Estados Unidos, aprovechando los lazos que unen a las comunidades campesinas mexicanas con el vecino del norte), en donde han confluido los distintos movimientos que sufren la represión.
La conformación de una red nacional o comité contra la represión parece un camino largo y tortuoso, pero es también el único que puede juntar en el nivel nacional las fuerzas otrora dispersas de una serie de movimientos locales. Es lo único que, al visibilizarlos, puede elevar el costo político de mantener a los presos en las cárceles. Pero esto requiere del esfuerzo organizativo de todos aquellos sectores e individuos que, tocados o no directamente por la represión, extiendan su solidaridad para con aquéllos que han perdido la libertad.
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